Es curioso cómo quedan incrustadas en la
memoria colectiva, en la cultura popular, incorrecciones, falsedades, frases
mal atribuidas que, a fuerza de ser repetidas y no contrastadas, citadas sin
conocer la fuente original, terminan por dar la razón a Goebbels; así, por
ejemplo, lo que don Quijote le dice a Sancho es “con la iglesia hemos dado”, en
minúscula, porque se refiere a un edificio concreto (la del Toboso), y todo lo
demás nació fuera de las páginas del libro (pero, claro, hay quien alardea de
haberlo leído porque se sabe de carrerilla lo de “En un lugar de La Mancha de
cuyo nombre no quiero acordarme” y un par de líneas más). Del mismo modo,
Lázaro regresó de entre los muertos porque Jesús bramó “ven fuera” y no lo de “levántate
y anda” (según Lucas, sólo pronunció la primera palabra mientras tocaba el
féretro en que portaban al único hijo de una mujer que era viuda), pero
precisamente el adorado Bécquer, en el poema que recordamos en el título de
este blog –la rima VII dedicada a ese arpa que ha quedado olvidada en el ángulo
oscuro del salón-, es el máximo responsable de la persistente y extendida
imprecisión en la cita evangélica (“¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio/ así
duerme en el fondo del alma,/ y una voz como Lázaro espera/ que le diga
“Levántate y anda”!”). Bertolt Brecht suele ver ampliada su producción
literaria con la autoría de unos versos que no salieron de su combativa pluma;
en realidad, su creador, el pastor luterano Martin Niemöller, afirmó en varias
ocasiones que no era un poema sino parte de un sermón titulado ¿Qué hubiera dicho Jesucristo?,
pronunciado en la Semana Santa de 1946, pero todos solemos referirnos como tal
a lo que se ha hecho popular (y mal atribuido) con el título Cuando los nazis vinieron por los comunistas,
esa verdad lapidaria que seguimos olvidando día a día (“Cuando vinieron a
buscarme, no había nadie que pudiera protestar”). El nombre de uno de los
grandes personajes imaginados por el dramaturgo alemán, el que da título a una
de sus obras más representadas y aplaudidas (aunque, para ser precisos, habría que
añadir un “y sus hijos” que la mayoría de las veces se obvia –y que en muchas
se desconoce, aunque éste no sea el caso del montaje que ahora nos ocupa-), esa
figura nacida como Madre Coraje ha
quedado reducida a un epíteto al que se recurre como sinónimo de progenitora
sacrificada, entregada, volcada en sus retoños (y, sobre todo, para dar un
espectáculo bochornoso en ciertos programas de televisión en los que utilizar a
los pequeños como armas arrojadizas), cuando las intenciones del autor iban por
otros derroteros, no pretendía ninguna empatía con ella, no quería que el
público la compadeciese (pero, como en tantas ocasiones, como venimos diciendo,
la mayoría de los que la invocan sólo conocen su nombre, no su peripecia en
escena, no el impactante y soberbio texto en que cobra vida).
Por fortuna, la compañía Atalaya, en 2013, cuando
cumplía sus primeros 30 años de existencia (aún nos quedan muchos para seguir
disfrutando con su saber hacer, con su amor por el hecho teatral, con sus
permanentes inquietud y curiosidad), convirtió en realidad lo que era un sueño
acariciado por su director, Ricardo Iniesta, desde el principio: poner en pie Madre Coraje. Lo que es una gozosa
realidad que ha podido verse por casi toda España y que ahora ha recalado en
las Naves del Español en el antiguo Matadero de Madrid (donde podrá verse sólo
hasta el próximo 4 de octubre -¡Dense prisa porque merece la pena y mucho!-),
para continuar después con lo que ya es una gira de más de dos años que les
llevará incluso a Siberia, este vibrante montaje se fue fraguando con lentitud,
reposándolo, sin precipitación, porque su director esperaba que Carmen Gallardo
tuviese la edad adecuada para encarnar el rol protagónico (“Y en 2013 tenía la
misma que Therese Giehse cuando estrenó la función en 1941”), pero se fueron
preparando con un trabajo continuado que fructificó en su primer espectáculo de
sala, aquel inolvidable Así que pasen
cinco años que desembarcó en 1986 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y
que valió a la intérprete un galardón como actriz revelación de la temporada en
la ciudad, una carta de presentación que les tuvo dos años de acá para allá, texto
lorquiano al que van a regresar en 2016 en coproducción con el CDN. De todo
ello pudimos charlar con Ricardo Iniesta, quien tuvo la amabilidad de abandonar
durante un rato los preparativos lógicos antes de una función para compartir el
entusiasmo por el teatro, la satisfacción por un trabajo que no deja de
cosechar distinciones, vítores, espectadores, críticas elogiosas, el inevitable
y lógico orgullo ante una compañía que mantiene una amplia y constante presencia
en la cartelera de cualquier lugar (no en vano tienen varios espectáculos
girando a la vez, todos ellos manteniéndose vivos durante mucho tiempo –incidamos
en el hecho de que Madre Coraje ha
llegado a Madrid dos años después de su estreno y que aún no ha terminado su
periplo-). Y hablamos, por supuesto, de cómo se dulcifica y manipula la figura
central cuando se hace referencia a ella como una mera etiqueta: “Se ha
utilizado el término “madre coraje” de una manera extraña, se ha reducido a un
estereotipo que no tiene nada que ver con lo que se cuenta en la obra: aquí es
un eufemismo, se habla de un coraje que supone tirar hacia ella y perder a sus
hijos, lo que le importa es salvar la carreta. Aunque ha habido algún director
que ha llegado a considerarla una hija de puta y tampoco estoy de acuerdo con
esa visión: es víctima y verdugo al mismo tiempo, es una pregunta arrojada a
los espectadores: ¿Usted qué haría en esa situación? Si salvas la vida a tu
hijo, pero no tienes medio de vida, ¿qué vida te espera? ¿Cómo lo haces? Es
todo un dilema moral, Brecht no pretende ser cómodo. Sí hay una heroína, pero
indudablemente esa es Katerina, la hija muda”.
“Esto es la guerra, ¡hermosa fuente de
ingresos!”, esa es una de las frases que taladra la mente de los espectadores,
que pone el dedo en la llaga y aprieta, estrangula, horada, así es Brecht: no
hace concesiones, no tiene piedad, nos lanza al más insondable de los abismos,
profundiza en los recovecos más oscuros de eso que se ha dado en llamar “la
condición humana”, se revuelve ante lo miserable de la misma, escribe en el
fragor de la batalla, bajo la bota que aplasta, mientras la sangre no cesa de
manar, asqueado ante el silencio de los cobardemente neutrales, horrorizado
ante la complicidad y el asentimiento de los mansos, espantado por la facilidad
con que algunos ponen en almoneda su ética, por cómo cruzan sus fronteras morales
sin descomponer el gesto y regresan a antiguas posiciones con la misma
imperturbabilidad, el dramaturgo hace que sus personajes crucen todos los
límites y apela al espectador para que éste actúe en consecuencia, es
claramente activista, no quiere que nadie piense que no hay solución, que se
contagie por el derrotismo que a tantos sirve para seguir llenándose los bolsillos
a costa del sufrimiento de los demás y por eso lanza sus misiles en forma de
sentencias como “ninguna causa está perdida si queda un insensato dispuesto a
luchar por ella”. Hubiese sido muy sencillo (y esquemático) dirigir al público,
actualizar lo que se cuenta en la obra, gente en permanente huida, en constante
peregrinación, buscando refugio en lugares que se les muestran hostiles, pero
Ricardo, como siempre, ha confiado en el texto y en el público, Brecht sigue
vigente, no hacen falta subrayados innecesarios: “Con todo mi cariño y respeto
para compañeros, algunos muy cercanos y afines, creo que es una equivocación
actualizar continuamente, convertir a Hamlet en un ejecutivo, llevar la Orestíada a la guerra de Afganistán,
incorporar nombres de la actualidad, concretar en hechos reales, en sucesos de
ayer mismo. La grandeza de la tragedia griega es que sirvió entonces, sirve
después y lo seguirá haciendo dentro de otros miles de años; hay que
universalizar, cuando obras escritas en un momento del que dan buena cuenta se
traen a lo cotidiano, a lo de ahora, se da ese fenómeno que denomino “garbancero
y de huevos fritos”, resulta que éstos se rompen pronto y se pudren. Me gusta
hablar, como han hecho otros, de “textos piedra”, algo que dura siglos,
milenios, la piedra tiene un peso, no se acaba con ella así como así”.
La compañía Atalaya lleva desde 1983
apostando por un teatro “de interrogantes y emociones”, por eso rehúye todo lo que
pueda resultar artificioso, opta, como en este caso, por una escenografía
desnuda, en mitad de ninguna parte, un lugar que podría estar a la vuelta de la
esquina, poniendo el foco en unos intérpretes que se manchan, sudan, padecen,
expresan la nostalgia y la ausencia con canciones magníficamente integradas en
la acción, tonadas que nos hacen evocar un destino común (“Sí, quería que el
centro de Europa estuviera presente desde el inicio y a eso ayuda muchísimo el
acordeón, que es un instrumento especialmente emocional”), integrando a unos
cuantos espectadores en escena, sentados en un par de gradas que flanquean a
los actores, en las que ellos se sitúan en algunos momentos: “Utilizo a esos
espectadores como metáfora de lo que está pasando mismo: hay civiles que están
inmersos en la guerra, a expensas de recibir un disparo, un golpe, desamparados
ante la fiereza de los hechos. Así se encuentran los que se sientan en esas
tribunas frente a los actores: puede llegarte un salivazo, ser rozado, mirado a
los ojos, pero todo está controlado que no tengan miedo, aunque lo vivirán de
cerca, lo sentirán. Y el resto, la mayor parte del público, está lejos, de
frente, son la cuarta pared, viendo la vida desde la barrera, tal y como hacemos
ante las noticias de cada día”. Pero la energía imparable que se va acumulando
y generando arrolla a todos los espectadores, se palpa, te perturba, te asola
pero te impele a rebelarte, a actuar, a no permanecer inactivo, a oponerte, he
ahí el modo en que Atalaya sabe hacer teatro, he ahí una de las claves de su
éxito; otra podríamos encontrarla en que, aunque es reconocible su estilo, éste
siempre está al servicio del autor escogido, del texto representado: “Uno de
los graves problemas que he visto en muchas compañías europeas es la mímesis,
copiarse a uno mismo, algo que me parece patético, aún copiar a otros tiene un
porqué, y eso me da mucho miedo; por eso voy eligiendo textos muy diferentes y
buscando otros ángulos o puntos de vista”. Y, así, mientras su visión de Ricardo III y Medea continúan representándose, con esta Madre Coraje con mucho por dar, cuando ya se sabe que repetirán
experiencia en las Naves del Español con Marat/Sade,
preparan ese Así que pasen cinco años,
treinta después de su primera versión, siempre fieles a un sentir: El teatro me
gusta como aventura, no como turismo: no sabes dónde vas, retrocedes porque ese
camino no lleva al lugar deseado, nunca te muestras aventurado pero sí
aventurero, se trata de manejar la intuición pero con la ayuda de una brújula,
unos objetivos, una metodología, el rigor de los actores y, sobre todo,
trabajo, trabajo, trabajo”. Y, si se me permite la obviedad, un punto de
coraje, esa fuerza inherente a cada montaje de Atalaya.