Dentro del marasmo habitual de lecturas en que a uno le gusta vivir
inmerso, éstas adoptan a veces un orden que, aunque sea aleatorio porque depende
más de compromisos adquiridos (posibilidad de entrevistas y/o encuentros,
elaboración de un dosier, petición expresa de opinión que no se puede dilatar)
que de un acto de voluntad, se torna en lógico cuando se echa la vista atrás,
según se van cerrando volúmenes, se diría que todo obedece a un plan, y no
hablo, por supuesto, como en otras ocasiones nos hemos lamentado, de títulos
clónicos, copias de plagios (o viceversa), aplicación de fórmulas exitosas
hasta la extenuación (y más allá, como diría Buzz Lightyear), sino de aquellos
que tocan esos asuntos que, no sin razón, suelen reunirse bajo la etiqueta de “universales”,
los temas que llevan inquietando/moviendo a la raza humana desde que, como
escuché a no sé quién, alguien de la tribu se subió a una piedra y empezó a
contar algo a los demás, no en vano se refieren a sentimientos que expresamos o
dejamos de expresar, lo que está dentro de cada uno, lo que mueve nuestra
sangre, incluso aunque no nos detengamos a reflexionar sobre comportamientos
propios o ajenos. Por eso, no me ha resultado extraño que la conclusión de un
volumen de relatos (cuatro historias cortas, ya conocen la ambigüedad de
ciertos términos) que tuve que abandonar hace unos meses por algunas de las
razones anteriormente expuestas se haya solapado/mezclado/compartido con la de
una muy interesante novela de la que pronto (es mi deseo) nos ocuparemos en
este ángulo oscuro del salón -Los ojos con mucha noche de Emilio
Calderón-, novela gracias a la cual rememoré en Facebook una de esas películas
que considero imprescindibles, la todavía (por sus virtudes y por lo que
expone) estremecedora La historia oficial, ese latigazo que conviene no
dejar de sentir (y lamentar) para hacer justicia con tantas víctimas que
mantienen inalterable su infame condición (en Argentina y en, por desgracia,
tantos lugares), porque (y es el meollo de la novela citada, en ese núcleo
radica su punto de contacto -mucho más que eso- con las narraciones en que a
continuación ahondaremos) no es lo mismo perdonar que olvidar y porque a nadie
se puede/debe obligar a que conceda (o lo procure) uno u otro (o los dos), mucho
menos uno prefabricado, establecido, pautado, copiado, forzado, no sirven
modelos anteriores (al menos asumidos literalmente), cada quien debe acuñar los
suyos, los que le satisfagan, los que le sirvan para sus propósitos, los que le
consuelen.
Y, más allá de los motivos en concreto (que dejo para su momento) que me
llevaron a (que me reavivaron) la cinta de Luis Puenzo que valió a Norma Aleandro
un incontestable premio de interpretación en Cannes, existen muchos más puntos en
común de lo que pueda parecer a simple vista (o leyendo las sinopsis) entre
ésta y La venganza del perdón, el libro al que me vengo refiriendo y
que, con traducción de Mª Dolores Torres París, publicó Alianza de Novelas en
los últimos meses de 2018, libro que supone (como ocurre con todos los suyos -como
los que he leído, cuando menos-) la reconfirmación de una de las escrituras más
elegantes, sugerentes y dúctiles (sin renunciar a un tono muy característico y reconocible
en su sencillez, en su facilidad para narrar con las palabras y los elementos
precisos, en su capacidad para profundizar -y hasta escarbar- sin que lo parezca,
sin histrionismos ni pirotecnias) que puedan encontrarse (y paladearse, así es como
se le lee: saboreando las palabras) en la actualidad, un autor que analiza (y
hasta disecciona) eso tan inaprensible y por definición etéreo e invisible que
solemos denominar alma (ahí tienen de nuevo -nunca se van en realidad- a “los
universales”) sin perturbaciones aparentes, sin sentir, sin que se note, pero
que nos hace viajar hasta nuestras propias catacumbas, esas en las que tantas veces
(por decisión personal o por imposición/convivencia) sepultamos (y olvidamos) nuestra
verdadera esencia: Éric-Emmanuel Schmitt. Aunque las cuatro historias son muy
diferentes entre sí (en modo de abordarlas, en el asunto central, en
desarrollo, en el regusto que dejan en el lector), todas emparentan en aquello
que resume el título de una de ellas, el escogido para unificarlas (La venganza
del perdón), unas dialogan con las otras en cómo los personajes se
enfrentan al tema que vertebra el volumen, el lector, casi de manera
inconsciente, compara a los protagonistas de un relato con los del anterior
(con los del resto según avanza), no puede evitar pensar qué pasaría si los
intercambiase o si las narraciones se mezclasen, así, por ejemplo, la que
podríamos señalar como piedra angular de lo que el autor plantea no se
encuentra en la que da título al conjunto sino en la última (Dibújame un
avión): “Daphne tenía razón: no perdonamos algo, perdonamos a alguien.
El acto sigue siendo malo, pero la persona no se vuelve así. No puede ser
reducida a su gesto dañino. Perdonar equivale a considerar a la persona
completa, devolverle el respeto y el crédito que merece”.
Es asombrosa y digna de encomio (y de admiración) la manera en que Schmitt
nos lleva de un relato a otro como si se tratase del mismo, el modo en que, con
infinita sutileza y economía de recursos, con una prosa diáfana, con una
exposición nada alambicada, marcando notorias diferencias y sin complicar la existencia
al lector pero consiguiendo una unidad formal (y si me apuran emocional) sin
fisuras ni esfuerzo notorio, sin apelotonar, sin que se note el truco
(precisamente porque no lo tiene), poseedor de una coherencia estilística,
temática y personal (en lo que a él se refiere, en lo que del autor hay en el texto,
pero muy especialmente en lo que a la construcción y el alma -de nuevo- de los
personajes se refiere), decía que es muy loable cómo Schmitt logra que sus
cuatro piezas encajen como una sola sin perder entidad ni particularidad (en la
mayoría de volúmenes de cuentos -dejemos ahora a un lado los matices y la
extensión- suele haber al menos un momento en que algo chirría y el conjunto se
resiente), así pasamos de una narración que hubiese podido ser base de otra de
las grandes películas de Claude Chabrol (Las hermanas Barbarin) a una
intriga emocional que sirve para diseccionar la ambición y la impunidad de los
poderosos (Mademoiselle Butterfly) para recalar después en una historia (la
homónima del volumen) que, si llega a conocerla, hará las delicias de Stephen
King y concluir el viaje con el mejor homenaje posible a El Principito que
se nos pueda ocurrir, saliendo indemne de todos los clichés posibles (Dibújame
un avión). Y como sucede con los grandes escritores, como es seña de identidad
en Schmitt, hay mucho más debajo de lo fácilmente detectable, de lo que se
indica en esas dos palabras que se imponen desde la portada, en esa (aparente)
paradoja que supone fraguar con cuidado, con mimo, sin precipitación, esperando
el punto justo para servir un plato que hay que dejar enfriar (así, Moïsette,
una de las hermanas Barbarian, “llamaba cariño a esa larga costumbre que
tenía de su hermana, su contigüidad física, su proximidad animal; llamaba
cariño al hecho de referirse a ella constantemente; llamaba cariño a su
bienestar al lado del ser que nunca la rechazaba; llamaba cariño a su envidia,
a su lujuria, a su rencor, a sus deseos de venganza, a sus ramalazos de
agresividad; llamaba cariño al odio enconado hacia su hermana mayor”), ese
perdón que bien administrado supone, sin duda, la más gratificante de las
venganzas porque da la vuelta a la tortilla, confiere el poder a quien fue
víctima (da igual el grado concreto en que lo fuese, si se reclama/espera -ese
es otro tema al que volveremos cuando nos ocupemos de la novela de Emilio Calderón-
de alguien es que sufrió en su día un agravio, ya especificaremos cuando sea
pertinente), no es patrimonio de todos, tal vez fuese preferible no tener en un
momento dado la capacidad para otorgarlo por lo que esa posibilidad implica (aunque
hay quien, como se señala en Mademoiselle Butterfly, se sitúa “más
allá del perdón”), por lo sucedido para llegar a ese punto en que nos lo
demanden (por más que en el mismo relato se recuerda -y ahí radica otra de las
cuestiones capitales- que “el hombre está hecho de tal forma que la
culpabilidad pertenece a las emociones fugitivas, el sentimiento permanente
sigue siendo la autoestima”). Dicotomías que Éric-Emmanuel Schmitt plantea con
agudeza y, sobre todo, sensibilidad, queriendo movernos y conmovernos, buscando
nuestra complicidad en el sentido de hacernos caer en la cuestión, reflexionar
sobre ella, abordarla, clarificar nuestras actitudes y sensaciones, ayudarnos a
caminar sin dar recetas ni hacer proselitismo, tan sólo (de)mostrando que no
somos de una pieza, que eso no es posible/factible, que no hay manual de
instrucciones que tenga todo previsto, que la experiencia sirve en parte (faltaría
más) pero llega un punto en que cada cual actúa como puede, quiere, le nace en
ese momento, sin tiempo para pensar por más que llevase tiempo cocinando su
reacción. Leer a Érica-Emmanuel Schmitt reconcilia con la vida, nos hace
mirarla a los ojos, separar la paja del trigo, equilibrar antagonismos que, se
quiera o no, hay que conocer/experimentar, sólo así podremos darles nombre y
llenarlos de contenido.