martes, 18 de noviembre de 2014

HABLAR EN PASADO, SENTIR EN PRESENTE (Y EN EL FUTURO)



  




    Hay que volver a escribir, por supuesto; de hecho, la última conversación coherente y lúcida –porque así se mantuvo hasta menos de veinticuatro horas antes de su muerte-, las últimas palabras que cruzamos que no hiciesen referencia a su enfermedad y al estupor/incomprensión/aprensión porque su estado no mejoraba (con temor por mi parte, con cansancio por la suya –pero sin imaginar que el cruel desenlace estaba tan cerca, casi nos tocaba con los dedos-) versaron sobre mi futuro profesional, sobre un nuevo proyecto que empieza a cristalizar, sobre las posibilidades que se iluminan al fondo del túnel, sobre mis artículos junto a Pablo, sobre la entrevista que mantuve con Mayra Gómez Kemp, en definitiva, vigilante, paternal, preocupado hasta el final por todos nosotros. Y aunque no querría este regreso (sigo sin creerme del todo que lo sucedido hace una semana haya tenido lugar, rememoro –todavía sangran con profusión, esas heridas no restañan tan rápido, no lo hacen nunca aunque el caudal disminuya- lo vivido desde el pasado lunes y me parece estar teniendo una pesadilla, alucinaciones, percibo la realidad como con sordina, con imágenes distorsionadas en los bordes, nimbadas para que un espectador perciba que sólo pasan en la mente del que las evoca o proyecta), aunque jamás pensé que todo se precipitase de esta manera y que el siempre abrupto final (por mucho que lo intuyas, aunque te lo pronostiquen, jamás llegas a poder hacerte a la idea, ocurre a destiempo) nos dejaría la sensación de haber sido estafados, necesito poner algunas palabras en negro sobre blanco, intentar dar cauce a tantas emociones como se me han agolpado, manifestar mi agradecimiento por tantas muestras de cariño, de interés, de aprecio, de amistad, de amor, ser la persona de la que mi padre pueda estar orgulloso siempre.
   Cuando Pablo se inclinó sobre mi cama para decirme que mi hermana (que iba esa mañana porque era festivo en Madrid) había encontrado muy mal a mi padre cuando llegó al hospital para estar con él durante la comida (manejaba los cubiertos, masticaba, rechazaba lo que no le gustaba, se quejaba de que la sopa no tenía sal, es decir, aún tenía autonomía aunque cada vez estuviese más débil y con alguien acompañándole estaba más cómodo y parece que se obligaba a ingerir algo más -¡Él, que nunca tuvo problemas de apetito, ahora rechazaba casi todo porque o su cuerpo no lo retenía o le costaba mucho esfuerzo tragar o no se veía con ánimos para afrontar como poco una mala, larga y muy pesada digestión, eso por no hablar de otras secuelas!-), que incluso había avisado a mi madre –en cuanto le acostaron, ya que estaba en el sillón pero, al contrario que en días anteriores, pidió que le tumbasen porque los dolores habían regresado con virulencia y ensañamiento, aunque mi hermana ya lo había hecho, él se lo pidió, quería que mi madre estuviera cerca, su cuerpo debió advertirle de que entraba en barrena y que ahora al menos era capaz de reconocer y comunicarse con los demás-, cuando Pablo rompió mi descanso –al que me obligaba porque el resto del tiempo se iba en llamadas, preguntas, idas y venidas al hospital- reviví el fatídico minuto en que, apenas un año antes, hacía algo similar porque le avisaban desde Coruña del fallecimiento de su padre (que también ocurrió a traición, único modus operandi que conoce la parca), memoria reciente y lacerante que nos ha atenazado desde que el diagnóstico del mío dejó de ser una suposición, un sobresalto, una sombra ominosa y la quimioterapia se convirtió en una palabra de uso común, en la cruda realidad, en la aparente única solución, orfandad que Pablo puso a buen recaudo para acompañarme, acunarme, sosegarme, allanarme el camino, ocultándola, refrenándola para que la mía se fuese aposentando, consintiéndome desánimos, ahogos, rabia, lágrimas, siendo un bálsamo, un cobijo, un apoyo indispensable, un escudo protector, dando muestras de una generosidad inagotable, callando su dolor, amándome más allá de lo que creo merecerme, derrochando toneladas de afecto a las que jamás podré hacer justicia ni corresponder como debería, como él se merece. Y aunque la situación era grave parecía estable, controlada, no nos hacíamos falsas ilusiones, conocíamos el alcance del enorme tumor, su voracidad, su implacabilidad, pero todo hacía pensar que aunque imparable se mantendría un tiempo adormilado, atontado, noqueado por el tratamiento, pero parece ser que sucedió todo lo contrario y que, como ellos tampoco saben a qué se enfrentan, como el enemigo es esquivo, mutante, imprevisible, los propios médicos (especialmente la oncóloga que le correspondió, también los de guardia que asistieron a su rápido deterioro, a su consunción, sin falseamientos pero con ese irritante vocabulario placebo que parece ser el único que usan en esa planta y con esos enfermos, abusando de los diminutivos, con soniquete animoso, mientras que los auxiliares, el personal de enfermería, el que verdaderamente brega cada minuto, el que conoce el alcance de la enfermedad sin necesidad de escáneres, el que conforta, auxilia, responde, se implica, mientras estos grandes profesionales hacen el trabajo sucio y dan la cara) se vieron superados, impotentes, incapaces y, tras unas horas malas en las que se impuso el oxígeno pero en las que fue capaz de merendar y de responder con criterio y entereza, en las que conservaba su genio, empezó a perder la noción, precisó sedación porque se agitaba por los dolores que le carcomían, entró en delirio, a veces abría los ojos tan campante y preguntaba por qué no nos íbamos “si ya hemos pagado” o “cuándo se termina este trabajo” en referencia al oxígeno que le molestaba en la nariz, para no volver a decir nada con una mínima coherencia, ninguna palabra comprensible más allá de gemidos, estupor, agitación en lo que creímos era el momento definitivo aunque éste aún tardó varias horas en producirse (pero, al menos, después de ese episodio, aumentaron la dosis de morfina y empezó a respirar con cierta calma, que fue en progresión según se iba apagando hasta que, imperceptiblemente, en un momento dado fuimos conscientes de que ya se había marchado).
   Fue un padre que respetó nuestra independencia, que recriminó muy pocas cosas, que se guardó muchas para no discutir, que evitó malos tragos, que procuró mantener la concordia, que se entregó a los demás, que cuidaba y atendía a todo el mundo, tal vez no fuese el más cariñoso, el más expansivo, pero nunca faltó una palabra de aliento, de celebración por nuestros logros, de apoyo o de consuelo, alguien que intentó comprender antes de juzgar, en palabras de mi sobrino fue “el mejor abuelo que un niño ha podido tener”, así se lo susurraba mientras aferraba su mano para calmar su agonía, a su lado tal y como siempre estuvieron (con él iba al parque por las tardes, él le recogía del colegio –excepto un breve periodo en que lo hacía yo porque Radio Intercontinental está muy cerca del Liceo Italiano donde Alberto ha estudiado hasta el pasado junio-, con él ha compartido muchas horas, él ha sido su figura paterna y eso es algo que dice su propio padre), mientras íbamos asumiendo y enfrentándonos a la situación, a ratos llorosos, a ratos temblorosos, rememorando anécdotas, intentando descansar algo para cuando nos necesitase, procurando que mi madre estuviese cómoda (aunque era la más tranquila: se había estado despidiendo de él en las horas previas), el niño (siempre será tal por mucho que tenga dieciocho años y esté en la Universidad) se mantuvo muy cerca, mirándole la cara, con una entereza envidiable, sostenido por el amor que había recibido, el mismo que ahora le entregaba diciéndole “¿ves lo bien que lo has hecho? Aquí estamos todos, no vamos a dejarte solo, hemos venido a acompañarte”, conmoviendo y emocionando, demostrando que la herencia de dignidad, bonhomía y nobleza había sido comprendida, utilizada, revivida. Y, por supuesto, los amigos, los que así han de ser llamados porque lo demuestran sin que nadie les exija nada, estando, siendo, anulando desencuentros, derribando distancias, poniendo por delante a la persona, sin cicaterías, arrasando muros, tendiendo puentes, dando sin reclamar nada, queriendo, dotando de contenido y aliento una palabra, una frase, un abrazo, un mensaje, una llamada (y cómo quedan al descubierto los falsarios, los inanes, los que sólo buscan sonrisas, los de conveniencia). En estos momentos duros, aunque uno quiera distancia y soledad, los amigos sinceros están al acecho por si pueden ayudar, saben respetar mi espacio, ese en el que sólo necesito a Pablo (y a Dobby), pero que ellos ayudan a construir y preservar, en el que saben son bienvenidos porque, sin duda, son parte del legado de mi padre: mantener cerca a tantas buenas personas que dan calor, estrechar esos lazos y forjar nuevas alianzas, saber vestirse por los pies y comportarse de manera que los inevitables errores tengan cada vez menos incidencia, no perturben las relaciones (antes al contrario, las refuercen), eso es algo que aprendí de él y a lo que nunca renunciaré (y como se queda dentro de mí, como ya voy notando cómo busca su acomodo, recurriré a su juicio cuando tenga alguna duda).