Sé que me repito mucho, pero cada uno tiene el bagaje emocional que tiene, ese al que jamás va a renunciar, ese del que se siente muy orgulloso, y para hablar de mi fascinación por los musicales debo regresar las veces que haga falta a esas tardes en casa de los tíos tras la merienda, los deberes y la programación infantil y, sobre todo, a los fines de semana en los que, a pesar de lo cortos que resultaban, aunque siempre faltaba tiempo para todos los planes que se iban trenzando, había posibilidad de recrearse en la suerte y leer mucho, ver alguna(s) película(s), ir aquí o allá, estirar las horas, tantas de ellas dedicadas a la música porque nunca faltaba alrededor, bien durante la mañana, bien para reposar después de comer, bien cuando fuese como parte fundamental e imprescindible del ocio (las imposiciones familiares, las obligaciones sociales en las que los niños han de hacer lo que se dice en casa quedan fuera de estas ensoñaciones, faltaría más -¡Cuánta tarde de domingo desperdiciada por gente que, ya ha quedado bien claro, no merecía la pena!-). E igual sonaban boleros que coplas, flamenco que pop, zarzuelas que música ligera, el tío Miguel tenía un gusto muy amplio y ecléctico que me contagió y por eso, a pesar de mis preferencias y de opciones inamovibles, tengo épocas en las que me da por escuchar baladas italianas, otras regreso a los 60, picoteo aquí o allá sin abandonar mis clásicos, mis necesarios (Raphael, Rocío Dúrcal, Concha Piquer, Antonio Machín, Pasión Vega, Barbra Streisand, Julie Andrews, Los Panchos,…. ¡Hay tantos! –y, sí, acepto ser una antigualla en lo que a gustos se refiere pero, al final, a la larga, son los que permanecen mientras que de aquellos punteros de hace años, algunos de los cuales me gustaban mucho, apenas nos acordamos-); y, al margen de toparme en televisión con Fred Astaire y Ginger Rogers, con Gene Kelly, con Rita Hayworth, incluso con las películas de Marisol y la Dúrcal (desde siempre ha estado en mi corazón), con Imperio Argentina, con tantas oportunidades para cogerle el gusto a lo de ponerse a cantar y bailar cuando no queda otra, fue gracias al tío como conocí a Andrew Lloyd Webber, incluso antes de memorizar su nombre, sin ser consciente de a cuántos de mis momentos más felices e inolvidables pondría banda sonora: tras ver Jesucristo Superstar (la película de Norman Jewison, lo de Camilo Sesto vendría algo después), el doble LP con muchas fotos y libreto en inglés entró en casa y, como la tía me explicó cada momento, qué sucedía, quién aparecía, cuál era la situación, fue como si la hubiera visto y reproduje el filme en mi cabeza ayudado por lo que las canciones me inspiraban (sí, no tenía edad para saber más que lo que mi hermano traducía, pero la música no conoce idiomas cuando se trata de envenenar con dulzura lo más profundo); a los pocos años, se estrenó en Madrid Evita con Paloma San Basilio, Patxi Andión y Julio Catania y, tras asistir al espectáculo, el tío también adquirió la grabación original que, claro, al ser en castellano ayudó a que me fascinase aún más (tendría unos 10 años) y un libreto con acotaciones, explicación de acciones, referencias, me hizo imaginar mi propia representación (tanto me dejé cautivar por este musical que cuando una profesora de inglés, en Octavo de EGB, nos mandó preparar una entrevista con un personaje popular para un examen elegí a Lloyd Webber –aún no tenía su nombre en mi particular Olimpo, pero era alguien que me resultaba interesante- y todo lo que se narraba sobre la gestación de Evita en la extensa e interesante introducción al disco que firmaba el artífice de tan grandioso espectáculo en nuestro país, Jaime Azpilicueta).
¡Quién iba a decirme que Lloyd Webber se convertiría en uno de los
pilares que todavía hoy cimientan mi pasión por el musical! Pablo y yo
descubrimos muy pronto, incluso antes de reconocernos enamorados, que teníamos
un lenguaje común, una manera similar de contemplar la vida a través de libros,
películas, obras de teatro y, por supuesto, música; de hecho, es Pablo el que
más sabe de musicales, el que conoce títulos descatalogados, fracasos
estrepitosos que con el tiempo se han recuperado y triunfado y otros marginados
y arrinconados, el que ama el género como pocos, el que lo conoce, lo estudia,
lo disfruta, el que ha revitalizado, potenciado y reforzado mi gusto, el que me
ha abierto ventanas, el que ha recuperado melodías que andaban dando vueltas
por ahí, desubicadas, sin tener muy claro de dónde venían, una persona que no
adopta ninguna pose, que no finge, que tiene su propia personalidad a través de
lo que prefiere escuchar, que no presume ni se jacta de ello (no como tantos a los
que, a las primeras de cambio, pillas en falta, esos que sólo han de decir unas
cuantas palabras y, por mucho que se proclamen amantes del género, hacen
patente su desconocimiento, su ignorancia, los tres lugares comunes que manejan
como única conversación, su empeño por demostrar una erudición que no pasa de
ser simpatía, que no verdadero gusto, un intento por parecer sofisticados, esa
gente empeñada en bajar las bambalinas de su lugar natural –es decir, colgadas,
en el techo, arriba-, por mucho que el DRAE sancione algo que es inexacto,
irreal, una locución que incluso repite la gente de teatro –algo que irrita, y
con razón, a nuestra querida Marta Fernández-Muro-, eso de “estar entre
bambalinas” cuando lo propio es decir que se “está entre cajas” o, incluso, “entre
bastidores” –pero, claro, como no hay nadie que pueda/sepa/quiera corregirles,
ahí los tienes como “voces autorizadas” y así no hay manera de crear una
auténtica afición-). Y por eso con Pablo es muy fácil dejarse llevar por el
ritmo de los clásicos o por lo novedoso, por lo que viene para quedarse o por
lo que es flor de un día, abarcando todas las posibilidades, no cerrando
puertas antes de conocer, manteniendo muy viva la curiosidad, disfrutando
incluso el momento de planificar, de comprar las entradas, de anticipar las
emociones ampliando cada día la discoteca, acompasando nuestros recuerdos a los
de esa canción, ese tema, esa escena que nos elevó y que parecía interpretada
sólo para nosotros (así rememoro cada musical que nos ha marcado de una manera
u otra: algo para dos, sin aditivos ni interferencias). Y cuando empezábamos a
añorar Londres después de asistir a uno de los mayores espectáculos que jamás
veremos, la reposición de Miss Saigon
con todos los honores que merece un título que nació clásico, tuvimos la sorpresa,
la alegría, el deleite de saber que seis de las mejores voces de Broadway
desembarcaban en Madrid (en concreto en el teatro Calderón, ese coliseo por el
que tanta predilección siento) y, puesto que lo de ir hasta Nueva York sigue
siendo una asignatura pendiente (sin traumas: si no se puede, no se puede –al menos
tenemos Londres y todo el material que Pablo recopila sobre el musical-),
paladear un poco del sonido que, junto al del West End, mejor define qué es el
musical.
Broadway Boys es un vibrante
recital en el que Joseph Anthony Byrd, Sam Dowling, Marshal Carolan, Tim Young,
Omar López-Cepero y Brad Greer demuestran que la materia prima del género es la
partitura y el intérprete, poco más necesitan para asomarnos a algunas de las
páginas más brillantes, a títulos que siguen iluminando marquesinas y millones
de recuerdos, de realidades cada vez que sus antológicas notas vuelven a sonar;
con esa facilidad que sólo da el haber mamado el musical, el haber nacido con
él como referente (incluso aunque, como alguno de ellos explica, le fuese ajeno
en su infancia: lo llevan en el ADN), sin estridencias, transmitiendo
emociones, eléctricos, sensuales, divertidos, apoyándose los unos a los otros,
conformando un conjunto homogéneo que respeta sus individualidades,
desarrollando sus personalidades, estos seis artistas son capaces de emular a
The Jackson Five para anonadar con una versión de Imagine que a buen seguro hará estremecerse a John Lennon allí
donde esté (es el momento en que explican a qué se llama “junebox musical”, de
ahí estas canciones), suplir con sus cuerpos y coreografías la ausencia de
escenografía, ofrecer un recorrido que se antoja breve por la esencia del
musical, abriendo el apetito del espectador, tocándole teclas y fibras muy
diversas, contagiándole pasión y, en nuestro caso concreto, recordándonos
algunas de nuestras mejores experiencias: Wicked,
ese mágico espectáculo que vimos dos veces para olvidar nuestra primera llegada
a Londres, accidentada y en la que nos perdimos el comienzo, al margen de tener
a alguien esperándonos en la puerta del teatro con las entradas algo más de una
hora (todo por uno de esos guías que van de simpaticotes, pero no saben hacer
su trabajo y tardan cuatro horas en dejarte en el hotel, un andaluz que, creyendo
que nadie le comprendía al hablar en inglés, fatuo y jactancioso, le dijo al
chófer “estos españoles siempre quejándose por todo”… ¡Qué suerte tienen
algunos cuando topan con gente que, aunque reclama sus derechos, es educada! –es
lo que tiene viajar con esa agencia del aguilucho, si es que este pajarraco no
trae nada bueno-); La Calle 42, todo
un catálogo del cine musical de los años 30 con ese himno que es Lullaby of Broadway (precisamente vimos
la otra noche la película así titulada y protagonizada por Doris Day, un
regalito que nuestro Mairena hizo a Pablo por su cumpleaños –es lo que tienen
los amigos de verdad: que se preocupan por procurarte aquello que te gusta-); Jersey Boys, uno de los momentos más
electrizantes que recuerdo haber vivido en un patio de butacas (y, al igual que
Miss Saigon, tuvo lugar en el Prince
Edward Theatre, en el que también vimos volar –literalmente- a Mary Poppins –y no pude evitar proferir un “¡Qué
fuerte!” que se oyó en toda la sala-; tal vez por eso, junto al Palladium –en el
que hemos aplaudido a la gran Connie Fisher en Sonrisas y lágrimas, a la fastuosa Patina Miller en Sister Act y al mítico Michael Crawford
en El Mago de Oz-, el Prince Edward
es mi teatro favorito en el West End), Jersey
Boys consigue levantarte de la butaca, te inyecta adrenalina, imprime un
ritmo a las canciones de Four Seasons que no decae en ningún momento.
Y todo eso puede revivirse (o conocerse) en el Calderón durante este mes
de junio gracias a The Broadway Boys,
artistas completos, con talentos que desbordan, sin darse tregua, prácticamente
los seis en escena todo el tiempo, tomando la voz solista cada uno cuando es
necesario, creando segundas voces que apoyen a la principal, interpretando,
bailando, gozando con lo que hacen, logrando que el musical alcance cotas muy
altas que, por desgracia, no siempre tenemos la oportunidad de disfrutar en
Madrid (porque, ya que me consta que hay muchos por ahí que menosprecian este
espectáculo sin haberlo visto por considerarlo “barato”, “para profanos”, “con poca
chicha”, “sin sustancia”, peor aún es ofrecer lamentables versiones, “quiero y
no puedos” constantes, perpetraciones varias y venderlo como “a la altura del
original”, hacer creer al público que así se hace en otros países). Por lo tanto,
sean bienvenidos artistas de este calibre que respetan y aman su trabajo, que
se mueven en escena sin aparente esfuerzo, que cantan con inmensa naturalidad,
espectáculos que nos traen un pedacito de Broadway y que, a buen seguro, muchos
disfrutarán como nosotros porque ahí están sus sensaciones, sus recuerdos, sus
deseos, su banda sonora (los que realmente amamos el musical reconocemos a los
iguales por el brillo de los ojos, el cimbreo del cuerpo, el aplauso cómplice,
el tarareo irrefrenable).