Nunca he creído demasiado en las casualidades a pesar de que utilice la
palabra en muchas ocasiones (al fin y al cabo la tengo, como cualquiera, en mi
vocabulario desde siempre), aunque en seguida la retiro por inapropiada, por no
estar de acuerdo con lo que representa, porque, como tantas veces repito, me
gusta más pensar en ese oxímoron que habla de un destino azaroso, mezclando un
cierto determinismo con la carambola de lo que sucede de ese modo, buscando
unas causas e incluso un impulso, un deseo, un sueño u objetivo que se ha
perseguido hasta lograrlo (o, y tampoco en eso soy excepcional, juego con la palabra
y la transformo en “causalidad”, destacando el libre albedrió, la decisión propia);
el caso es que, aunque estuve viendo Todas
las noches de un día en el Teatro Bellas Artes el pasado día 7 y aunque
tuve la magnífica y anhelada oportunidad de conversar telefónicamente con Luis
Luque, su director, pocos días después, aunque el presente escrito empezó a
fraguarse la semana pasada, no es hasta hoy cuando me pongo a concluirlo y a
darle difusión, día de Navidad que, al igual que la noche previa, he querido
vivir en solitario, al margen de la celebración, lamiéndome algunas heridas, tomándome
el tiempo para hacer lo que me apeteciera en cada momento (ver televisión, leer,
reflexionar, abandonarme en el sofá) y no sentir, como tan a menudo sucede el
resto del año, que son los demás los que deciden por mí, los que toman, ocupan y
(en demasiadas ocasiones) desperdician mi tiempo, los que llenan mi agenda con
compromisos (por no llamarlas obligaciones y/o imposiciones) que me impiden
atender aquello que me apetece, los que ni tan siquiera preguntan qué tal me
viene esto o aquello, no digamos nada en lo que a lo más profundamente familiar
se refiere porque no es el lugar y, en todo caso, es algo que no quiero
vomitarle a nadie mientras pueda contenerlo. Sea como sea, con un punto de nostalgia
por épocas pasadas y gentes a las que nunca dejaré de echar de menos, con un
poso de amargura, con cierta pena, pero sobre todo con la cabeza muy fría y el
corazón a medio latir para acallar los ecos de la tristeza, me ha venido bien
esta podemos decir terapia, esta pequeña catarsis, este reactivarme y (a pesar
de interferencias inevitables a no ser que se corte por lo sano y tampoco me gustaría
llegar a tanto), parafraseando la popular canción, dedicarme ese tiempo que me
quedó libre (porque así lo quise y, las cosas como son, tomarlo me fue mucho
más fácil de lo que pude pensar), mantenerme a buen resguardo (por más que las
nubes negras que avecinan tormenta nunca se alejen del todo y, al final,
estalle aunque sea brevemente para hacerme sentir mal -muy mal- por mi reacción
-no puedo evitarlo: me arrepiento de casi todo, por más que en el fondo haya
querido actuar de ese modo- mientras los demás olvidan muy pronto -o ni
sienten- las secuelas del huracán.
Entro por fin en materia para decir que el desvarío de un poco más
arriba tiene su sentido y su porqué (o eso quiero pensar) a la hora de hablar
de Todas las noches de un día porque
ese es el modo en que me he sentido vinculado con Samuel, el personaje que
interpreta con emotividad, fragilidad y grandeza un Carmelo Gómez más allá del
estado de gracia porque lo que consigue en escena supera muchas de sus cotas y nos
ofrece una faceta inédita (o poco/mal/nada aprovechada) de su contundencia
interpretativa (que también se demuestra en los tonos medios o bajos, en el
infantilismo de actitudes y reacciones, en las bondad y lealtad a prueba de
bombas que exhibe y demuestra). Samuel pasa la vida en un invernadero, en una
permanente primavera, sin depender de los caprichos de la meteorología, las
plantas viven gracias al artificio, a una atmósfera reproducida, estén
preservadas pero, por así decirlo, prisioneras, el propio jardinero está
refugiado pero al mismo tiempo parece querer esconderse, hay toda una dicotomía
por no decir dilema, el espacio escénico (como todo el texto de Alberto Conejero,
poético en lo íntimo, en lo mínimo, en lo cercano, en lo anímico, en lo que
propone, en lo que sugiere, en lo que deja intuir, en lo que no cuenta y no es
necesario -el espectador debe hacer su propio viaje y el autor no le
condiciona-), ese invernadero en que Samuel cuida/vigila sus plantas (y mucho
más) puede interpretarse de muchas maneras, esa es la magia de esta función,
eso es algo que siempre consigue Luis Luque con sus montajes, apoyándose en textos
(tomándolos como punto de partida y colocándolos, como debe ser, en el hipocentro)
que se lo permiten/consienten, que coadyuvan a forjar dramaturgias plenamente
emocionales, unas gustarán más, otras gustarán menos, unas llegarán de un modo,
otras de manera diferente, en estas te sentirás más implicado que en aquellas,
el caso es que nunca te son indiferentes, se quedan dentro, las recuerdas, así
sucede de nuevo (y así lo refrenda el éxito de crítica y público por donde
pasa) con Todas las noches de un día que,
tras casi un año de gira, estará en el Bellas Artes de Madrid hasta el próximo
6 de enero para continuar después su periplo por los escenarios españoles. Y
llega el momento de callarme más allá de lo necesario para contextualizar sus
respuestas y emitir algún que otro elogio más (todos los que me parezcan necesarios)
porque, como ya dije, tuve el inmenso placer de compartir charla con Luis
Luque, uno de los directores de teatro actuales cuya pista sigo incansable, director
al que somos fieles y adictos, responsable de montajes impactantes en y a diferentes
sentidos y niveles, un prodigio de equilibrio y contención, conjugando todos
los elementos para que lo que vemos y escuchamos rompa la cuarta pared y llegue
incontenible al patio de butacas y todo desde la mesura, desde el respeto al
espectador (no sólo en evitar la estridencia o lo que apabulla sino en su
delicadeza para tocar fibras y tratar a sus interlocutores como seres pensantes
y participantes).
Lo lógico es comenzar por el principio y hablar de cómo se gestó la
función, sabiendo que Luis se involucra y está presente desde el principio: “ -“Alberto [Conejero] me trajo el comienzo de una función, la génesis de la que ahora puede
verse: se trataba de una mujer, Rosa, que tenía lejos a su prometido, éste le
mandaba cartas, llevaba muchísimos años sin verle, también había un jardinero
que llevaba una vida paralela a la suya y nunca confluían. Las referencias a
“Doña Rosita la soltera” eran evidentes, creo que el boom de “La piedra oscura”
y su trabajo posterior, todo lo que se ha relacionado a Alberto con Federico
estaba muy presente y me pareció que había que despegar el texto de todo eso
para llevarlo hacia otro lugar. Hicimos confluir a los dos personajes, hablando
de una historia de amor que no llegaba a florecer, a él le pareció más
interesante esa historia de dos personajes que están presentes y hablar del
anhelo de ese modo, desde la proximidad. Así, el nombre de ella pasó a ser
Silvia, un nombre arraigado en la naturaleza, para no recordar tanto a doña
Rosita aunque queden reminiscencias de esa génesis, por supuesto. Tanto con
Alberto como con Paco [Bezerra] sigo
el mismo proceso de trabajo: me pasan el material, yo les doy las notas, como
ellos dicen, que en realidad son una opinión de por dónde creo que puede ir la
dramaturgia, lo que pienso que psicológicamente viene mejor a los personajes,
trazo las líneas de pensamiento y así saco partido a los años que hice terapia,
jajaja”. Sale a relucir el invernadero, por supuesto, la escenografía
siempre tiene mucho que decir en los montajes de Luis, le hablo de la excelente
disposición de volúmenes, de paredes, de cristales, el modo en que el espacio
escénico puede ser opresivo o liberador, prisión o cobijo, algo a lo que ayuda
que no esté acotado del todo, que haya una pared que no se ve (aunque cuando
hace falta se nota su presencia): “Esa
esquina abierta al público está muy pensada. Fíjate, he cambiado de compositor
o iluminador en unos montajes u otros aunque tengo un equipo bastante cerrado,
pero el trabajo que hacemos con Mónica [Boromello] es absolutamente poético, buscamos que permita jugar a los actores
dentro de él, que provoque alguna evocación, que el espectador termine de
construir o imaginar: por eso no quise que se viese ninguna planta, que cada
uno aportase algo, no hay que ser irrespetuoso con el imaginario del espectador,
hay que hacer una propuesta que no puede cerrarse, eso le pertenece al
espectador. Soy muy exhaustivo en cuanto al uso del espacio, me gusta utilizar
cada rincón del escenario para que el personaje se desarrolle, por eso reniego
de que a la escenografía se la llame “decorado”: yo no decoro un espacio, lo
habito con el conflicto que se plantea en escena, por eso “El pequeño poni” fue
del modo, por eso es “Fedra” así [otro montaje que mantiene de gira y
arrasa por donde pasa, versión del clásico a cargo de Paco Bezerra, con una
Lolita que ha tapado muchas bocas y una Tina Sáinz absolutamente legendaria], todo cuenta algo o ayuda a contarlo”.
Que nadie tenga miedo o dudas (no digamos prejuicios, puede que
motivados por quienes toman su nombre en vano) cuando, con toda justicia, lea
que Todas las noches de un día es una
obra tremendamente poética y piense que será críptica, que no la va a
comprender, que será una sublimación de algo que le resulte ajeno porque Luis
Luque siempre va a la esencia, a la médula, porque explora con sus autores
hasta llegar a la verdad (que no tiene porqué ser rotunda, puede -e incluso
debe- estar abierta a diferentes interpretaciones): “Nunca he estrenado la primera versión de una obra, siempre la hemos
trabajado, la hemos pensado y repensado, se va retocando la escritura hasta que
hemos escuchado por boca de los actores lo que nos parecía adecuado, además hay
que sumarles su carne, su propia propuesta, ya en el montaje aparecen los
champiñones, como me gusta decir, los agujeros negros en que percibimos que la
dramaturgia no está hilada todo lo fina que debiese y el actor tiene problemas
o de memorización o porque hay una línea de pensamiento que no se llega a
desarrollar, el caso es que hay que volver a reescribir, tengo una grandísima
suerte tanto con Paco como con Alberto en ese sentido, siguen cambiando y
buscando la calidad sin descanso”. Y en esa búsqueda de la calidad, uno se
atrevería a decir, viendo los resultados, que es la máxima prioridad es siempre
la verdad: “Vengo del mundo de la
actuación y detecto en seguida la mentira, en cuanto a una escena le noto la
actuación en el sentido más técnico paro y me pongo a trabajar con los actores
a otro nivel más profundo. Ahora mismo se está haciendo un teatro muy íntimo,
de sentimientos, muy emocional, creo que los actores no pueden proyectar por el
hecho de hacerlo: aunque fui el primero en tener muchos apriorismos con los
micrófonos ahora no lo dudo para que la magia, la poética de lo pequeño no se
destruya y, así, buscar esa respiración, ese latido, mantener esa cercanía con
el espectador y evitar que la mentira aflore. Decía [Miguel] Narros, mi gran maestro, que el escenario
es muy obsceno, se ve todo y la mentira se detecta en seguida, es cierto, bien
sea por una voz engolada o un tratamiento de la poesía fuera de la vida, bonito
y punto, ya lo decía Miguel: “No lo hagas bonito, hazlo de verdad”, el viaje ha
de hacerse al contrario y esa es mi obsesión. Además, en caso contrario me
aburro en seguida y necesito acción, movimiento, verdad”. Le digo que ahí
está la madre del cordero y siempre queda patente en sus montajes: “Sí, escenario, texto y actores, me encantan.
Yo no sabía que iba a terminar trabajando en ello cuando montaba con los clicks
de Famobil el festival de Eurovisión, la OTI, los videoclips del momento.
Luego, por supuesto, tuve la suerte de trabajar con Narros y Andrea [D´Odorico]
y aprender el respeto al ancestro, a la
raíz, a lo que hemos sido y a lo que somos; es un viaje que, aunque no lo hago
muy conscientemente, siempre lo aplico y tomo conciencia de ello cuando me lo
preguntáis en entrevistas. Es el respeto a ese teatro al que no llamaré clásico
por las connotaciones negativas del término para muchos, ese teatro que
aprendimos los de nuestra generación, hecho, además, por auténticos renovadores
que daban acción vital a la palabra”.
Hablamos, por supuesto, de los intérpretes, de Carmelo Gómez a quien
descubrí, precisamente, dirigido por Miguel Narros en un deslumbrante El caballero de Olmedo durante mis años
universitarios, tándem que volví a disfrutar en A puerta cerrada, precisamente en el Bellas Artes: “Trabajar con Carmelo ha sido fascinante. Confieso
que la primera vez que me entrevisté con él me aterrorizó, no sabía si se iba a
fiar de mí, ¡con todas las tonterías que hago en la sala de ensayo, jajaja!, el
espíritu vital que intento insuflar, pero me encanta porque nos hemos respetado
muchísimo y hemos trabajo magníficamente. Tanto Carmelo como Ana son de un
rigor impresionante, pasan texto a diario, lo tienen cogido al milímetro, hay
muy poco que retocar o variar con estos intérpretes”. Ana es Ana Torrent,
la actriz que por fin puede demostrar en escena quién es cuando pisa las
tablas: “Con Ana volveré a trabajar, es
un hecho, queremos hacer una comedia; para mí, como para tantos, era una actriz
icónica, hemos nacido con su mirada, la de esa niña que sigue ahí, mirando con
delicadeza y al mismo tiempo con una enorme fortaleza. Es perfecta para Silvia
porque le da fragilidad pero la llena de un humo negro, de una oscuridad que le
viene fenomenal a su personaje”. Le confieso que al entrevistar a Ana en
una ocasión me costó mirarla a los ojos porque me imponían, eran los que dieron
vida a la criatura debida al doctor Frankenstein, los que veían a su madre
muerta con la naturalidad que sólo el maestro Saura es capaz, esos ojos son imanes
pero sobrecoge asomarse a ellos, dejarse capturar: “Hay algo en Ana que tiene que ver con el enigma, un lugar de
interrogación, conecta con ciertas palabras o imágenes y eso le sirve para dar
un halo al personaje que la convierte en insustituible. Hay algo en ella que
tiene poesía, esa mirada dolida que tiene turbulencias, hay un elemento muy
poderoso que casi parece atávico”.
Una de las mejores cosas que pueden decirse de Todas las noches de un día es que resulta complicado resumirla
porque habla de muchas cosas, tiene muchas lecturas posibles, trabaja a
diferentes niveles pero llega tan profundamente que, al hablar de lo experimentado,
de lo evocado, de lo pensado durante la función (y, a buen seguro, sobre todo
después cuando uno la va aposentando y colocando en su interior, poniéndola en
común con latidos propios y ajenos), es muy fácil desvelar más de lo debido por
lo que si quieren saber más (y creo que les merecerá mucho la pena) búsquenla y
vívanla, aunque no están de más algunas palabras del director sobre la misma: “La función habla de lo presentes que están
algunos recuerdos, habla de la memoria, habla del derecho a marcharnos cuando
queramos, hay temas que me resultan muy sensibles por mi realidad familiar, por
eso el tema de lo que somos mientras somos recordados, hay unas líneas
dramatúrgicas que me conmueven especialmente y creo que en ese sentido está
llegando mucho a los espectadores”. Y puede que no queramos ciertos
recuerdos, por eso nos resguardamos o aislamos, para conjurarlos, para
enterrarlos, para arrancárnoslos, pero hay que enfrentarlos, no podemos confiar
en que llegará el olvido porque ese sólo aparece y lleva a cabo su cruel labor
de anular y borrar cuando no se le requiere/necesita, a deshora y a traición,
como la amenaza que siente Samuel cernirse sobre su invernadero, ese que se llena
de vida real cuando lo habita Silvia.