Lo de las expectativas que uno lleva antes de ver un espectáculo, comenzar un libro, conocer a alguien de quien te han hablado largo y tendido no es algo que se pueda controlar fácilmente (por muchos esfuerzos que hagas, en más de una ocasión brotan sin que te des cuenta hasta el momento en que no puedes sacártelas de encima) y da igual de qué signo sean: tanto da que esperes lo peor como que anheles lo mejor, en ambos casos la sorpresa puede ser mayúscula (excepción hecha de esas personas que llevan el guión escrito y, a pesar de los pesares, jamás dan su brazo a torcer y cacarean hasta la extenuación lo que llevaban días diciendo –“ya sabía yo que no me caería bien tu primo”, “te dije que este escritor jamás hace algo que me apasione”, “esta fiesta de cumpleaños estaba condenada de antemano”-, especialmente en lo que a lo negativo se refiere), por muchas ganas que le pongas o mucha desidia que sientas nunca puedes prever al cien por cien tus reacciones ante lo desconocido (es parte de la chispa de la vida, una de las mayores satisfacciones: dejarnos sorprender) y no hay fórmulas que sirvan para intentar contener la decepción o el asombro (eso de “no espero nada y así todo saldrá mejor” funciona sólo a veces… como todo). El caso es que hace unos meses Pablo descubrió que la mítica Patti LuPone (se ha ganado el título, eso me parece indudable) anunciaba una serie de conciertos íntimos, sólo acompañada por un pianista, en los que repasaría algunos de los hitos de su carrera, lo que significaba pensar en Evita, Los Miserables, Sunset Boulevard, Anytihng Goes, Gypsy o Sweeney Todd; teniendo en cuenta que iba a estar unos días en Londres, no hay ni qué decir que, pensando en celebrar el cumpleaños de Pablo de esa manera, nos apresuramos a buscar entradas (después se produciría el anuncio de que Barbra visitaba Europa fugazmente, recalaba también en la capital británica, y hubo que hacer virguerías con el presupuesto –de haber sabido antes esta circunstancia, lo de Patti ni nos lo hubiésemos planteado-).
Tal vez sea ahora el momento adecuado para explicar que nunca he sido un
gran admirador de esta mujer: no puedo poner en duda sus capacidades vocales,
su derroche de fuerza, sus notas alargadas más allá de lo que puede
considerarse humano, pero siempre me ha resultado demasiado fría, sin verdadera
capacidad interpretativa (es una apreciación muy personal, por supuesto, pero
no me conmueve, no me emociona, aprecio su técnica pero eso es quedarse en la
superficie cuando se encarnan roles como Eva Perón, Mama Rose o Mrs. Lovett). Gracias
a los consejos de Pablo, un buen amigo (quien, por cierto, nos acompañó en este
para nosotros tercer viaje londinense en poco más de un mes) pudo ser testigo
de su último gran éxito en Broadway, la reposición de Gypsy, y regresó enamorado de la obra (no podía ser de otra manera:
es uno de los musicales más perfectos, más rotundos, más vitales e intensos) y
de la voz de la LuPone (a la que no conocía hasta ese momento); cuando
escuchamos la grabación en CD, convinimos en que era tal vez su mejor trabajo,
el más depurado, el que permite y consiente que su voz se eleve hasta la
estratosfera puesto que semejantes alardes están incluidos en la partitura,
aunque no llegaba a la excelencia de Ethel Merman (fue para su torrencial voz,
para su prodigiosa garganta para la que nació este espectáculo), la categoría
de Angela Lansbury, la ambigüedad de Tyne Daly, la versatilidad de Bette Midler
o el sello propio que imprimió a Mama Rose Bernadette Peters, algunas de sus
ilustres antecesoras a la hora de dar vida al carismático personaje (del mismo
modo, estaba muy lejos de la profundidad interpretativa que aportó la enorme
Rosalind Russell, aunque estuviese doblada en las canciones, en la versión
cinematográfica de 1962). Pero, al margen de esta no aversión pero sí poca
simpatía, poder contemplar a la diva de cerca, sin artificios ni envoltorios,
se me antojó la mejor prueba de fuego para saber si me convertía a su culto o
me mantenía en mi indiferencia ante sus virtudes (y, además, recordar la grata
experiencia de ver a la esplendorosa Chita Rivera o la inolvidable oportunidad
de gozar con la genial Debbie Reynolds en espectáculos similares, me llevó a experimentar
un emocionado temblor ante lo que se avecinaba).
Lo primero que nos chocó fue el lugar de la actuación: si bien es cierto
que en Londres das una patada y brota un teatro, un local, un escenario,
resultaba que jamás habíamos oído hablar ni visto ningún cartel que anunciase
el Leicester Square Theatre, lógicamente situado en una plaza con personalidad
propia, epicentro de la actividad que provoca cada día el mundo del espectáculo
en aquella ciudad; por fin descubrimos la causa, ya que está ubicado en una
pequeña callecita que sale de uno de los laterales de la misma, casi sepultada
por los carteles que anuncian las películas en proyección en uno de los cines
que la circundan y su entrada es muy pequeña, sin marquesina, sólo
identificable cuando sacan algún expositor que avisa de lo que allí puede
verse. Honestamente, nos dio bastante risa cuando fuimos a recoger las
entradas, ya que parecía que estábamos queriendo acceder a uno de esos clubes
clandestinos o sólo para socios o conocedores de la contraseña que facilita el
acceso, eso por no hablar de los locales para homosexuales en los que buscar
refugio cuando unas leyes restrictivas e inicuas castigaban el mero hecho de
amar en contra de lo que dictaba la moral imperante; pero el caso es que
volvimos a pensar en esto último cuando, tras bajar por una escalera
estrechísima, llegamos a la sala propiamente dicha: fue entrar en el túnel del
tiempo, pensar lo que pudo ser el Stonewall (acondicionado o no para una
actuación: hablo del ambiente, de las luces, de la camaradería de los
asistentes, de los estereotipos hechos realidad), evocar el momento en que
Lauren Bacall, encarnado a Margo Channing en Aplauso, canta y baila But
Alive en un garito (dicho con todo el cariño del mundo) similar. Y, al
mismo tiempo, empezamos a temernos lo peor: ese no parecía el marco adecuado
para una actuación como la que queríamos ver; para una muestra de stand-up
comedy sí, para un pequeño conjunto de jazz también, para un cantautor o
cantante de folk sin duda, pero, por muy pequeño formato que se pretenda, para
una estrella de Broadway se veía que era absolutamente inadecuado (una sala
como la añorada Pasapoga estaba mucho mejor acondicionada y, como se demostró
en seguida, con mayor capacidad lumínica –el sonido, como viene siendo
habitual, muy bueno, aunque se echó de menos alguna fuente más que hubiese
engrandecido un poco lo que sucedía en escena-).
Pero por fin comienza el show y uno vuelve a sentir ese agradable
cosquilleo por todo el cuerpo, anticipo del placer ante un espectáculo
regocijante; sin embargo, todo se interrumpe bruscamente porque irrumpe en
escena Seth Rudetsky, anunciado como presentador y pianista de la estrella,
alguien con un nombre propio en todo lo referente a teatro musical
(especialmente en EEUU), quien viene dispuesto a cubrir sus ansias de protagonismo
e ínfulas de divismo a costa de ocupar tres cuartos de hora en escena (con
algunos vídeos divertidos y sorprendentes, con comentarios ácidos muy bien
traídos –hablando, eso es cierto, un código muy para iniciados, aunque el local
predispone a eso, gran parte del público parece formar parte de la misma
cofradía, apostillando los chistes e incluso jaleando alguno de sus dardos-).
Cuando se retira, hay un breve descanso en el que muchos espectadores repiten
las gracietas de Rudetsky, rebullen en las butacas, se respira que Patti LuPone
juega en casa, algo notorio en cuanto irrumpe en escena porque la ovación, los
gritos, los jaleos, los piropos son dignos de una apoteosis final; pero puesto
que la diva ataca una de las canciones de Gypsy,
y lo hace con garra y entrega, podemos decir que se lo ha ganado y que nuestras
expectativas se agigantan; pero hay algo que chirría y es que Patti está
vestida como si la llamada para salir a escena la hubiese pillado por sorpresa,
como si llevase lo mismo con lo que ha llegado al local (éste no es para
lentejuelas ni brillos, pero una cosa es ser austera y otra parecer que te has
vestido para ir al supermercado con urgencia porque te quedaste sin leche en el
figrorífico). Da igual que explique que no puede llevar tacones, eso no
justifica que lleve unas manoletinas mondas y lirondas y unos pantalones pirata
para tener el tobillo cómodo; en fin, tomémoslo como extravagancias de diva,
¿por qué no?, puede que ese sea su sello.
Lo peor viene cuando lo que en recitales similares añade sal y gracejo
se metamorfosea aquí en una charla sin verdadera sustancia (y eso que la LuPone
sorprende por su sentido del humor y su cercanía), ya que el
presentador-entrevistador interrumpe demasiado anécdotas divertidas o
desconocidas, las palabras se suceden y las canciones van llegando con
cuentagotas; además, mientras ella se encoge de hombros o calla muerta de risa
o responde vaguedades, el amigo Seth ataca a Madonna, Glenn Close o la versión
cinematográfica de Los Miserables,
ante el aplauso enfervorecido de muchos que (estoy convencido de ello) también
se lo darán a ellas cuando corresponda (es ese tipo de público que no aplica
criterio alguno y pasan de una cosa a otra según modas). Y aunque hace una
buena versión de I Dreamed a Dream,
la pregunta es si pretendía que le diesen el papel de Fantine… ¡más de veinte
años después!; como el día que fuimos no canta nada de Sunset Boulevard sólo podemos remitirnos a las grabaciones para
reconfirmar que Glenn Close interpreta, vive, se transmuta en Norma Desmond,
mientras la LuPone está pendiente de redoblar y soltar el chorro de voz incluso
en las escenas íntimas; nadie espera que Madonna cante bien (o demasiado bien),
pero supo adaptar la partitura a sus particularidades vocales e ir matizando la
voz según avanza la acción, mientras que Patti interpreta algunos pasajes de Evita siempre en el tono más alto
posible, sin tener en cuenta si está camelando a Magaldi, haciéndose notar en
su llegada a Buenos Aires o preparándose para conquistar Europa. Pero, como
digo, ella parece dejar este trabajo sucio en manos de su acompañante, porque
sólo ríe, incluso parece comprender decisiones de directores y productores,
afirma que los amigos le han dicho que no vea Los Miserables, actuando como la zorra de la fábula de Esopo que,
muriéndose por hincar el diente a las uvas, como es incapaz de alcanzarlas,
afirma que están verdes y se marcha con su rencor y frustración a otro lugar;
por desgracia, son muchos los que actúan así día a día, quitando importancia a
cosas que uno hace hasta que pueden imitarlas (y de repente son los más
entregados, los más fanáticos) o encastillándose en un desprecio que, en
realidad, intenta camuflar su desengaño, su chasco, su impericia.
Me parece fantástico que alguien quiera demostrar su capacitación para
algo, es más, es lo que esperas de una diva: sus poses, su manierismo, su
regodeo en sus facultades; sin embargo, Patti LuPone intenta ir de natural, de
agradable, de sencilla (y en parte lo logra), pero al establecer comparaciones
abre la veda y, claro, no siempre el saldo le es favorable. Conocedora del
rumor que señala a Barbra Streisand como protagonista de una nueva versión de Gypsy para la gran parte y de que ésta
incorpora alguna de las canciones del musical en su actual gira, como si el
personaje fuera suyo y de nadie más, Patti decide cantar Don´t Rain on My Parade de Funny
Lady, la función que convirtió en estrella a Barbra, como diciendo “a ver
quién puede más”, y no hay duda de que sus pulmones aguantan la eterna subida
final (esa que Anne Bancroft calificó de “imposible”), pero olvida que el tema
tiene un crescendo dramático, no sólo vocal, y que la Streisand siempre ha
hecho gala de un gusto exquisito, cantando bajo más veces que soltando todo el
aire (suele ser en esas notas cuando más se demuestra y mejor se canta y la propia
LuPone lo deja claro en algunos momentos). Para colmo, demuestra una total improvisación porque debe recurrir casi de continuo a las partituras y, al haber poca luz, lee casi de espaldas al público, equivocándose en más de una ocasión (lo que deja en evidencia que no ha habido demasiados ensayos), atropellando la letra, pidiendo al pianista que la espere porque se ha perdido. Toda una experiencia, sin duda, ver
a esta señora en escena (y encima sentados en la fila 3, casi tocándola), pero
una lástima que las peores expectativas se hayan cumplido; falta verla
integrada en un musical, claro, pero ahora mismo creo que no me vería capaz
(tiempo al tiempo…).