Llevamos un tiempo a vueltas con la lengua, el idioma, su uso, su
evolución, cuánta autoridad tiene el DRAE, quién es quién para decir al resto
cómo utilizar la herramienta con la que se comunica, se hace presente (o
visible), se presenta, se da a conocer; a uno le parece que han sido muchos los
que han cogido el rábano por las hojas (por resumir, hubiese opinado y
expresado lo mismo aquí y allá si la sugerencia del -para mí- barbarismo “portavoza”
hubiese sido propuesta de un hombre), he discutido sobre todo con varones que
se han posicionado al lado de Irene Montero acusándonos, y no con buenos modos,
a los que afeábamos el supuesto -en ese limbo lo dejo- término de misoginia
galopante (pasando por alto que los más susceptibles de ser acusados de ello
son los que han permitido que se ponga a una mujer en la picota, ¿por qué no
reivindicó el, de nuevo, supuesto hallazgo el macho alfa de la manada?),
tergiversando, envenenando y abortando el posible debate, la discusión, la indudable
y necesaria evolución y constante transformación del lenguaje más allá o a
partir de lo que en un principio pueden ser -y tal vez no pasen de ahí- caprichos,
provocaciones o patadas al diccionario -¿Vamos a eliminar todas las palabras
neutras?-, gente que ha ido más a darse a valer, a promocionarse con un gesto
tan (perdónenme pero así lo considero) banal y hueco como el de los abanicos en
la entrega de los Goya o el de las actrices vestidas de negro en los Globos de
Oro sin renunciar al oropel, la alta costura y demás símbolos de lujo; algo
similar ha ocurrido con aquellos que, en lugar de denunciar aquello que les
parece los demás olvidarnos por (pre)ocuparnos por este asunto y sentirlo como
prioritario, han perdido el tiempo en, primero, leer algo que, según declaran
airadamente, no les parece interesante ni urgente ni útil, segundo, emplear sus
redes, tribunas, palabras en engordar esa conversación trivial, vana y
sospechosa -y acusada- de ser una maniobra de distracción (que no negaré es algo
que he pensado del momento que dio origen a todo, pero bienvenida sea la
ocasión para, sin aparcar o pasar por alto otras cosas, poner el foco en etimologías,
semánticas y demás), tercero, considerar -como tantas veces- un asunto menor
cuando no prescindible cualquiera relacionado con la cultura.
Y el caso es que la gran mayoría de estos adalides de este feminismo (aunque
llamarlo así me parece una ofensa para el auténtico, el que se implica, el que
lucha por un mundo más equilibrado y bien compartido/repartido) trivializado,
centrado en poses estudiadas y en frases muy triviales que, para colmo,
consiguen el efecto contrario al buscado (eso los que, al menos, así lo
desean/procuran, el resto, como se dijo, sólo engordan su imagen de buenos
samaritanos -al final, siempre superiores y por encima, nada solidarios-), son
los primeros en incurrir en aquello que (de nuevo, se supone) pretenden
desterrar (no hay más que analizar sus frases, pero como interesarse por el
idioma es algo trivial -y cosas peores- con la que está cayendo, con lo que
roban los políticos, con la corrupción generalizada, con lo de Cataluña, con
esto, con lo otro, con Trump, con lo que sea -sobre lo que tampoco es que
aporten mucho mientras siguen repitiendo su cantinela-, como no estamos para
asuntos lingüísticos, ni siquiera son realmente conscientes de lo que dicen o
de lo que esas palabras dejan traslucir o reflejan sin tapujos). Y, por fin
llego a lo que pretendía exponer, precisamente por esta desidia, siguen utilizando
o no abogan por desterrar expresiones como “caza de brujas” (si eso es el
movimiento #MeToo -tema demasiado complejo para tratar en este texto-, parece
que lo correcto sería decirlo en masculino), “merienda de negros”, “no hay
moros en la costa” o “hacer el indio”, todas peyorativas, insultantes,
xenófobas, supremacistas. Y, he ahí la primera maravilla del libro que me
gustaría recomendar hoy, me dio por pensar en ello tras divertirme de lo lindo
con una lectura dirigida al público joven, una novela que ya es un pequeño
clásico y que, ojalá, siga ampliando lectores con la pertinente reedición que
Siruela (que lo publicó por primera vez en 2009) ha llevado a cabo
recientemente, un título que fue galardonado en 2007 con el National Book Award
en la categoría de literatura juvenil: El
diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial de Sherman
Alexie, con ilustraciones (fundamentales y desopilantes -no se salten ninguna-) de Ellen Forney y
traducción de Clara Ministral.
Aunque he encontrado diferentes explicaciones al origen de la expresión,
resulta curioso que (según citaba Jorge S. Casillas en un artículo aparecido en
ABC en julio de 2014), Ramón J. Sender revele en su libro Túpac Amaru que, a mediados del siglo XVIII, “hacer el indio” se
utilizaba como sinónimo de aceptar las humillaciones sin replicar ni defenderse,
es decir, un sentido muy distinto al que se le viene dando cuando acusamos a
alguien (o lo reconocemos en nosotros mismos), con más o menos coña, con más o
menos insidia, de estar haciéndolo. De estos y otros prejuicios, de estas y
otras (tristes) realidades se ríe en primera persona (y con claros tintes autobiográficos)
Sherman Alexie gracias a un protagonista tan impactante e inolvidable como
Arnold Spirit Junior, un indio Spokane de 14 años que se presenta al lector en
la primera frase como alguien que nació con agua en el cerebro (para decir a
continuación que, en realidad, nació con demasiado líquido cefalorraquídeo), un
chaval que, además, tiene miopía en un ojo e hipermetropía en el otro, diez
dientes más de lo habitual, unas “horribles gafas de plástico negro”, cecea,
tartamudea y una cabeza que él mismo califica de gigantesca y tremenda (“Mi cabeza era tan grande que tenía pequeñas cabecitas
indias orbitando a su alrededor. Algunos niños me llamaban Órbita. Otros me llamaban
Globo Terráqueo. Los más bestias me cogían, me daban vueltas, me ponían el dedo
en la cabeza y decían: “Quiero viajar aquí”.”). Y esto es sólo el principio
y un somero resumen de ese primer capítulo que deja descolocado pero anticipa el
tono y contenido de lo que sigue, un libro para jóvenes que se los toma muy en
serio porque habla sin banalizaciones ni infantilizaciones, con honestidad, sin
eufemismos, directamente, provocando la carcajada a ratos, congelándola otros,
invitando a la reflexión pero sin moralejas, sin frasecitas rimbombantes que retuitear
compulsivamente o inmortalizar en pósteres, incluso (ya que también ha ocupado
la plaza pública en los últimos tiempos) con un claro deseo de importunar, de
meter el dedo en el ojo, de sacar los colores (incluso en eso mismo: cuando Junior
deja a un profesor sin argumentos y deja al descubierto su ignorancia, éste se
pone “rojo brillante” y el muchacho piensa: “Nunca había visto a un indio ponerse tan rojo. Entonces, ¿por qué nos
llaman pieles rojas?”).
“Es un asco ser pobre, y es un
asco tener la sensación de que, por algún motivo, te mereces ser pobre. Empiezas
pensando que eres pobre porque eres tonto y feo. Entonces empiezas a pensar que
eres tonto y feo porque eres indio. Y, como eres indio, empiezas a pensar que
estás condenado a ser pobre. Es un horrible círculo y no puedes hacer nada para
salir de él.” Poco se puede añadir, sólo desear/forzar que, al margen de
eso que se llama “público objetivo”, muchas personas lean el libro, sobre todo
adultos, especialmente y en concreto toda esa gente blanca que se refiere a sí
misma como tal para, de ese modo, trazar y sustentar fronteras, jerarquías,
guetos -las reflexiones sobre las reservas indias son para enmarcar y enviar a
gobernantes (que al menos lean, aunque parece que tampoco muchos de los que
pueden votar lo hacen)-, algo que también reprocha a los suyos (“Los indios pueden juzgar y odiar tanto
como cualquier blanco”) por más que
encuentre el origen de esa involución, de la pérdida de su tolerancia
ancestral, al momento en que “aparecieron
los blancos y trajeron su cristianismo y su miedo a la excentricidad”, es
decir, al diferente, al que tiene otras costumbres, otras leyes, otro modo de
vida, otros dioses. Sí, cae en la xenofobia, pero ha nacido con la
obligación/necesidad de defenderse (más allá de sus particularidades físicas),
con el instinto de supervivencia marcado a fuego, agudizado en su caso, en
parte por ese maltrato recibido puede decirse (y afirmarse) que tiene actitudes
y comentarios claramente xenófobos hacia los otros indios.
El diario completamente verídico
de un indio a tiempo parcial alterna episodios que pueden ser considerados
paródicos con otros lapidarios por su (en este caso viene más al ídem que nunca
decirlo) cruel realidad, aunque lo que impera es el tono jocoso, irónico e
implacable de la lógica adolescente (“Supongo
que a los tíos pobres no se les besa en la boca”, afirma cuando la chica
que hasta ese momento podía considerarse su novia le da un beso en la mejilla
al preguntarle “algo fuerte”, tanto como “¿eres pobre?” y recibir una respuesta
afirmativa). Sherman Alexie ha conseguido que su adolescente hable como tal,
sin estrambóticos ejercicios de estilo, tanto en lo meramente formal como en el
contenido y, así, por más que haya (que lo habrá) quien se lleve las manos a la
cabeza en esta muy recomendable lectura juvenil se habla de la masturbación, se
la nombra directamente, nada de perífrasis (bueno, sí hay una, en afortunada
traducción ”dale a tu cuerpo alegría”,
pero por si quedan dudas, Junior añade “Sí,
es verdad, reconozco que me masturbo”) y se agradece que se nos hable a
todos por igual, sin importar la edad que tengamos, sin ñoñerías ni diminutivos,
sin ser Julia la de Verano azul, sí,
digámoslo puesto que los adalides de la igualdad no están para estos matices,
sin hacer el ridículo, es decir, sin hacer el indio.