martes, 29 de abril de 2014

CICATRICES IMPOSIBLES DE BORRAR





   Uno, que tantas veces se ha reconocido aficionado al género policiaco, que tantas horas ha empleado (en contra de lo que le aconsejaban a veces “porque resulta indigno de un lector como tú perder el tiempo en esas novelas” -¡Ay, cuántos aupados a pedestales que no les corresponden y lo que se pierden allí subidos!-) en beberse todo lo que caía en sus manos si prometía asesinato, misterio, robo, rompecabezas (y, así, sentí que me hacía adulto en mi afición al interesarme por un libro que rezaba algo así como “una detective se hace internar en un manicomio para resolver un crimen”, es decir, Los renglones torcidos de Dios), del mismo modo ha sido (y es) fiel seguidor de las series (no de todas, tarea titánica por su modo de proliferar, pero sí de unas cuantas cada temporada) y películas que se articulan en torno a este tipo de tramas, vive con especial emoción el momento (por fortuna, muy prolongado en el tiempo) en que la crítica no es reacia a alabar las bondades de los autores (antaño sólo los más grandes, los indiscutibles, los que se consideraba que ejecutaban obras que, aunque camufladas bajo determinada etiqueta, poseían un fuste, una ambición, una altura literaria que se negaba a lo que era mirado con desdén por su carácter ínfimo –e incluso a escritores que hoy casi nadie discute se les ninguneaba o aplaudía lo justo o, en ocasiones, no se quería reconocer que eran los más ortodoxos para no rebajar el nivel de los que se congratulaban de sus hallazgos y por eso inventaban acepciones, eufemismos, otra categorización que eludiese el adjetivo maldito-), en que la oferta es muy abundante (incluso excesiva, siempre sucede así), en que este tipo de narraciones ha recuperado una de sus principales características (el análisis de la sociedad, sus taras, sus miserias tangibles y las que se intentan sepultar bajo una gruesa alfombra de apariencias, las corrupciones de cualquier poder, actualizando los esquemas, incorporando si conviene las novedades tecnológicas, en definitiva, utilizando las convenciones del género para preguntarse, sacar a la luz, diseccionar el aquí y el ahora –no olvidemos que ese era el interés primordial de señores como Raymond Chandler, Chester Himes, Horace McCoy o Ross Macdonald, lo que no era óbice para que diseñasen tramas apasionantes, historias entretenidísimas, búsquedas de criminales llenas de giros, sorpresas y pistas esquivas-). Y, por otro lado (o abundando en lo mismo: en la ausencia de complejos), podemos divertirnos enormemente con novelas que sólo buscan la evasión, la adicción, el juego de lógica, el que sigue funcionando (y deleitando, asombrando y complaciendo) si lo plantean Agatha Christie, Arthur Conan Doyle, Rex Stout o tantos otros, el que heredaron y engrandecieron Patricia Highsmith, Ruth Rendell, Donna Leon, P. D. James, Anne Perry (se me permitirá que, con toda la intención, sólo seleccione mujeres), el mismo que en España ha gozado y goza de muy buena salud gracias a la aportación y particularización llevada a cabo por Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Alicia Giménez Bartlett, Jerónimo Tristante y tantos otros que harían esta lista interminable (y no se me diga que mezclo churras con merinas, que uno escritores de muy diverso aliento, con intencionalidades muy distintas e incluso antagónicas, puesto que el propio género lo propicia al no aceptar una única denominación y todos los nombrados asumen, aceptan, reivindican el escapismo, la emoción, la turbación, alejándose de engolamientos o intelectualizaciones innecesarias, llamando a las cosas por su nombre y escribiendo maravillosamente bien–y cuando alguien sea capaz de no engañar al lector al modo en que lo consigue la autora de El asesinato de Rogelio Ackroyd con lo que podría quedarse en un pie forzado pero es una de las resoluciones más brillantes (y copiadas, aunque sin rozar el mismo resultado) y transgresoras jamás llevadas a cabo, aceptaré algunos de los epítetos que le dedican los que, en su mayoría, no se han molestado en abrir uno de sus libros-), sin olvidar la espléndida y sorprendente revisión llevada a cabo por lo que se engloba bajo el epígrafe de “novela negra escandinava”, otro ritmo, otro tono, una atmósfera ominosa y opresiva, narraciones psicológicas en las que importa tanto o más a dónde llevarán o cómo influirán las investigaciones en los que las llevan a cabo que el propio embrollo en sí (y ahí están Henning Mankell, Johan Theorin, Anne Holt, por no mencionar el fenómeno mundial que rompe moldes conocido como Millenium, aprovechando la ocasión para recomendar encarecidamente la serie Bron, la original, la producida entre Suecia y Dinamarca –igual que une a los dos países el puente que le da título-, con un personaje que, por derecho propio –y por la interpretación de Sofia Helin-, ya figura en los anales del género: Saga Norén).

   Y el caso es que Pablo acaba de terminar su acercamiento al universo de Patricia Cornwell al leer la primera novela protagonizada por la doctora Scarpetta (y está entusiasmado porque está muy bien escrita y porque, dice, es de esas historias que tanto nos gustan “en las que aparentemente no pasan nada”, esas ante las que más de uno que luego se las da de intelectual arruga el hocico porque en el fondo sólo quieren lo más elemental, esas que se paladean, que envuelven, que dosifican, esas que van dejando un poso y un peso, esas que no precisan de golpes de efecto, esas que trabajan por acumulación, es decir, y perdón por repetirme pero conviene hacer hincapié en ello, esas muy bien escritas) y que un servidor estuvo leyendo estos días una muestra más del inagotable y prodigioso talento de Georges Simenon, nombre fundamental a la hora de comprender el modo en que, por así decirlo, la novela policiaca se hizo mayor y varió los cánones; un magnífico creador de tipos, de ambientes, estudiando la influencia que ejercen en los caracteres, en las rutinas, en las acciones, en los impulsos criminales, el lugar en que uno reside, los locales que frecuenta, quiénes son sus vecinos, primando lo íntimo, lo anecdótico, los sucesos históricos, lo cotidiano, por encima del misterio al uso, aunque sabe trenzarlo y desarrollarlo con maestría cuando lo precisa, en cuyo epicentro encontramos con una de las creaciones más apabullantes que ha dado la literatura mundial: el comisario Maigret, huraño, bronco, con una furia interna que no siempre controla, comprensivo con el que piensa que lo merece sin importarle de que esté acusado, desconfiado, incluso rencoroso, ante cualquier privilegiado, enorme sabueso que olfatea el mal, que lo identifica por una variación en el aire, tremendamente sensible a los fenómenos climatológicos, terrible pero irresistible. Precisamente he terminado La muerte del señor Gallet, uno de los títulos en que a Simenon menos le importa ir diseminando pistas, ya que no busca la complicidad del lector desde esa perspectiva (aunque sabe crear unas cuantas incógnitas que nos obliguen a mover la materia gris) sino implicarlo emocional, social, personalmente (si bien es cierto que se dirige a personas que vivían en Francia en 1930, el asunto principal aún resulta relevante), y ha sido la mejor manera para poner colofón a una lectura que me ha satisfecho enormemente y que me hizo rememorar al escritor belga y a su criatura (por eso necesité zambullirme en algunas de las páginas a él debidas en las que el comisario fuese protagonista): me refiero a Clavos en el corazón de Danielle Thiery que ha publicado hace poco en España La Esfera de los Libros con traducción de Julia Alquézar.

   Desde sus primeros compases, hay un eco en sus páginas que lleva a pensar en Maigret, sin que eso suponga un mero ejercicio de imitación o sin que el neófito quede excluido por el uso de un código restringido: es una comunicación interlineal que apuntala la narración, un referente que sobrevuela, un guiño cómplice que aporta seguridad, un reconocimiento que resulta confortable al iniciado, puesto que el comandante Revel tiene un aire familiar, una personalidad pareja a la de su antecesor, aunque no se queda en el mero remedo y muy pronto comienza a desarrollar la suya propia. Daniele Thiery posee una escritura muy rápida, muy efectiva, lo que no le impide fijarse en los detalles, ilustrar perfectamente escenarios y sobre todo temperamentos, idiosincrasias, hacer reconocibles a sus criaturas, humanizarlas para que, más allá del necesario artificio que debe mover una historia de este tipo, establezcamos comunicación con ellas, las comprendamos o rechazamos a conveniencia del tono, de la situación, de la progresión, pero jamás nos resulten ajenas; Revel llega a nuestras vidas con un equipaje demasiado pesado, con un interrogante grabado a fuego en su corazón, con la autodestrucción como forma de vida (todo un oxímoron filosófico, para que se compruebe el alcance de la narración, sin que eso suponga parrafadas abstrusas o meandros prescindibles), una manera de encarar su profesión, las relaciones con los demás, que se convierte en el elemento central en torno al cual pivotan el resto de subtramas y, por supuesto, las incógnitas, los crímenes que deben resolverse. Que el comandante posea estos rasgos tan poderosos, que a veces nos mueva a la piedad, otras al dolor, algunas a la admiración y muchas a la incomprensión, enriquece enormemente una clásica trama jugada en dos tiempos (al modo de lo que ha conseguido con mano maestra Toni Hill en sus dos primeras novelas, El verano de los juguetes muertos y Los buenos suicidas, de las que esperamos impacientes la continuación), ese eterno retorno a los casos no resueltos, a los que continúan abiertos, a los que impiden que las heridas emocionales restañen, más agudizado aquí, puesto que Revel querría poner punto y final a lo que desde hace diez años es su obsesión, un martilleo constante en su conciencia, un barrenar constante que le horada el alma, que le incapacita para las relaciones de ningún tipo, que le lleva a obsesionarse hasta la extenuación y la aniquilación física y mental con lo que debe resolver como policía, que le hace involucrarse más allá de cualquier límite lógico, dar vueltas a lo sucedido cierta noche de diciembre de hace diez años en que su mujer desapareció sin dejar rastro, momento en que el mundo pareció detenerse, culpabilidad que arrastra y con la que se hiere con saña, la misma que arroja sobre los demás, víctima y verdugo en una ambivalencia peligrosa que toma una deriva hacia el abismo, sin remisión y con una onda expansiva de amplio diámetro.

   Clavos en el corazón sabe escarbar, profundizar, llevarnos a extremos desasosegantes (¿Cómo reaccionaríamos nosotros en circunstancias parecidas? –sí, ya sé que no son deseables ni susceptibles de ocurrir, aunque están narradas con tal verismo que, qué quieren que les diga, la experiencia demuestra que la realidad siempre termina por superar a la ficción-), pero, por encima de todo, es una novela que cumple la función fundamental del género en que se inscribe (tal vez sólo pueda achacársele que la resolución, creíble, honesta, plausible, lógica, se haga mediante informes policiales, fríos, solemnes, profesionales, que rompen un tanto con la humanidad del resto de la narración) y que, al tiempo que nos obliga a leer compulsivamente, hace que pensemos en esas llagas que, aunque creamos sanadas, están más a flor de piel de lo que desearíamos, demasiado cerca del corazón, acumulando sangre y pus, latiendo frenéticamente, a punto de estallar en cualquier momento y supurar torrentes incontenibles de humores que envenenen nuestra existencia.