martes, 20 de agosto de 2013

SOLTANDO LASTRE





   Hablando sobre lo efímero del oficio de periodista (no más o no menos que otros muchos, pero sin duda en éste se mueven las fichas demasiado), aceptando de antemano que nadie es imprescindible y que, por otro lado, es bueno que existan idas y venidas, subidas y bajadas (en el sentido de mantenerse vivo, alerta, de no adocenarse), aunque al haber dejado su control y desempeño en las manos erróneas lo de ahora es una montaña rusa sin freno en la que sólo cuenta el dinero, la audiencia a costa de lo que sea (sobre todo de perder la dignidad, de pasarse la ética por el arco del triunfo, de llamar “periodismo” a lo que no lo es), las caras bonitas, los intrusos que reciben su título en cualquier reality y tantas lacras más, comentando con un amigo que todo tiene un final (y no hay que pensar en esa posibilidad más de lo debido, pero por otro lado hay que tenerla en cuenta en cualquier ámbito), él me decía que lo que más notaría el día en que no tuviese un programa de radio desde el que promocionar a otras personas sería como muchos de esos que ahora me llamaban, invitaban, contaban conmigo, desaparecerían como por arte de magia y me puso un ejemplo concreto, en el que le dije que se equivocaba y el tiempo me ha dado la razón (de hecho, es alguien que aún tiene más presencia e importancia en mi vida, alguien que se ha preocupado de conocer y estrechar lazos no con el entrevistador sino con el Óscar López cotidiano, el de a pie de calle, el que no habla delante de un micrófono). Pero, al margen de esta referencia concreta, suscribí sus palabras, de hecho le dije que ya había conocido experiencias similares, bien en mis propias carnes, bien en las de otros, sobre todo cuando se ha tenido un despacho con cargo, porque los que sólo han querido sacar un provecho, los que han fingido y exaltado una supuesta amistad con la misma algarabía que aquel que se ha excedido en el número de copas y besa a todo el bar, abandonan el barco con suma facilidad, al estilo de ciertos roedores, y por eso (“Recuerda que eres mortal”) sigo sin comprender las actitudes y comportamientos de algunos que, por muchas ventosas que tengan, por muchos dossieres que guarden, por muchos extraños compañeros de cama que hagan, por muchos traseros que laman, por muchas espaldas que palmeen, por muchas veces que cambien de chaqueta, actúan impunemente como si su estatus fuera a ser permanente: queridos, los idus de marzo terminan por llegar (fijaos que delicado soy, que no he hablado de San Martín para que nos sintieseis heridos), el tiempo es implacable (aunque a veces se tome demasiado ídem para actuar) y termina por colocar a cada uno en su sitio.

   Pero, superviviente por naturaleza, hasta de lo peor hay que sacar partido, extraer una enseñanza, quedarse con lo positivo que pueda tener, y resulta que desde hace prácticamente un año voy poco a poco sintiéndome mejor conmigo mismo, más libre, más tranquilo, más yo y, sobre todo, más digno, más ligero y, eso sí, enamorado como el primer día o tal vez mucho más porque cada día reafirmo mis motivos, mis emociones, mi plenitud cuando siento que comparto mi vida con el mejor compañero, el apoyo más firme y honesto, el vigilante de mi corazón, el que intenta evitarme sufrimientos, el que me advierte de los posibles peligros, el que tiene mucho más olfato porque, a pesar de los pesares y de mis muchas corazas, sigo teniendo tendencia a imitar a Blanche DuBois y confío excesivamente en la bondad de los desconocidos (aunque, y hablo con conocimiento de causa, suele ser más sincera que la de los conocidos). Pero gracias a Pablo he ido soltando mucho lastre, gente que no me aportaba nada e incluso me hacía sentir que les debía algo y a la hora de la verdad se ha demostrado que era más bien todo lo contrario; lo mejor es que mucho de este peso ha ido cayendo por sí mismo, sin necesidad de hacer nada, desprendiéndose a las primeras de cambio, casi sin que yo lo notara, haciendo mutis en silencio y evitando males mayores. Como aprendimos del gran Antonio Machado, conviene viajar ligero de equipaje, sin rémoras que te aten, sin estorbos; y puede ser que durante una época hubiera una buena relación, una amistad verdadera, pero cuando la podredumbre actúa, cuando los sentimientos se fingen o envenenan, es mejor quedarse con lo bueno, incluso con los recuerdos sublimados y/o mixtificados, y no empeñarse en estirar un chicle que perdió el sabor hace demasiado y que se ha convertido en una rutina, en algo innecesario, en algo decepcionante. Se dice que pedimos demasiado a los amigos, cosas que nosotros no haríamos, y puede que sea cierto, pero lo malo es cuando alguien te ofrece su sostén, su ayuda, su implicación sin que tú lo reclames y, a la hora de la verdad, den excusas vanas (o ni eso) e incluso falten a lo que pregonan públicamente, escondan el rabo entre las piernas y si te he visto no me acuerdo (y lo peor es que pretendan convencerte de que hacen lo correcto, cuando están bailando el agua a aquellos a los que se supone desprecian y cuya autoridad no reconocen; por fortuna, muchos de esos ya no están cerca, hace tiempo que pasé página y he descubierto que no me apetece volver atrás, y no pasa nada si una revista en la que confiaba, a la que seguía y defendía, jamás publica una entrevista con Pablo que lleva meses congelándose en la nevera: hay tanto bueno por leer (aunque la mediocridad sea la norma, se trata de buscar) que no la echaré de menos; da igual si aquel te dice “te daré publicidad” y el otro “os recomendaré” y nada de nada: hay muchos que lo hacen sin alardear, sin darse bombo, simplemente porque así lo quieren, porque las obras son amores.


   Qué curioso me resulta en este momento recordar que en una ocasión, poco antes de uno de nuestros viajes a Londres, el buen y talentoso amigo Emilio Delliafonte me dijo que quería hacerme un retrato, una simpática (y espléndida, podéis encontrar el resultado en el siguiente enlace: http://delliafonte.blogspot.com.es/2011/01/oscar-lopezlocutor-de-rne.html) y yo le pedí que, ya que me marchaba, me colocase junto a Pepe Pótamo y Soso, dos de los personajes del universo de Hanna Barbera, en su globo mágico, el que tanto envidiaba cuando niño porque podía transportarte a todas partes. Y ahí me ven ahora, de alguna manera, soltando el lastre necesario para volar más alto (y reservándome por el momento el Hipo Grito Huracanado, porque el mejor desprecio es no hacer aprecio), dejándome llevar por ese viento que mueve mis alas y saca lo mejor de mí, ¿cómo voy a echar de menos a nadie si le tengo a él?, gracias al cual vuelvo a disfrutar con la escritura, el que lima mis asperezas y llena mi corazón: PABLO (“Did you ever know / that you´re mi hero / and everything I would like to be? / I can fly higher / than an eagle / for you are the wind / beneath my wings”).