Llevo todo el día pensando que me enredo
demasiado en mis presentaciones de nuestro programa Destino: Wonderland en Onda Arcoiris, puesto que la audiencia es
inteligente y, si ya se ha convertido en cómplice habitual, si ya nos conoce de
antemano, comprende de sobra por dónde van los tiros, de qué hablamos cuando
hablamos de “país de las maravillas” (sigo evocando a Carver, bien saben los
fieles que cuando me empeño en algo me pongo especialmente reiterativo) y no
hace falta seguir justificando (porque eso es lo que parece) un título que
queda perfectamente desarrollado y lleno de contenido cuando se escucha alguno
de los podcasts existentes (http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/cultura-lgtb/),
con la promesa de que cada jueves habrá uno nuevo (es decir, el próximo en
apenas unas horas). Y es que, aunque nos encanta soñar, imaginar, evadirnos,
poner coto a lo que nos inquieta, atormenta y perturba (¡Qué grande Esperanza
Gracia con esos brazos que no paran quietos!) con expresiones culturales que
son nuestra pasión y en gran parte nuestra vocación (no sólo por juntar
palabras aquí o allá, sino como espectadores, lectores, consumidores del arte
que otras personas regalan al resto), abogamos, procuramos, defendemos,
abonamos un país maravilloso en el que no tienen cabida la iniquidad, la
infamia, el crimen en cualquiera de sus acepciones, el totalitarismo, el
sectarismo, tantas lacras que hacen el mundo menos habitable y lo convierten en
una continua batalla por sobrevivir, por poder ser, pensar, amar del modo en
que uno quiere sin interferir en el de los demás, celebrando la diversidad, la
libertad, el respeto, la convivencia, un lugar que no es utópico, que puede ser
real, que es factible, que hemos de construir y cuidar, no es una venda, un
maquillaje, un negar la realidad, un mirar hacia otro lado, un confiar a ciegas
en la bondad de los desconocidos, es un escape, una necesidad, un
reforzamiento, un repostaje, un enriquecimiento que nos ayuda a (intentar) ser
mejores personas, a escuchar, a abrir la mente, a ensanchar el alma, a no dar
nada por sentado, a continuar aprendiendo, a encontrar las herramientas para
combatir a los que no cejan en su empeño por insultar, degradar, ofender,
prohibir, lapidar, criminalizar, segregar, a minimizar sus daños, a no bajar la
guardia, a no dejarse arrollar y mucho menos derrotar. Sí, alguien podrá decir
que, en contra de lo que afirmo, no hago otra cosa que verbalizar lo que, por
desgracia, es un deseo que, durante más de veinte siglos en enumeración
ascendente y una enorme cantidad en sentido descendente, se ha demostrado
irrealizable, una quimera (aunque, por otro lado, para saber lo que nos gusta
tenemos que poder reconocer a su antagonista, lo bueno sin lo malo –y viceversa-
no sería más que un término tal vez absurdo –o con un significado muy
diferente-), pero me gustaría hacer hincapié en que eso no quita validez, todo
lo contrario, a aquello que algunos, para que no pensemos, no actuemos, no
sepamos, maltratan como algo prescindible a lo que quieren sojuzgar e incluso
aniquilar, aquello que no dudan en tildar de capricho, de necedad, de fútil, de
veleidad, lo transforman en un lujo inaccesible para la mayoría, se adueñan de
ello para trivializarlo, rebajarlo, dejarlo huero, recubrirlo de una pátina
elitista que lo desvirtúa y que sólo les sirve para alardear (pero que no se
molestan en conocer, manipulándolo y utilizándolo a su antojo y conveniencia).
Es por eso por lo que cada semana habitamos ese Wonderland que Pablo logró
hacer realidad, esa tierra en la que nos encontramos con gente apasionante y
apasionada con lo que hacen, en la que disfrutamos sin freno ni medida, pero
sin dejar de lado el por desgracia todavía necesario activismo para reclamar
igualdad, respeto, la total implementación de derechos básicos que son
cercenados con impunidad (o por “tradición”, por “normalidad”, por “lógica” –qué
escalofríos escuchar los “argumentos” de algunos que tienen púlpitos y tribunas
a su disposición-). Además, no conviene olvidar que, según el DRAE, “maravilla”
es “suceso o cosa extraordinarios que causan admiración” y la “acción o efecto
de maravillar o maravillarse”; teniendo en cuenta que “extraordinario” es, en
su segunda acepción, lo “añadido a lo ordinario” (los gastos, las horas) y que “maravillar”
no es otra cosa que “causar admiración a alguien”, comprobaremos que nuestros
planteamientos radiofónicos van en esa línea de adicionar, enriquecer,
incrementar, agregar otras luces a la existencia rutinaria y sujeta a
convenciones que todos llevamos en un momento dado (aunque no nos pese),
aplaudiendo y celebrando a aquellos que nos dan motivos para ello.
Y, en realidad, lo aparentemente mágico, lo
fabuloso, lo que no se puede explicar pero no se puede negar, está más cerca de
lo cotidiano de lo que queremos pensar: no hay más que hacer memoria, si es que
estuvimos atentos en su momento, y recordar alguna de las anécdotas que nos
contó nuestra abuela (e incluso, por qué no, alguna que hayamos protagonizado
nosotros mismos o de la que hayamos sido testigos), son esas historias que,
aunque parezcan imaginativas e imaginadas, mucha gente acepta como posibles
(cuando no como reales) cuando las narran Wenceslao Fernández Flórez o Álvaro
Cunqueiro, los sucesos que Isabel Allende afirma son rigurosamente ciertos (“son
cosas que tal vez sólo pasan en California, pero así son, no invento nada”),
ese realismo mágico que brota con tanta naturalidad al otro lado del Atlántico,
aquello que Alejo Carpentier denominó “lo real maravilloso”, la sorpresa de
vivir con los sentidos muy despiertos. Y es con esa naturalidad con la que
Sofía Segovia narra El murmullo de las
abejas, novela publicada recientemente por Lumen y que la autora mexicana
vino a presentar a Madrid, una historia que parte de lo que escuchó en su casa,
del pasado familiar, una obra que no titubea en rellenar los huecos existentes
en la memoria colectiva de su país, en hablar de sucesos que apenas aparecen en
los libros de Historia, pero, eso sí, primando la particular de los Morales
Cortés, la familia protagonista, recorriendo de su mano casi todo el siglo XX y
lo que llevamos de XXI, unos hechos que le tocan muy de cerca: “Mi abuelo era
de Linares, allí nació mi padre, pero tuvieron que irse a Monterrey debido a la
reforma agraria; nos contaba sus anécdotas, muy simpáticas, y con todo lo que
he ganado con la edad, porque se siguen ganando cosas, no todo es ir
perdiéndolas, con la sensibilidad y la sensatez que dan los años fui quitando
la capa del humor agudo y sabroso, y fui percibiendo la nostalgia. Y entonces
me pregunté qué dejó por decir, murió cuando yo tenía nueve años, y al final me
di cuenta que sobre todo tenía silencios porque el pasado duele mucho: dejar la
tierra que por generaciones había sido de su familia, la tierra a la que
siempre creyó pertenecer, tradiciones, amistades, su vocación, para llegar a la
ciudad a inventar algo nuevo y diferente, imagino que eso fue durísimo y
costoso, por eso comprendo que no pudiera dolerse del pasado para levantarse
cada día a luchar por el presente; entonces, fui en busca de lo que quedó
fuera, de los silencios, de lo que calló”.
Sofía Segovia ha sabido integrarse en la novela
sin tomar directamente la palabra, expresándose a través de sus personajes: “Al
escribir lo importante es que sea la historia la que brille, no estorbar, a
veces el autor se mete demasiado, y ha sido mucho el trabajo para que la
narración parezca fácil, pero ese ha sido el propósito. La novela tiene su
complejidad en la estructura, en la construcción, pero no creo que deba serlo a
la hora de poder entenderla, que sea fácil el acceso”. Y acierta de pleno
porque consigue que la narración sea fluida, que parezca que alguien está dando
rienda suelta a sus recuerdos sin filtros ni cortapisas mientras recorre los
kilómetros que le separan de su ciudad natal, Linares, una facilidad narrativa
que tiene como partícipe necesaria a la
sensorialidad que alienta su prosa, a la importancia que se da a los olores,
los sonidos, todo lo que llega de manera espontánea e inmediata: “La
sensorialidad de la novela fue premeditada por dos motivos: primero, creo que
la vida es fundamentalmente sensorial y si estoy invitando a alguien a que se
una a esta historia debo hacérsela cercana, tal y como es la vida, lo que
sucede es que nos dejamos llevar por las prisas y no nos damos cuenta de lo que
perseguimos; por otro lado, es una invitación a recordar, a la nostalgia, y no
hay recuerdos sin los sentidos, es ahí donde se anclan: un aroma nos
transporta, basta con eso para evocar. Y no tuve necesidad de ser muy
descriptiva, son también sensoriales, y así cada uno se crea la imagen de los
personajes con el ejercicio creativo del lector: hay pocos datos, excepto de la
Nana Reja porque quería una imagen muy poderosa y marcada. Creo que es mejor
trabajar con las sensaciones y sugerir”. Es esta manera de escribir la que
favorece y propicia que lo que, a pesar de la sencillez con que está descrito,
no dudaríamos en calificar de “mágico” brote con enorme naturalidad, como algo
irremediable: “Es algo que no se
puede fingir ni forzar, porque en caso contrario no funciona y obra el efecto
contrario al deseado: las abejas, Simonopio y la Nana Reja están muy arraigados
en la naturaleza y son ellos mismos los que incorporan un realismo mágico tan
orgánico porque nace del asombro que me causa la naturaleza, ya que cuanto más
sabemos más nos preguntamos y he ahí la maravilla”.
Gran parte de la irrefrenable empatía que el
lector siente casi desde la primera página se debe a un personaje enormemente
carismático, a un insólito héroe que jamás se comporta como tal, a un magnífico
hallazgo llamado Simonopio: “Simonopio nació ya en el primer párrafo como en
otro plano de la existencia, un poco fuera de las banalidades humanas, vive
alejado de todo, lee la vida, quise que no pudiera hablar para que escuchase
más, tiene que batallar sin explicar, ese aire misterioso es parte de su
persona, se mantiene como tal para todos excepto para Francisco Chico”. Este
extraño nombre está tomado, como tantas cosas, de lo que le escuchó decir a su
abuelo, chanzas y decires que Sofía Segovia ha incorporado a su abuelo a modo
de homenaje: “Mi abuelo siempre contaba cómo le puso un sinapismo a un niño al
que llamaban Simonopio; pensamos que el niño se llamaba Simón y mi abuelo le
cambió el nombre con esa ironía que destilaba. Resulta que presentando la
novela en una Universidad se me acercó una experta en Literatura para decirme que
Simón en hebreo significa “el que escucha”, y me pareció una coincidencia
hermosa que este niño que salió de lo que contaba mi abuelo sabiendo escuchar
hiciese honor a su nombre”. Junto a él, un puñado de creaciones como la Nana
Reja, las propias abejas (fundamentales en el devenir de los acontecimientos),
una población que se enfrenta a lo que se conoce como influenza española, una
plaga que la diezma sin concesiones y de la que sólo algunos pueden escapar al poner
tierra de por medio (tragedia en medio de la cual Sofía consigue algunas de sus
páginas más divertidas, tal y como suele ocurrir en la vida diaria, todo
mezclado sin solución de continuidad) y, por supuesto, el malvado, el enemigo,
un rol ingrato pero que alguien debe desempeñar, un personaje al que la autora
dota de verosimilitud, de humanidad, de presencia poderosa que se erige como
amenaza terrible, Anselmo Espiricueta: “Me vi obligada a ser justa con él y
explicar cómo le pesa su pasado, cómo nace su odio, no escatimé en gastos
porque reflejar las sensaciones de Francisco Chico o del propio Simonopio no
era demasiado difícil, terminas respirando profundo, es grato, pero luego fue
tremendo meterme en el pellejo de ese personaje, comprobar la dureza de su
vida, qué real es su dolor, su rencor, en parte qué justificado está, pero qué
triste que no acepte la nueva oportunidad que la vida le pone delante. Son sus
decisiones y ahí están, prefiere arraigarse en su rencor, es incapaz incluso de
amar a su familia, no quiere alejarse de la enfermedad pero culpa a todos
porque le han dejado solo, no acepta lo bueno porque piensa que le someten a
base de no darle palos”.
Aunque se dan muy pocos datos históricos
para no entorpecer el desarrollo de la novela, los que aparecen permiten
hacerse una idea bastante exacta de lo que debieron pasar los habitantes de
aquella zona en aquellos años en los que se centra gran parte de la acción (el
primer cuarto del siglo XX): “Kipling decía que “si la Historia se contara como
un cuento nadie la olvidaría”, y yo hablo de una guerra que apenas se cuenta en
lo que se estudia, que siempre se ha contado poco y mal, aunque lo que reflejo
es sobre todo la experiencia de vivir una guerra, y contada como un cuento tal
vez se comprenda mejor, yo misma lo hice mientras escribía”. Sin alharacas, con
una literatura que busca sobre todo hacer pasar un buen rato, Sofía Segovia
cree que ha llegado el momento de hacer justicia con aquellos que nos
precedieron y que, tal vez por no hacerse ni hacernos daño, optaron por el silencio:
“Saber duele, México se distingue mucho por no querer hacerlo y eso le facilita
ser un país que se recupera muy pronto; en cierto modo es bueno, pero la otra
cara de la moneda es volver a cometer los mismos errores porque no aprendemos
del pasado, olvidamos para festejar, para celebrar el Mundial y en las
elecciones se vota a los mismos. Siempre aparecemos en los libros que recogen
records como uno de los países más felices y eso es porque preferimos no saber.
Esa actitud tiene un lado bueno que es no vivir en el rencor, no seguir
lamentándose por lo que ya no tiene vuelta de hoja, pero no recordar nos afecta
y es hora de hacerlo para evitar otros problemas, para sacar enseñanzas”. O, al
menos, para conseguir novelas que celebran el mero hecho de respirar,
reclamando el tiempo preciso para escuchar y dejarse mecer por el murmullo de
las abejas.