viernes, 21 de junio de 2013

LO SUYO SÍ ERA PURO TEATRO





   Cuando tuve ocasión de trabajar con el gran Lorenzo Valverde (y con su hija Marta, desde ese momento buena amiga y cómplice), una vez cogí confianza, le asalté con las emociones que había despertado en mí asistir a una de las representaciones de El diluvio que llueve, el musical que protagonizó con absoluto éxito a finales de la década de los 70 y principios de los 80, y que yo vi con unos 10 años (no recuerdo el año exacto); el espléndido cantante (que es el cuádruple de enorme como persona) se asombraba de que recordase determinados momentos del montaje (que, por desgracia, se ha repuesto en alguna ocasión trivializándolo y empequeñeciéndolo) con más precisión que él, principal artífice del mismo. Al final llegamos a la conclusión de que el público es el que mejor memoria guarda de lo que sucede sobre un escenario, que las sensaciones que se apoderan de uno cuando contempla un espectáculo que le arrebata, conmueve, remueve, impacta (e incluso cuando le aburre o resulta ridículo) se quedan en ese inmenso rincón del alma en que protegemos lo que nos importa, lo que nos hace sentir vivos, lo que nos vincula con los demás, lo que verdaderamente nos define; por eso me revuelvo cuando percibo la indiferencia, la ingratitud, el olvido de tantos espectadores, quienes van y vienen como veletas, menospreciando (o ignorando) la trayectoria de grandes artistas, aplaudiendo hoy lo que defenestran mañana, desviando su atención hacia nombres menores, llegando a preguntar “¿quién es ese?” cuando evocas a alguien que lo merece (y que puede seguir en activo, pero ellos hace tiempo que lo condenaron al ostracismo o que heredaron esa actitud sin preguntar ni demostrar un mínimo interés por el porqué de esa actitud).

   Uno, que siempre ha tenido querencia por el teatro bien hecho, aquel que prima el texto y la interpretación por encima de cualquier otra cosa, el que no pierde de vista su capacidad revolucionaria, transgresora, incendiaria, sin necesidad de artificios vacuos o grandilocuencias que estallan como las pompas de jabón y no dejan nada en el ánimo del público, ese que no reniega de las fuentes, de los clásicos, de los maestros, que nos los acerca con su fuerza prístina, que los actualiza desde el respeto y sin pensar que “todo vale”, el que trata a los que ocupan una butaca en la platea (o en el gallinero, me da igual) como seres pensantes, inteligentes, preparados para seguir cualquier historia que se cuente con propiedad, el que no excluye, el que no busca epatar, el que no se da importancia, el que anhela comunicar y establecer diálogo, uno que se recuerda espectador desde que tiene uso de razón no puede menos que sentirse muy dolido ante la muerte de uno de los señores que siempre ofrecieron calidad, dignidad, humildad, cuya firma era buscada, deseada, esperada, aunque el resultado final no estuviese en ocasiones a la altura de lo esperado (sólo el buen escribano, el que sigue con su oficio impenitentemente, echa borrones: son gajes del mismo), porque jamás abandonabas el teatro con la sensación de que te hubiesen estafado y, la mayoría de las veces, te llevabas un equipaje repleto de emociones que engrandecían tu espíritu. Recuerdo hablar sobre Miguel Narros, mi admirado Miguel Narros, con una amiga actriz que, a la hora de ejecutar el hecho teatral, acomete su profesión como si la estuviese inventando, como si todo lo anterior no existiese o no fuese válido, frunciendo el ceño y arrugando la nariz ante todo lo que le resulta “antiguo”, “clásico”, “pasado de moda”, mezclando epítetos sin demasiado tino y poca (o nula) base argumental, llegando a decir que lo del director madrileño llevaba mucho tiempo siendo “arqueología teatral” y que hubiera sido mejor que se retirase cuando era digno de recuerdo (al menos, eso le concedía); en el fondo, me da pena que haya personas a las que considero sensibles y con gusto que no sean capaces de gozar con lo que se me antojan experiencias maravillosas, totales, bellas, placenteras.

   Y siguiendo un tanto las enseñanzas del maestro Valverde, yendo directamente a la parte del tesoro emocional que pertenece a Narros, a lo que me aportó, sin consultar biografías, en el mismo momento en que me ha sacudido la brutal noticia de su muerte, he notado en mi corazón, en la sangre que lo bombea, en la epidermis, han ido saliendo a escena las huellas (vívidas y todavía frescas) de su paso por el mundo que tuve el privilegio de contemplar: El caballero de Olmedo en que pude fijarme en Carmelo Gómez antes de que los vicios interpretativos y las malas direcciones le engolaran, una obra despojada de cualquier vestigio de acartonamiento y dotada de un brío que aún me arrebata; Largo viaje hacia la noche sin recortes, cuatro horas de pura tensión, un Alberto Closas monumental, una Margarita Lozano que nunca ha vuelto a brillar de esa manera, unos José Pedro Carrión y Carlos Hipólito a los que no perder la pista desde ese momento; Doña Rosita la soltera manteniendo intacta su poesía, un Lorca bello como pocas veces se ha visto, haciéndole justicia, dejándolo fluir, una Verónica Forqué como sólo ella puede interpretar, un duelo cómico de gran altura entre una ajustada Julieta Serrano y una magnífica Alicia Hermida; La abeja reina, con una excelente versión de la propia Verónica, otro triunfo de la Forqué, con un reparto adecuado en el que aprovechaba sus escenas como la fabulosa secundaria y necesaria característica que es la no menos admirable Marta Fernández Muro; La estrella de Sevilla convertida en un espectáculo abracadabrante y mágico; A puerta cerrada o cómo lograr que el público no respire durante toda la representación, y aquellos inmensos Mercedes Sampietro, Carmelo Gómez y Aitana Sánchez-Gijón; la reposición de ¡Ay, Carmela! para que los de cierta generación viéramos sobre las tablas a Verónica Forqué en una de sus creaciones imperecederas; Así es (si así os parece) con un perfecto movimiento de actores, manejando al grupo como si fuese una sola persona; El sí de las niñas dejando patente que la obra conserva frescura y vigencia si se sabe sortear el escollo de lo adocenado y cursi que algunos confunden con clasicismo, regalándonos unos Emilio Gutiérrez Caba y Lola Cardona (¡Qué pronto te fuiste, qué poca justicia se te hizo!) magistrales y superlativos; el descubrimiento de la calidad interpretativa de María Adánez, aunque el acabado de los montajes no fuera redondo (Salomé, La señorita Julia); la decepción sufrida ante Yerma hace apenas unos meses, la espinita que uno espera sacarse con La dama duende (ahora más que nunca, hay que verla). Y los muchos actores que han alcanzado la excelencia gracias a su mano maestra, a su intuición, a su sabiduría, y su necesaria asociación con el también espléndido Andrea D´Odorico y tantos y tantos poderes por los que recordar su nombre con veneración.

   Cuando llegué a Telemadrid, allá por el verano de 1992, sustituí como becario en la sección de Cultura a Pedro Manuel Víllora; en los pocos días que coincidimos, muerto de rencor porque su periodo terminaba, al margen de intentar hacerme la vida imposible, quiso interferir en los primeros reportajes que me encomendaron y revestía de consejos lo que eran trampas o acciones que me hubieran llevado a cometer errores, porque a pesar de todo no quiero pensar que alguien como él dijera en serio lo de “no entrevistes nunca al director, no te va a aportar nada, céntrate en los actores”. Por fortuna, jamás le hice caso (además, sólo convivimos unos diez días), y así, cuando al llegar al Bellas Artes para grabar algo del ensayo general de Casi una diosa, ante la desesperación de la encargada de prensa por las veleidades de Eusebio Poncela, me preguntaron “¿no te importa entrevistar a Miguel Narros?” podéis imaginar mi entusiasta respuesta; y pude saludarle en los camerinos del mismo teatro unos quince años después gracias al concurso de mi querida Marta Fernández Muro. Y recordaré para siempre las palabras que cruzamos, su bonhomía, su sonrojo ante mis encendidos elogios (ante personas como él, olvido al periodista y sale el espectador agradecido), ese gesto de, aunque él pareciese no creerlo, gran director de escena.