jueves, 21 de agosto de 2014

EL PADRE DE TODOS LOS MISTERIOS



  




 Para el que ha sido lector curioso antes de que empezasen a imponerle lecturas e interpretaciones en las aulas (esa absurda –por no emplear otros adjetivos- manera de “enseñar” literatura, ese empeño en que se le coja tirria a lo artístico, esa memorización obligatoria de datos, emociones, sensaciones, opiniones prestadas y obligatorias que cercenaban el más mínimo atisbo de interpretación propia, de vivencia del texto -eras poco menos que un rebelde si osabas usar tu propia voz-), para el que entraba en diálogo directo con los libros y buscaba en ellos mismos las respuestas a las preguntas que iban surgiendo según se devoraban páginas, para el que jamás sintió que leer fuese un deber (por mucho que los títulos objeto de examen dejasen mucho que desear y fuesen en la mayoría de los casos la mejor opción para que cualquiera renegase y abjurase de lo que, por encima de todo, ha de ser un placer y como tal debe ser explicado y que los enseñantes no demostrasen su amor por la materia –con contadas excepciones que ya he citado en alguna otra ocasión- y, por lo tanto, no pudiesen transmitir lo que desconocían), para el que antes de tener claro por dónde iba a encaminar sus pasos profesionales supo intuir que los libros siempre estarían cerca, las que llamábamos “ediciones de Cátedra” (porque lo eran, claro, pero era la forma de marcar diferencias con otras posibles, era una especie de código restringido que ahora explicaré un poco mejor) constituían un deleite por esas profusas introducciones en las que se daban mil detalles sobre el autor, su época, las circunstancias históricas, su obra en conjunto y el título que fuese objeto del análisis en concreto. Para muchos eran un prólogo farragoso, plúmbeo, que es cierto en ocasiones destripaban la trama, algunos de los giros sorprendentes, la resolución (debo confesar que esos apartados en concreto solía leerlos al final, una vez hubiese terminado la lectura, porque una cosa es querer estar informado, leer con cierto conocimiento –sobre todo cuando te van a examinar y te van a pedir que recites como un papagayo lo que allí se cuenta- y otra bien distinta no llegar por ti mismo, esa primera vez, al momento cumbre de la historia), pero que siempre me resultaron muy gratos (sobre todo cuando llegué al Instituto) porque servían para descubrir universos, realidades, otras obras que leer por auténtico placer, por elección, porque al ser una pasión acumulaba sin sentir, sin esfuerzo, sin tener que aplicarme, fechas, nombres, títulos, sucesos, conexiones (es decir, todo lo que me costaba horas y horas en cualquiera de las asignaturas relacionadas con la Historia –incluso cuando las impartía Margarita Giménez (“Con G, por favor”, decía siempre), una de las maestras que nunca olvidaré-); pero con estas “ediciones de Cátedra” podían suceder dos cosas: que los profesores nos las hicieran aprender de cabo a rabo evitándose tener que explicar tal o cual lección (de ahí que, al margen de lo dicho, muchos alumnos les tuviesen un gato tremendo y, de no ser obligatorias, las evitasen) o que, en esa ley del mínimo esfuerzo en que todos hemos caído (se trataba de aprobar, de superar el obstáculo), a veces desmotivados por un señor o señora que se ponía a leer con tono monótono lo que llevaba escrito en papeles manoseados, ajados, casi con la tinta borrada por los años de uso, nosotros mismos nos limitásemos a memorizar lo más posible (y hasta pretendiéramos hacer pasar por propio) de lo que alguien con más conocimiento, preparación, gusto por la literatura, saber didáctico, amor por la materia de estudio, narraba en el pórtico, en la introducción, en el magnífico prefacio que Cátedra garantizaba.

   Y ha sido como entrar en la máquina del tiempo porque, aunque muchos de aquellos ejemplares de mis años de estudiante siguen en la biblioteca, aunque he tenido querencia por adquirir sus ediciones para seguir descubriendo y aprendiendo, llevaba bastante tiempo sin abrir un libro de Cátedra hasta que he pasado los últimos días deleitándome con La sotana negra de Wilkie Collins, volumen muy reciente de las Letras Universales con que el querido sello sigue acercándonos títulos imprescindibles y otros que merecerían mejor consideración y recuerdo, propuestas muy estimulantes y variadas, prologados como es marca de la casa por estudiosos que no sólo conocen aquello sobre lo que disertan sino que lo aman, a los que se nota disfrutar con la lectura, que comunican con frenesí, con arrebato, con gozo, sin perder de vista la erudición pero facilitando la comprensión, inyectando interés, abriendo el apetito. Y, sin duda, lo que hace Damià Alou en esta edición es digno de encomio y cualquier adjetivo que exprese satisfacción, agradecimiento y rendición se quedará corto porque el modo en que nos acerca la figura de Wilkie Collins y analiza su trayectoria vital y literaria, hace hincapié en los detalles precisos para que podamos vislumbrar un poco (un mucho) mejor la personalidad agazapada (y tantas veces manifiesta) detrás de sus criaturas, de sus ficciones, el porqué de la elección de ciertos temas, el modo en que sus personajes dan voz a inquietudes de la época, lo audaz de sus planteamientos, lo transgresor de sus desarrollos, lo moderno y osado que sigue resultando en tantas páginas, el trabajo que despliega ante nuestros ojos es brillante, vibrante y revelador, conformando un mapa a seguir que no pretende imponer rutas, tan sólo ser un punto de partida, un apoyo, un impulso, un refrendo de lo percibido en lecturas previas, un mero movimiento en ese autor poliédrico que es Collins para que, al contemplarlo ahora, tantos años después de haberlo leído por primera vez (y, lo confieso, sin haber regresado lo necesario a sus letras –y no será porque no hay posibilidades en casa en forma de libros no leídos (mea culpa)-), su figura crezca, su ya apreciado talento aún resulte más inconmensurable, apetezca seguir leyéndole con fruición.

   Porque, por encima de todo, Wilkie Collins es un autor muy fácil de leer, conoce como pocos los resortes para un lector no despegue la vista, fue en realidad el inventor de muchos de ellos (algunos convertidos en meras fórmulas, en trucos facilones, despojados de su pericia por malos imitadores, por copistas que ni siquiera conocen el original, por remedos vulgares de su prosa rápida, efectiva, fruto de un trabajo previo muy calculado y meditado antes de lanzarse a la escritura, bien acompasada al ritmo que quiere imprimir a la narración), entrevera sus tramas apasionantes, misteriosas, repletas de sucesos extraños o directamente paranormales (cuando la palabra ni existía, pero había un claro interés por los otros mundos posibles, por los espíritus, las posesiones, los fantasmas, los ectoplasmas, las difusas fronteras entre lo real, lo prosaico y lo inmaterial, lo imaginado, lo entrevisto, lo inefable), sus argumentos para muchos truculentos, sangrientos, llenos de efectismos se enriquecen con acerbas críticas sociales, con una defensa de los aplastados e inexistentes derechos de las mujeres más virulenta y contundente que otras voces de su momento y posteriores, desmarcándose de lo convencional, de lo inane, proporcionando un gran entretenimiento pero sin descuidar el calado de cada palabra, exponiendo a lo largo de su producción todo un alegato en favor de las libertades individuales, especialmente, como se dijo, de la deseable para el sexo femenino. La sotana negra, sin alcanzar la perfección formal y de desarrollo de La piedra lunar o la creación de atmósfera envolvente y a ratos irrespirable de la maravillosa La dama de blanco, supone por sí misma una lectura muy placentera tanto para el que conoce al autor como para el que se adentra por primera vez en su narrativa (en esa tesitura, aún más capital el paso previo por las palabras de Damià Alou como aperitivo para lo que ha de venir después); jugando con los puntos de vista como sólo él sabe hacerlo, otro de los recursos en que fue maestro (aunque en esta ocasión no hay tantos narradores, la obra es menos polifónica que las anteriormente citadas pero el peculiar uso de la tercera persona, el modo en que ese autor desconocido se manifiesta –el propio Collins camuflado en la omnisciencia, a veces pudiera pensarse que uno de los personajes involucrados al permitirse opiniones muy directas y apelaciones al lector-, nunca permite vislumbrar cómo van a sucederse los hechos), Collins va entrando y saliendo de la correspondencia entre los personajes para anticipar sucesos, desvelar dobles juegos, descubrir añagazas, sembrar datos cuyo conocimiento por parte del lector agudiza la tensión y provocan que se quiera anticipar lo que ha de suceder, tomando partido, involucrándose, sorprendiéndose de la frescura y de la por desgracia triste actualidad que poseen muchos de los parlamentos, de las actitudes, de los deseos, de los intereses, de las ambiciones de los protagonistas (sin entrar en las consideraciones meramente religiosas que cada uno recibirá, secundará, rechazará según sus creencias, el asunto central, aquellos que se aprovechan de su ascedente, de lo que representan, de lo que encarnan para los que tienen fe, aquellos fanáticos que vulneran los mandamientos que deberían cuidar y respetar, esos que sólo buscan un rédito personal, medrar, ascender casi hasta compararse con la divinidad a la que afirman rendir culto, los que utilizan la religión como amparo y justificación para sus desmanes, todas estas realidades nos resultan muy cercanas, sabidas y reconocibles). Es, sin duda, una regocijante noticia confirmar que Wilkie Collins es un autor que siempre está en plena forma, que jamás pasa de moda y que inventa, imprime genio y carácter, renueva constantemente, hace grande el tan apreciado género del suspense.