Aunque tiendo a escoger como título de estos desvaríos frases de
canciones u otras procedencias (pero abundan las primeras) y, por así decirlo,
me las apropio (procuro que, con mayor o menor fortuna, se integren en el texto,
formen una unidad, algo difícil de ver en ocasiones, lo acepto, ya que abuso de
un código casi restringido a mí mismo), normalmente aparecen tal cual, sin
comillas que las identifiquen como cita, diré en mi descargo que es una
práctica muy habitual en periodismo, publicidad, hasta para titular libros y
películas, se busca la complicidad del lector, una rápida identificación, en
general se trata de temas muy conocidos por y para la gran mayoría y, en todo
caso, volviendo a lo particular, jamás negaría la autoría a quien
correspondiese si se me preguntase (algunas veces, alguien me ha dicho que la
frase le suena pero no sabe de qué), pues, empecé diciendo, aunque esa que he
descrito suele ser una dinámica habitual, hoy he colocado el signo ortográfico
bien grande para que no haya dudas, es decir, para dejar claro que uno no llega
a esa intensidad o, mejor dicho, la disimula un poco, la refrena y se oculta
detrás de lo que otro (Miguel Bosé, por si hay quien no lo recuerda/reconoce)
escribió y cantó primero. Pero, las cosas como son, aunque quiera rebajar mi
manera tremenda de tomarme las cosas (especialmente las que más deberían
resbalarme o apenas afectarme), sólo en muy determinados momentos soy capaz de
no dejarme llevar por lo que durante bastante tiempo le robaba (es lo mío, ya
lo ven) a Olé Olé para afirmar que “no
logro reprimir el vicio de vivir” e incluso pregonaba esta manera habitual
de comportarme como algo positivo, como muestra de mi estar en este mundo, de
mi ir a mil (o llegar desde el cero a esa cota en menos de un segundo), de mi
interés por y/o implicación con lo que o quien fuese, con lo que provocase esa reacción
desorbitada, cuando en realidad es una cruz, un lastre, una carga muy pesada y
no sólo para uno mismo sino, especialmente, para los que me rodean y sufren los
furiosos oleajes de una hipersensibilidad tan extrema (agudizada en los últimos
tiempos por varios motivos que no justifican mis desbarres -porque así los vivo,
los mastico, no los digiero, me los reprocho-) que me hace caer en la irracionalidad
más desatada, lanzándome al vacío incluso cuando soy consciente de ello (ya me
conocen, un oxímoron andante, contradictorio a pesar de mis esfuerzos,
ciclotímico imparable -de nuevo un clavo ardiendo al que agarrarme porque si sé
que soy tal cosa, puedo estar alerta y embalsar el embate todo lo posible-).
Podría decirse que lo anterior, como tantas de mis extensas parrafadas,
es la mejor muestra de todo esto que cuento (y de lo que haya quedado fuera
pero los sufridos y leales visitantes de este rincón conocen bastante), en gran
parte porque, como se ve, la frase que lo encabeza me representa y habla por mí
por más que la camufle entre comillas, también podría haber escogido alguna de
las muchísimas frases (y casi páginas enteras) que he sentido como mías, que me
han sacudido, conmovido, lacerado, impactado, me han hecho temblar, llorar,
mirarme en un espejo, contemplar la radiografía más potente (por no decir
disección y hasta autopsia) de muchos sentimientos que se agolpan (y golpean)
en mi interior, da igual que las circunstancias concretas sean otras, es lo
mismo que a ratos hable de cosas bien distintas y ajenas (aunque a veces sólo
en apariencia, por eso hay que rascar, horadar, llegar al tuétano), como digo
podría, sencillamente, haber plagiado descaradamente a Daria Bignardi y hacer
pasar por propias unas palabras que suscribo y rubrico, que (me) hablan de mí
como pocas veces he experimentado, que, como se dijo en la presentación de su
libro en Madrid hace cosa de dos semanas (robando el comentario a una lectora),
me representan. Y es que Historia de mi
ansia, que aparece en castellano
con traducción de Montse Triviño y publicada por Duomo Ediciones, habla
precisamente de eso que anuncia su título, no oculta sus cartas, no se anda con
metáforas, lo que no es óbice para que haga esta prospección a lo más
oculto/oscuro/terrible de cada uno con suma sensibilidad, con precisión y
equilibrio, desgranando ansiedades y latigazos contra uno mismo sin aparente furia
casi más como suplicio malayo que barrena lenta pero implacablemente, arrastrando
(al menos en mi caso, pero fue sensación compartida con las habituales compañeras
lectoras -allí estuvimos gracias, como siempre, a los buenos oficios de mi Pepa
Muñoz-) al lector en la caída, puede que decir inmersión sea más preciso/útil
porque, ya puestos, mejor encarar la lectura con esa actitud de
autoexploración, de identificar al enemigo (nosotros mismos, eso ya se sabe,
sólo queda afrontarlo de verdad y emplear esa ansiedad en desterrar lo que no
nos gusta, lo que nos hace sentir mal, lo que daña a quienes queremos, lo que
nos impide demostrar nuestros afectos sin tapujos ni medias tintas, sin
equívocos, sin restricciones, sin cobrar peaje y sin pagarlo), mucho mejor
(aunque uno se sienta/sepa involucrado) escarmentar en cabeza ajena, es decir,
en la de Lea, la narradora: “No reprimo
mis impulsos, sino que los agoto. Siempre he trabajado demasiado. Lo que me
impulsaba a excederme no era la ambición: era el ansia de hacerlo todo y
hacerlo siempre lo mejor posible. Mi trabajo era la parte más fácil, pero
sentía la obligación de no faltar a ningún ensayo ni a ninguna entrevista con los
profesores, de llevar a los niños al pediatra, preocuparme por sus amistades,
sus deportes, su alimentación… Quería ocuparme de todos los detalles de su vida”.
Podría volver un momento a la citada canción de Olé Olé que, durante
mucho tiempo, utilicé como bandera (y aún lo hago de vez en cuando, no ha perdido
vigencia en lo que a mi ánimo se refiere), rememorar, por ejemplo, lo de “voy a mil y no puedo parar, inútil controlar
mis deseos”, ese querer llegar a todas partes e intervenir/participar en todo
(y mira que cada vez soy más asocial y anacoreta, pero hasta eso me lo tomo a
la tremenda), ese no saber delegar (y si se hace siempre brota el arrepentimiento,
a veces en forma de autoflagelación descarnada), aquello que reconocía Jane
Fonda en sus memorias casi con las mismas palabras que acabo de citar y que
Daria Bignardi pone en boca de su protagonistas, en modo similar a lo que Elizabeth
Smart hacía hasta un extremo casi insoportable (aunque había que parar para
tomar aire ante la nula empatía consigo misma que demostraba) en esa terrible
pero al mismo tiempo formidable joya, en ese testimonio desolador e implacable
que era En Grand Central Station me senté
y lloré; lo que diferencia sensiblemente (en toda la extensión de la palabra)
a Smart de Bignardi es que esta crea un personaje que, aunque se recibe de un
modo muy directo e inevitablemente nos lleva a preguntarnos cuánto habrá de la
autora en él, da voz a mucha gente (ella misma lo explicó: ha tomado de aquí y
de allá, a veces no está de acuerdo con lo que Lea hace/dice), alguien que
sacude por su verdad pero que, en última instancia, es un ente de ficción (y no
por ello, todo lo contrario, perturba y duele menos, es un magro consuelo
porque lo que importa, los sentimientos, son más que verosímiles, son
auténticos), un personaje que, además (y ahí se distancia por completo de la
otra escritora), se encuentra/coloca en una encrucijada por motivos de salud,
porque debe enfrentar un diagnóstico poco halagüeño, eso la lleva a colocarse
bajo un microscopio y a hacer lo mismo con los que la rodean, a erigirse en
juez implacable ya desde las primeras definitorias y lapidarias frases -“Shlomo sostiene que enamorarnos fue una
desgracia. La primera vez que lo dijo me dolió, pero luego comprendí que tenía
razón: juntos somos infelices”- rematadas pocas líneas después con un “Juntos no estamos bien, pero tampoco podemos
separarnos” que es mucho más que una carga de profundidad, que remueve e
incomoda por certero, por sentencia (también en todos los sentidos) sobrecogedora
en su brutal sinceridad, la misma que vertebra, da carta de naturaleza,
engrandece toda la novela, tanto en lo referente a las relaciones sentimentales
como en lo relativo a la enfermedad, buscando razones, porqués, haciendo
justicia con tantos enfermos a los que se mira mal, se silencia, se apabulla
con placebos en forma de palabras y actitudes que supuestamente van a provocarles
una mejoría cuando no la cura, a los que se culpabiliza cuando no aceptan tales
“remedios”. Lea es escritora, se ha ocupado en otras ocasiones de cosas que no
le han pasado, cosas que sólo cree conocer hasta que las vive en primera
persona: “Pienso en mis novelas, en
cuando hablaba de las enfermedades como si fueran pruebas, oportunidades,
incluso momentos de redención. Y es verdad, mientras solo afecten a los
personajes. El dolor físico es un asco. (…) Y le tengo pánico a las náuseas. No quiero hablar de la enfermedad, ni
de cómo me encuentro ni de médicos y tratamientos. No quiero recordar las
analíticas ni los tratamientos intravenosos. No puedo, me entran ganas de
vomitar, como si me estuvieran torturando”. Pocas veces he leído una
defensa tan encendida y necesaria del derecho del enfermo a quejarse (qué bien
me lo contó Mayra Gómez Kemp, precisamente cuando mi padre estaba ingresado en
urgencias y, sin ser conscientes de ello todavía, apenas le quedaba una semana
de vida), a decir que le duele, a que no le vengan con zarandajas ni buenismos,
a pisotear discursitos de diversa índole que hablan de pruebas, sacrificios y/o
heroísmos: “No sé qué me esperaba. Me
siento estúpida: infravaloro las cosas importantes y sobrevaloro las que a la
postre son irrelevantes. No estaba preparada para el disgusto que me llevo cada
vez que me miro al espejo. Toda la vida me he dicho a mí misma que era audaz,
que no le tenía miedo a nada, pero en realidad soy como los demás. Peor que los
demás. Me da vergüenza que los chicos me vean, no quiero que se pongan tristes.
Los jóvenes no tienen anticuerpos para la desolación. No sé qué pensaba: ¿que
me raparía el pelo como Sinead O´Connoer o como Demi Moore en “La teniente
O´Neill” y que estaría igual de guapa que ellas? La verdad es que no hay mucho
que rapar: estoy desplumada y mi aspecto impresiona. La quimioterapia no tiene
nada de heroico. Solo náuseas, miseria, fragilidad y veneno”.
Y, como se ha dicho, Lea parece encontrar las razones (o gran parte de
ellas) de su enfermedad en su manera de ser (“Tal vez es que al sentir demasiado nos consumimos, enfermamos, morimos.
¿Mi ansia creativa se ha vuelto destructiva?”), en esa ansia que, piensa,
heredó de su madre, aunque por otro lado se pensaba a salvo precisamente por
afrontar la vida de ese modo (“Creía que
el cáncer era algo que afectaba a las personas que no afrontan sus penas. Yo
siempre he desentrañado las mías”), se comporta como un animal herido (es
lo que es, es lo que somos, tanto en lo que se ve o puede detectar más o menos
a simple vista como, especialmente, en lo que anida -y se enquista- en nuestro
interior), es intensamente injusta (o viceversa) consigo misma y con los que la
rodean (“«No tienes piel», me dijo una
vez Shlomo, enfadado. Soy emotiva, impulsiva y, según él, irracional. Pero sin
piel las emociones se sienten más intensamente y mi ansia era la gasolina para
todo: escribir y vivir”), incluso con aquellos con los que tiene motivos
para comportarse del modo en que lo hace (“Descubrir
que tienes una enfermedad te catapulta hacia una dimensión de libertad. No
puedes programar nada, excepto el tratamiento. De repente, dispones de más
espacio en el disco duro del cerebro. No digo que enfermar sea una suerte. Me
irritan los místicos de la enfermedad: ponerse enfermo y curarse no tiene nada
de heroico, se hace y ya está. En todo caso, existe cierta nobleza en la
discreción”). Y precisamente por las lágrimas vertidas durante la lectura,
por los encogimientos de alma y corazón sufridos, por palabras que golpean
aunque sea con delicadeza literaria, por la honestidad de la propuesta y de su
acierto a la hora de desarrollarla, porque, sin necesidad de enfermedades ni
torturas (sobre todo de las segundas, que son las que podemos evitarnos
-también a los demás-), todos tendríamos que ser a veces Lea (incluso en la
intensidad si eso nos lleva a reaccionar), Historia
de mi ansia se ha convertido en ello, es decir, el adjetivo posesivo me
representa, la he hecho mía, como creo que, da igual por qué motivos, frases en
concreto o sentimientos, hará cualquiera que se asome a sus páginas (y no podrá/querrá
evitar la zambullida): “Si no me hubiera
matado a trabajar, si me hubiera protegido más, si hubiera comido un poco de
todo, si hubiera actuado con moderación, de forma racional, si no hubiera
planteado preguntas difíciles, si no me hubiera metido en todas las batallas y
no hubiera aceptado todos los desafíos, si no me hubiera casado con un hombre
que me hace sufrir, si me hubiera conformado con disfrutar del viento entre las
ramas y no me hubiera obligado a superar mis límites, tal vez mi cuerpo habría
sido capaz de mantener a raya la enfermedad. Pero no lo hice. Mis errores son
lo que queda. Las alegrías, los impulsos, las emociones y las pasiones, los
riesgos que he asumido…, todo eso es mi vida. Los errores han hecho de mí lo
que soy”.