martes, 23 de agosto de 2016

MUCHOS LIBROS SON PARA EL VERANO





   Antes de saber quién era Faulkner ya vivía (y esperaba con impaciencia) el largo y cálido verano -título, por cierto, que corresponde a una de las partes en que divide El villorrio, no es el de ninguna de sus novelas como a veces afirman gentes sin conocimiento por mucho que publiquen, hablen, aparezcan en medios de comunicación-, así es cómo recuerdo esos meses si me remonto a mis primeros años, fueron varias las ocasiones en que no hubo posibilidad de salir de veraneo, no eran años muy boyantes, y, por lo tanto, fui niño (aún más) urbanita, viví eternas sobremesas en las que el sopor, el silencio, un sol implacable y aplastante se imponía, pero era agradable resguardarse en casa de la tía, bajaba todas las persianas, mantenía el fresquito, yo me tumbaba en una sábana vieja en el sueño, dormitaba un poco después de la serie de sobremesa (mientras el tío Miguel dormía el final de la etapa del Tour), escuchaba música con los cascos, esperaba que el calor fuese dando tregua, que los rayos del sol perdiesen fuerza y no diesen directamente en el patio para salir a sentarme y leer junto a la abuela que cogía una revista y “echaba un rato” antes de ponerse con la cena (también salía la señora Matilde, una vecina de toda la vida, también con alguna revista -se las intercambiaban-, aunque le gustaba mucho pegar la hebra y a veces era imposible concentrarse en el libro). No negaré que en algún momento la rutina se hacía un poco cuesta arriba, que a veces me apetecía algo más de actividad, incluso hubo ocasiones en que estaba deseando que algún fin de semana fuésemos a ver a los Cela a Morata de Tajuña (ya ven qué desesperado puede llegar a estar uno a veces -aunque no negaré que hubo momentos muy divertidos e inolvidables, entre ellos los asociados al tiempo en que Emilio, el hijo de la familia que tenía mi misma edad, y yo empezamos a juguetear, a sobarnos, a tener relaciones -pero eso, hasta que algún día me anime a contarlo más prolijamente, queda por el momento sólo esbozado, explicando, eso sí, que cuando empezamos con la historia ya teníamos unos trece años o así-), que me agobiaba un poco el momento de regresar a las aulas y escuchar como la mayoría de mis compañeros habían dejado Madrid al menos unos días, pero en ese sentido siempre he sido de fácil conformar, al menos venían de visita los nietos de la señora Matilde que vivían en Bilbao y alquilábamos películas (cuando llegó el vídeo), siempre íbamos al Parque de Atracciones, hacíamos alguna excursión, al margen de que teniendo cerca libros o los cines del barrio que en esa época aún funcionaban a pleno rendimiento, mis entretenimientos más queridos (y para los que no necesitaba a nadie -bueno, algunos sábados iba con los tíos, primero a comer una hamburguesa, y vimos maravillas como Papillon, El color púrpura, Carros de fuego, Amadeus y algunas otras-, pero no había que ), pudiendo dedicar todo el tiempo del mundo a mis pasiones, sin interrupciones molestas (es decir, clases, deberes, exámenes), parecía que el verano no iba a terminar nunca, es por eso por lo que antes decía que, a pesar de los rigores de Madrid en esos meses (sí, ahora andaremos con lo del calentamiento global, las olas de calor africanas y todo lo demás, pero antaño había que economizar, las casas no estaban acondicionadas, las altas temperaturas -y las bajas- se sentían con más intensidad), el verano era una meta, una liberación, un triunfo, una enorme alegría que se iba fraguando meses antes, sobre todo en lo que a acumular libros se refiere, aunque siempre he sido voraz en ese terreno, aquellos tomos de Los Cinco Investigadores que se me antojaban más apasionantes (bien porque Joaquín ya los había leído y decía que era los mejores, bien porque sólo el título ya prometía emoción a raudales), algunos de Agatha Christie que quedaban aparcados, libros de mayor enjundia según fui creciendo y la complejidad (o volumen) de lo estudiado obligaba a dedicarle muchas horas, siempre iba elaborando una lista para el verano, inacabable, imposible cumplir los objetivos, hubiese necesitado más meses, pero sí fueron cayendo La historia interminable, El nombre de la rosa, Cumbres Borrascosas, El largo adiós, Jane Eyre, Capitanes y reyes, no me cabe duda que esos los leí en verano -Madame Bovary no, El amor en los tiempos del cólera tampoco-, también en verano (ya en la época universitaria) intenté el Ulises, era una promesa que le había hecho a mi querida Mercedes, esa maestra, incluso leí primero la Odisea -que me entusiasmó-, pero Joyce pudo conmigo -como me decía una amiga de aquel momento, se me veía el sufrimiento mientras pasaba páginas, intentando convencerme de que me gustaba-, nadie es mejor ni peor por el hecho de haberlo terminado y comprendido, sobre todo porque más de uno de los que afirman haber hecho ambas cosas seguro que mienten, sobre todo en lo segundo -hay quien confiesa, exigiendo anonimato y discreción, no soportarlo pero no lo dice en voz alta “porque me mirarían mal”-.
   Y el caso es que para este verano achicharrante reservé una lectura que me apetecía porque la esperaba como ha sido, refrescante, adictiva, veloz, emocionante, se trata de la segunda novela que Maurizio de Giovanni ha dedicado al inspector Lojacono, Los bastardos de Pizzofalcone, que apareció a principios de año en la tantas veces aplaudida en este blog colección Roja & Negra de Reservoir Books (con traducción de Celia Filipetto, dato que incorporo gracias a la indicación de una amable lectora -¡Qué pocas veces reconocemos la labor de aquellos que nos permiten el acceso a tantas obras literarias que, de otro modo, no podríamos leer!-). El arpa sonó hace un tiempo al ritmo que el escritor napolitano inspiró desde la serie que le ha hecho tremendamente popular y que en España publica Lumen, las historias protagonizadas por el comisario Ricciardi en el Nápoles de los años 30 en pleno apogeo del fascismo, era tiempo de regresar a sus páginas y detenerse un poco en estos libros que retratan una ciudad que el escritor conoce muy bien porque es la suya, porque sigue residiendo allí, porque la convierte en uno de esos escenarios que tienen influencia sobre los personajes, que a ratos parece uno más, porque no hay reconstrucción histórica, porque habla de ahora mismo, del momento en que escribe, porque es un castigo para Lojacono, le destinan allí como destierro, para que pague unos crímenes que no ha cometido, porque es alguien permanentemente desubicado, también (o sobre todo) en las relaciones personales (de Giovanni parece tener predilección por héroes que no pretenden serlo, que arrastran cargas muy pesadas, que por unas razones u otras se enclaustran en un comportamiento poco comunicativo cuando no directamente asocial), porque, sin embargo, va aceptando que ese es ahora su lugar (decir “hogar” tal vez sea decir mucho), que lo mejor que puede hacer es seguir siendo fiel a sí mismo pero asumiendo que pertenece a Nápoles, que ahí debe sobrevivir, y el caso es que su perspectiva ha cambiado del primer título -El método del cocodrilo- a este segundo, ha adquirido otros matices, “el inspector iba cambiando de idea sobre aquel lugar tan extraño. Había dejado de considerarlo sólo una especie de cárcel, un destierro al que lo habían condenado a causa de una maldita difamación, una pena impuesta sin juicio ni procedimiento contradictorio, y estaba intentando conocerlo mejor, aunque más no fuera para poder trabajar ahí; un policía, pensaba, debe respirar la ciudad en que trabaja. Debe saborear sus silencios, sus vacilaciones; olfatear el miedo y la desconfianza, la indiferencia y la arrogancia para poder combatirlas, de lo contrario, está acabado”.
   Y ahí es donde de Giovanní entronca con Simenon, pendiente del estado anímico de los involucrados en un crimen más que del propio crimen, primando esas emociones que van a proporcionar claves, nos van a ayudar a comprender por qué se cometió ese asesinato y de ese modo, la explicación va a ser siempre coherente, verosímil, en ocasiones ha estado delante de nuestros ojos desde el principio, sin duda hay que aplicar la lógica, hay que mover las células grises de Poirot, pero también utilizar el corazón, atender al comportamiento humano como hacen la señorita Marple o el padre Brown, desentrañar el lenguaje oculto de gestos, rutinas, ruptura de las mismas, analizar los afectos y desafectos de la víctima (y de los sospechosos), así lo escribe de Giovanni en un momento dado hablando del trabajo policial, “Llegarán. (…) Escarbarán en las frases, en las expresiones. Tratarán de captar el dolor de los sentimientos, husmearán como perros en busca de un motivo para el odio. (…) no hurgarán en el amor. Sin embargo, a veces es precisamente el amor lo que pone fin a la vida”. Puesto que en Italia ya se han publicado tres títulos más, podemos afirmar que El método del cocodrilo fue una presentación, una especie de estimulante prólogo para que la serie cogiese impulso, y que con Los bastardos de Pizzofalcone ésta arranca sin remisión, claramente tributaria de las novelas de Ed McBain pero con su propio aliento, con particularidades que la caracterizan, emparentando con la de Ricciardi por el tono amargo, por cierta estructura a la que de Giovanni parece aferrarse pero con la que siempre consigue despistar o al menos sembrar dudas cuando todo puede parecer bastante claro, por su ritmo implacable pero jamás acelerado, por el retrato preciso y detallista de personalidades que enriquece la trama, la bifurca, por una ambigüedad muy medida en las páginas en primera persona, recurso que es una de sus señas de identidad, a veces redundante o un tanto forzado, pero en general muy acertado y controlado para que no rompa las costuras de lo meramente policiaco. Y es ahí donde se permite reflexiones, emociones, confesiones, textos en apariencia inconexos que van encontrando su lugar según el lector avanza, que incluso variarán el tono con que fueron leídos al tener claro quién los pronuncia, quién se lamenta, quién habla consigo mismo, que se interpreten de forma diferente cuando se acoplen definitivamente, cuando las piezas que de Giovanni gusta disgregar durante muchas páginas van encajando en la posición adecuada, pistas lanzadas al aire que a veces se desechan y otras se captan a la primera, no importa, más allá del necesario y bien trenzado interés por quién cometió el crimen, lo que al autor le preocupa aún más, lo que atrapa al lector, es la telaraña de pasiones que siempre teje, empezando por la que se establece entre los personajes principales, esos que, junto a los ya conocidos Lojacono, a Letizia, a Marinella, a la dottoressa Piras, son presentados aquí y dan título a la novela, ese grupo de policías conocido como “los bastardos de Pizzofalcone” y que, a buen seguro, nos van a hacer pasar muy buenos ratos (si se publica pronto el siguiente tomo, tal vez no espere en esta ocasión hasta el próximo verano: de Giovanni engancha).