Uno, que tantas veces se ha reconocido aficionado al género policiaco,
que tantas horas ha empleado (en contra de lo que le aconsejaban a veces
“porque resulta indigno de un lector como tú perder el tiempo en esas novelas”
-¡Ay, cuántos aupados a pedestales que no les corresponden y lo que se pierden
allí subidos!-) en beberse todo lo que caía en sus manos si prometía asesinato,
misterio, robo, rompecabezas (y, así, sentí que me hacía adulto en mi afición
al interesarme por un libro que rezaba algo así como “una detective se hace
internar en un manicomio para resolver un crimen”, es decir, Los renglones torcidos de Dios), del
mismo modo ha sido (y es) fiel seguidor de las series (no de todas, tarea
titánica por su modo de proliferar, pero sí de unas cuantas cada temporada) y
películas que se articulan en torno a este tipo de tramas, vive con especial
emoción el momento (por fortuna, muy prolongado en el tiempo) en que la crítica
no es reacia a alabar las bondades de los autores (antaño sólo los más grandes,
los indiscutibles, los que se consideraba que ejecutaban obras que, aunque
camufladas bajo determinada etiqueta, poseían un fuste, una ambición, una
altura literaria que se negaba a lo que era mirado con desdén por su carácter
ínfimo –e incluso a escritores que hoy casi nadie discute se les ninguneaba o
aplaudía lo justo o, en ocasiones, no se quería reconocer que eran los más
ortodoxos para no rebajar el nivel de los que se congratulaban de sus hallazgos
y por eso inventaban acepciones, eufemismos, otra categorización que eludiese
el adjetivo maldito-), en que la oferta es muy abundante (incluso excesiva,
siempre sucede así), en que este tipo de narraciones ha recuperado una de sus
principales características (el análisis de la sociedad, sus taras, sus
miserias tangibles y las que se intentan sepultar bajo una gruesa alfombra de
apariencias, las corrupciones de cualquier poder, actualizando los esquemas,
incorporando si conviene las novedades tecnológicas, en definitiva, utilizando
las convenciones del género para preguntarse, sacar a la luz, diseccionar el
aquí y el ahora –no olvidemos que ese era el interés primordial de señores como
Raymond Chandler, Chester Himes, Horace McCoy o Ross Macdonald, lo que no era
óbice para que diseñasen tramas apasionantes, historias entretenidísimas,
búsquedas de criminales llenas de giros, sorpresas y pistas esquivas-). Y, por
otro lado (o abundando en lo mismo: en la ausencia de complejos), podemos
divertirnos enormemente con novelas que sólo buscan la evasión, la adicción, el
juego de lógica, el que sigue funcionando (y deleitando, asombrando y
complaciendo) si lo plantean Agatha Christie, Arthur Conan Doyle, Rex Stout o
tantos otros, el que heredaron y engrandecieron Patricia Highsmith, Ruth
Rendell, Donna Leon, P. D. James, Anne Perry (se me permitirá que, con toda la
intención, sólo seleccione mujeres), el mismo que en España ha gozado y goza de
muy buena salud gracias a la aportación y particularización llevada a cabo por
Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Alicia Giménez Bartlett,
Jerónimo Tristante y tantos otros que harían esta lista interminable (y no se
me diga que mezclo churras con merinas, que uno escritores de muy diverso
aliento, con intencionalidades muy distintas e incluso antagónicas, puesto que el
propio género lo propicia al no aceptar una única denominación y todos los
nombrados asumen, aceptan, reivindican el escapismo, la emoción, la turbación,
alejándose de engolamientos o intelectualizaciones innecesarias, llamando a las
cosas por su nombre y escribiendo maravillosamente bien–y cuando alguien sea
capaz de no engañar al lector al modo en que lo consigue la autora de El asesinato de Rogelio Ackroyd con lo
que podría quedarse en un pie forzado pero es una de las resoluciones más
brillantes (y copiadas, aunque sin rozar el mismo resultado) y transgresoras
jamás llevadas a cabo, aceptaré algunos de los epítetos que le dedican los que,
en su mayoría, no se han molestado en abrir uno de sus libros-), sin olvidar la
espléndida y sorprendente revisión llevada a cabo por lo que se engloba bajo el
epígrafe de “novela negra escandinava”, otro ritmo, otro tono, una atmósfera
ominosa y opresiva, narraciones psicológicas en las que importa tanto o más a
dónde llevarán o cómo influirán las investigaciones en los que las llevan a
cabo que el propio embrollo en sí (y ahí están Henning Mankell, Johan Theorin,
Anne Holt, por no mencionar el fenómeno mundial que rompe moldes conocido como Millenium, aprovechando la ocasión para
recomendar encarecidamente la serie Bron,
la original, la producida entre Suecia y Dinamarca –igual que une a los dos
países el puente que le da título-, con un personaje que, por derecho propio –y
por la interpretación de Sofia Helin-, ya figura en los anales del género: Saga
Norén).
Y el caso es que Pablo acaba de terminar su acercamiento al universo de
Patricia Cornwell al leer la primera novela protagonizada por la doctora Scarpetta
(y está entusiasmado porque está muy bien escrita y porque, dice, es de esas
historias que tanto nos gustan “en las que aparentemente no pasan nada”, esas
ante las que más de uno que luego se las da de intelectual arruga el hocico
porque en el fondo sólo quieren lo más elemental, esas que se paladean, que
envuelven, que dosifican, esas que van dejando un poso y un peso, esas que no
precisan de golpes de efecto, esas que trabajan por acumulación, es decir, y
perdón por repetirme pero conviene hacer hincapié en ello, esas muy bien
escritas) y que un servidor estuvo leyendo estos días una muestra más del
inagotable y prodigioso talento de Georges Simenon, nombre fundamental a la
hora de comprender el modo en que, por así decirlo, la novela policiaca se hizo
mayor y varió los cánones; un magnífico creador de tipos, de ambientes,
estudiando la influencia que ejercen en los caracteres, en las rutinas, en las
acciones, en los impulsos criminales, el lugar en que uno reside, los locales
que frecuenta, quiénes son sus vecinos, primando lo íntimo, lo anecdótico, los
sucesos históricos, lo cotidiano, por encima del misterio al uso, aunque sabe
trenzarlo y desarrollarlo con maestría cuando lo precisa, en cuyo epicentro
encontramos con una de las creaciones más apabullantes que ha dado la
literatura mundial: el comisario Maigret, huraño, bronco, con una furia interna
que no siempre controla, comprensivo con el que piensa que lo merece sin
importarle de que esté acusado, desconfiado, incluso rencoroso, ante cualquier
privilegiado, enorme sabueso que olfatea el mal, que lo identifica por una
variación en el aire, tremendamente sensible a los fenómenos climatológicos, terrible
pero irresistible. Precisamente he terminado La muerte del señor Gallet, uno de los títulos en que a Simenon
menos le importa ir diseminando pistas, ya que no busca la complicidad del
lector desde esa perspectiva (aunque sabe crear unas cuantas incógnitas que nos
obliguen a mover la materia gris) sino implicarlo emocional, social,
personalmente (si bien es cierto que se dirige a personas que vivían en Francia
en 1930, el asunto principal aún resulta relevante), y ha sido la mejor manera
para poner colofón a una lectura que me ha satisfecho enormemente y que me hizo
rememorar al escritor belga y a su criatura (por eso necesité zambullirme en
algunas de las páginas a él debidas en las que el comisario fuese protagonista):
me refiero a Clavos en el corazón de
Danielle Thiery que ha publicado hace poco en España La Esfera de los Libros con traducción de Julia Alquézar.
Desde sus primeros compases, hay un eco en sus páginas que lleva a
pensar en Maigret, sin que eso suponga un mero ejercicio de imitación o sin que
el neófito quede excluido por el uso de un código restringido: es una
comunicación interlineal que apuntala la narración, un referente que
sobrevuela, un guiño cómplice que aporta seguridad, un reconocimiento que
resulta confortable al iniciado, puesto que el comandante Revel tiene un aire
familiar, una personalidad pareja a la de su antecesor, aunque no se queda en
el mero remedo y muy pronto comienza a desarrollar la suya propia. Daniele
Thiery posee una escritura muy rápida, muy efectiva, lo que no le impide
fijarse en los detalles, ilustrar perfectamente escenarios y sobre todo
temperamentos, idiosincrasias, hacer reconocibles a sus criaturas, humanizarlas
para que, más allá del necesario artificio que debe mover una historia de este
tipo, establezcamos comunicación con ellas, las comprendamos o rechazamos a
conveniencia del tono, de la situación, de la progresión, pero jamás nos
resulten ajenas; Revel llega a nuestras vidas con un equipaje demasiado pesado,
con un interrogante grabado a fuego en su corazón, con la autodestrucción como
forma de vida (todo un oxímoron filosófico, para que se compruebe el alcance de
la narración, sin que eso suponga parrafadas abstrusas o meandros
prescindibles), una manera de encarar su profesión, las relaciones con los
demás, que se convierte en el elemento central en torno al cual pivotan el
resto de subtramas y, por supuesto, las incógnitas, los crímenes que deben resolverse.
Que el comandante posea estos rasgos tan poderosos, que a veces nos mueva a la
piedad, otras al dolor, algunas a la admiración y muchas a la incomprensión,
enriquece enormemente una clásica trama jugada en dos tiempos (al modo de lo
que ha conseguido con mano maestra Toni Hill en sus dos primeras novelas, El verano de los juguetes muertos y Los buenos suicidas, de las que
esperamos impacientes la continuación), ese eterno retorno a los casos no
resueltos, a los que continúan abiertos, a los que impiden que las heridas
emocionales restañen, más agudizado aquí, puesto que Revel querría poner punto
y final a lo que desde hace diez años es su obsesión, un martilleo constante en
su conciencia, un barrenar constante que le horada el alma, que le incapacita
para las relaciones de ningún tipo, que le lleva a obsesionarse hasta la
extenuación y la aniquilación física y mental con lo que debe resolver como
policía, que le hace involucrarse más allá de cualquier límite lógico, dar
vueltas a lo sucedido cierta noche de diciembre de hace diez años en que su
mujer desapareció sin dejar rastro, momento en que el mundo pareció detenerse,
culpabilidad que arrastra y con la que se hiere con saña, la misma que arroja
sobre los demás, víctima y verdugo en una ambivalencia peligrosa que toma una
deriva hacia el abismo, sin remisión y con una onda expansiva de amplio
diámetro.
Clavos en el corazón sabe
escarbar, profundizar, llevarnos a extremos desasosegantes (¿Cómo
reaccionaríamos nosotros en circunstancias parecidas? –sí, ya sé que no son
deseables ni susceptibles de ocurrir, aunque están narradas con tal verismo
que, qué quieren que les diga, la experiencia demuestra que la realidad siempre
termina por superar a la ficción-), pero, por encima de todo, es una novela que
cumple la función fundamental del género en que se inscribe (tal vez sólo pueda
achacársele que la resolución, creíble, honesta, plausible, lógica, se haga
mediante informes policiales, fríos, solemnes, profesionales, que rompen un
tanto con la humanidad del resto de la narración) y que, al tiempo que nos
obliga a leer compulsivamente, hace que pensemos en esas llagas que, aunque
creamos sanadas, están más a flor de piel de lo que desearíamos, demasiado
cerca del corazón, acumulando sangre y pus, latiendo frenéticamente, a punto de
estallar en cualquier momento y supurar torrentes incontenibles de humores que
envenenen nuestra existencia.