Hay películas que nunca olvidas cuándo y cómo viste por primera vez, así
me sucede con El próximo año, a la misma
hora, la adaptación de la exitosa obra de teatro de Bernard Slade que él
mismo firmó para que Robert Mulligan sustituyese tras la cámara a Gene Saks (quien
dirigió el montaje original en Broadway) y Ellen Burstyn volviese a encarnar el
rol que le había valido un Tony, compartiendo pantalla con Alan Alda y no con
Charles Grodin, su compañero sobre las tablas. La emitió TVE en horario de
máxima audiencia (sí, en ciertas cosas fue mucho mejor aquel tiempo pasado que
el de ahora) en enero de 1987, aquella época en que las clases estaban
suspendidas por la huelga estudiantil que casi ha quedado reducida a la
aparición de aquel conocido como Cojo Manteca, y la vimos tan ricamente (como
tantas veces) los tíos, la abuela y yo. Ese fue el momento de enamorarme de un
texto espléndido, de cautivarme con una (otra) canción debida al matrimonio
Bergman (Marilyn y Alan) y a Marvin Hamlisch (sin olvidar la magnífica
interpretación de Johnny Mathis y Jane Olivor), de revalidar mi admiración por
Mulligan (el artífice de Matar un
ruiseñor, otro de mis hitos televisivos unos años antes, un referente para
siempre), por la actriz que, sobre todo, era hasta ese momento “la madre de la
niña de El exorcista” (aunque a veces
suprimíamos lo de “la niña” y le cambiábamos la criatura alumbrada) y por el
protagonista de una de esas series que seguíamos aún sin captar todos sus matices,
es decir, M.A.S.H., de experimentar
esa gratísima (y por desgracia cada vez menos frecuente) impresión de estar
ante una cinta que vas a recordar siempre, que vas a revisar en cuanto tengas
oportunidad, que te va a seguir gustando, que se convierte en una de tus
favoritas porque el placer y la sorpresa jamás decrecen, lo de menos es conocer
su conclusión.
Y, por desgracia, obras como la de Bernard Slade son cada vez menos
frecuentes en la cartelera (diré madrileña porque es la que conozco, la que
tengo cerca, a la que tengo acceso), el canadiense representa un tipo de teatro
que algunos han decretado que no interesa, que se ha quedado antiguo, que es
burgués (a veces, cuando escucho este adjetivo, a pesar del habitual tono despectivo,
no tengo muy claro a qué se refieren o qué hay de malo en que uno, por ahí van
los tiros -también en acusar de conformista, conservador o alienado a quien
pasa un buen rato con la función-, quiera no complicarse demasiado la cabeza
-en apariencia, luego veremos que, si se quiere, hay mucha tela que cortar, que
lo ligero no lo es tanto, aunque si no es más no tiene por qué ser negativo-), lo
han enterrado/desterrado/olvidado -aunque generalizan desde el desconocimiento
la mayoría de las veces-, y eso es lo primero que celebro/agradezco a Héctor
Claramunt, director y adaptador de Una
vez al año, versión en castellano de lo que en catalán ha sido un gran éxito
en el Poliorama de Barcelona hace pocos meses: “Como espectador, añoro obras en esta línea: me satura lo que se vende
como moderno, pero olvida al espectador y le deja exhausto, sin entender nada.
Me apetecía una historia para hacer feliz al público, que riera, llorara, se emocionara,
un tipo de teatro que veía en mi infancia, sin más pretensiones que contar una
historia, que te involucres con los personajes, es el teatro que me gusta”.
Y también a un servidor quien, gracias a los buenos oficios de Daniel Mejías y
Jorge Ochagavía, tuvo la oportunidad de charlar en el mismo patio de butacas
del Marquina (teatro que acoge la función desde el pasado 22 de marzo) con el
máximo artífice del montaje que ya se está aplaudiendo en Madrid, heredero
directo del que (también con adaptación de Héctor) dirigió en Barcelona Àngel Llàcer
y fue interpretado por Mar Ulldemolins y David Verdaguer, quienes no han podido
repetir experiencia aquí porque “la
opción de venir surgió de repente y no hubo posibilidad de cuadrar agendas, ya
tenían otros compromisos”, motivo por el que Héctor dio un paso al frente
y, así, vive su debut madrileño en estas lides. Silvia Marty y David Janer son
los encargados de dar vida a una pareja que sólo lo es una vez al año, el
momento en que abandonan su hogar para reencontrarse en la misma habitación en
que sellaron su amor a pesar de estar casados con otras personas y haber
formado cada uno su respectiva familia; ahí está lo rompedor, lo transgresor,
lo revolucionario, lo que convierte a esta obra en cualquier cosa excepto en
convencional: no se juzga a los adúlteros, todo lo contrario, se les apoya, se
les comprende, hay libertad de sentimientos, se rompen reglas, se cuestionan obligaciones
sociales/personales, se dinamita aquello considerado “normal” sin necesidad de
grandes discursos ni subrayados.
La función recorre veinticinco años (entre 1951 y 1975) en la historia
particular de la pareja protagonista, pero también en la historia general del
país en que transcurre (EEUU), el público que se acerque al Marquina verá unas
actualización y españolización hechas con buen criterio, con respeto absoluto
al original (hay momentos calcados), las mismas situaciones, las mismas emociones,
sólo se ha cambiado lo imprescindible para que resultase verosímil en la España
de 1975 en adelante: “A la hora de
adaptarla a España, se trataba de escoger los momentos adecuados para
enclavarla en nuestro pasado, pero el tema del amor, las relaciones, la
infidelidad, todo eso es eterno y lo que se cuenta en escena queda en el
público, porque mucha gente sale preguntándose si haría algo similar. Los personajes
siguen queriendo a sus familias, llevando sus vidas, procuran no hacer daño a
nadie, se termina queriendo tanto a los que están en el escenario como a los
que no aparecen”. También sobre esto tengo feliz ocasión de conversar con Silvia
Marty en su camerino: “No se puede obviar
el contexto histórico, marca a los personajes, les afecta, les hace
evolucionar, los cambios de fuera se notan en esa habitación”, esa es una
de las múltiples razones por las que dijo sí al proyecto, por poder “mostrar a través de mi personaje cierta
evolución de la mujer, algo que creo muy importante. Es maravilloso trabajar
esa primera parte en que es todo impulso, no filtra, dice lo que le sale y ya
está: empieza siendo una chica inocente, con ansia de vivir, con mucha
curiosidad, felizmente casada, se quedó embarazada y, sin ningún tipo de
conflicto, dejó sus estudios, cuida de su familia, pero va evolucionando e irá
tomando decisiones”. Y lo que aquella mujer hacía y decía en el original,
lo que hace y dice la de ahora, sea en EEUU o en España, tiene vigencia y
validez (ojalá fuese algo del pasado): “Todavía
hay que reivindicar ciertas cosas, no queda otra; es una pena pensar que ya
nuestras abuelas estaban con ello y hoy en día seguimos casi igual. Por otro
lado, una cosa son los derechos fundamentales básicos, y otra bien distinta,
que no se puede negar, es que el hombre y la mujer son diferentes y eso es una
maravilla”.
Y ahí, como se decía, entra cada uno para estar de acuerdo o en
desacuerdo, aplaudir o reprobar las acciones y palabras de los personajes,
Héctor Claramunt lo tiene muy claro: “Tiene
que ser el público el que saque sus conclusiones, no se le puede aleccionar, no
se puede juzgar a los personajes: son buena gente, como cualquiera de nosotros,
quieren a los suyos, pero de repente se enamoran de otra persona y entonces
¿hay que escoger? ¿Es posible ese ideal de, una vez al año, preservar esa
burbujita e incluso beneficiarse de tener esa válvula de escape? Es un punto de
vista muy interesante y, sí, muy rompedor y además sin estridencias. No sé cómo lo llevaría la gente, a los
personajes les cuesta hasta que aprenden a normalizarlo, pero sufren bastante y
al principio no saben cómo llevar la situación, las familias pesan, se sienten culpables”.
Sobre este último asunto también dice algo Silvia Marty: “Venimos de un patriarcado feroz, pero también de una educación
judeocristiana con el asunto de la culpa, esa moral impuesta nos afecta, esas
diferentes capas están presentes y se explican en la obra. Por eso, puede venir
un público que sólo quiera pasar un buen rato y punto, luego habrá a quien le
toque el corazoncito, tal vez porque se sienta identificado. Lo mejor es que se
hace desde una perspectiva amable, muy blanca, tocando temas muy humanos sin
hacer sangre, especialmente lo relativo a los miedos, no sólo los propios sino
los que compartimos o enfrentamos a otra persona, son cosas que todos hemos
vivido, puede que no el hecho concreto pero sí la sensación”. Y el propio
vestuario, los peinados, las imágenes que separan una escena de la siguiente,
las canciones que suenan, todo habla de nosotros, de un tiempo que aún está muy
cercano, de realidades dolorosas, de momentos de muy diversa índole, sólo la
habitación (como en el original) permanece prácticamente inalterable, mientras
los actores, en tiempo récord, van envejeciendo, cambiando de ropa, rellenando
las elipsis: “Los actores hacen un
trabajo que a veces no se valora lo suficiente porque se piensa que la comedia
romántica requiere menos esfuerzo, no se revuelcan en la sangre, no es una
tragedia, pero es muy difícil mantener este auténtico tour de forcé: es una
hora y 5o minutos en que no se para, constantes cambios de vestuario y
maquillaje, también de energía, de actitud, envejeciendo, estoy muy orgulloso”,
afirma Héctor Claramunt y, viendo los resultados, se puede decir que no es para
menos.