Conviene que vuelva a aclarar, por si hay algún nuevo visitante en la
sala, que en este ángulo oscuro del salón no se hacen reseñas (tampoco muchos
de los que alardean de ello, a ver si aprendemos -al menos- a reconocer y
respetar los géneros -condición indispensable para alterarlos, combinarlos o
reventarlos-), que aquí recordamos, latimos, sentimos, vivimos a partir de una lectura,
que vamos desgranando un a modo de memorias del impenitente y jamás saciado
ratón de biblioteca que uno es, que me explayo más de la cuenta en contar
historias que pueden parecer ajenas al libro que me mueve a escribir pero que,
a mi juicio, explican mucho mejor que frases encomiásticas (que tampoco reprimo
cuando la ocasión lo merece) por qué me ha gustado (los que no, son condenados
al ostracismo, ¿para qué perder más tiempo con ellos?), son las emociones que
me vinculan a lo leído, las que el autor despierta/crea con sus palabras, el
diálogo establecido con las mismas (o la inmersión a lo Bastian/bestia en las
páginas), las sensaciones convocadas/nacidas que quedarán asociadas a ese título
así pasen los años (véanse, como acabo de hacer hace un momento, las veces que
cito al protagonista de La historia interminable). Haciendo uso de la
libertad que otorga (si nos ponemos un tanto solemnes/profesionales) ser el único
redactor jefe e incluso director de este rincón, abusando como es habitual de
la confianza y sobre todo infinita paciencia de los leales lectores, puesto que
este es mi medio de comunicación (en todos los sentidos, poniendo el acento en
lo íntimo, en lo particular), hoy voy a hablar de mí más que nunca, no se me
ocurre mejor homenaje, no tengo mejor manera de expresar lo mucho que he gozado
con la lectura de un libro que demanda (y consigue desde las primeras páginas)
complicidad e implicación porque rememora una vida que es en gran medida la
mía, la de muchos, la de todos los que vivimos los 70, sobre todo de los que lo
hicieron como adolescentes (tener dos hermanos mayores con varios años de
diferencia me permitió acceder muy pronto -nací justo en 1970- a músicas,
películas, hechos que por edad no me correspondían del todo, aunque todo flotaba
en el ambiente sin que, por más que sorprenda a muchos, hubiese tantas
cortapisas/tantos miramientos, si bien es cierto que tuve la fortuna de caer en
una familia que en ese sentido era considerada muy permisiva -y envidiada por
algunos compañeros de colegio-). No se puede adoptar un tono distante o ajeno
con un libro (magníficamente editado por Plaza y Janés, en seguida abundaremos
en este aspecto) que anuncia en su subtítulo (y lo cumple en su contenido) ser una
“crónica sentimental” y que, además, incluye en el título a todo el que quiera
sentirse concernido/apelado (y festejado, porque fundamentalmente se trata de
eso), Oché Cortes nos pide que recordemos/reivindiquemos Cuando éramos
horteras y un servidor hace exhibición de eso mismo sin complejos.
De ahí lo de poner por delante mi alma de petarda, aunque no utilice la
palabra en cualquiera de las acepciones despectivas que recoge el DRAE, sino
con el tono jocoso/festivo (y un poco autoparódico, hay que saber reírse de uno
mismo, es parte de la gracia y así lo hace también Oché sin ningún miedo al
ridículo -que está en la mirada de los demás, nunca debe adueñarse de la propia-
rescatando fotografías que tal vez otros hayan quemado/tijereteado con la misma
compulsión que algunos borran tuits, posts de Instagram o cualquier mensaje que
se les antoja vergonzante -o del que se arrepienten/no se ven capaces de
justificar- cuando se les anuncia como asesores de ministros -y luego, para
colmo, no llegan ni a ocupar el despachito-), decía que me llamo petarda (sí,
en femenino y a pleno pulmón) porque hacerlo/serlo/sentírmelo fue parte
fundamental de mi liberación, solté una losa muy pesada tras la que me
ocultaba/negaba bailando la música de esa década (también la de los 60),
coreando canciones que, en su feliz intrascendencia, me conferían identidad, me
permitía ser quien pujaba por ser por más que reprimiese mis instintos, mis
preferencias, mis deseos, me reconocí homosexual sin disfraces ni justificaciones,
abandoné la impostura, el fingimiento, las mentiras (sobre todo las que me
contaba a mí mismo) para ser tan petarda como esa música en la que reconocerme,
con la que identificarme (todo en el inolvidable Rick´s de finales de
los 90), sabiéndome parte de una comunidad en la que me sentí acogido, respetado,
querido, persona completa. Oché Cortés extiende su mirada por lo que era la
cotidianidad de aquellos años, no sólo habla de música por más que esta sea
capital en la propia estructura del libro (dividido en singles -¡Brillante
idea!-, no en capítulos), en, nunca mejor dicho (ni empleada), crear la banda
sonora que, inevitablemente, nos lleva a aquel tiempo no tan lejano, cercano en
el corazón como se comprueba en cuanto alguna nota provoca que su ritmo se acompase
a la melodía que esté sonando, también (o básicamente) porque él es músico de
amplia y variada trayectoria, porque ha compartido escenario con muchos de los
nombres que aquí aparecen, porque en la divertidísima presentación que tuvo lugar
el pasado noviembre en Cervantes y Compañía optó por cantar algunas canciones
para ilustrar aquello que ha recogido/plasmado en Cuando éramos horteras,
porque al margen de las preparadas atacó algunas al hilo de los recuerdos
compartidos con su amiga María Dueñas y con los que estábamos allí (fui junto a
mi Pepa Muñoz y Ascen, el resto del grupo se lo perdió), fragmentos en los que
todos participamos (e incluso soplamos cuando la letra se mostraba huidiza), porque
(y es mi única queja -o requerimiento, no quiero que suene negativo- a un libro
que, queda dicho, he adorado, me ha hecho vibrar, reír y llorar de emoción)
debería escribir unas memorias musicales en toda la extensión (o sea, un
librote gordo), hablando del asunto como profesional tanto en el análisis/recuerdo
de tendencias, hitos, nombres populares u olvidados, como en lo relacionado con
los artistas con los que ha trabajado o ha conocido en su importante faceta
como comunicador en radio y televisión.
La edición del libro es primorosa, todo un despliegue fotográfico con
una maquetación ocurrente, inquieta, cuidada para que cada página tenga su
propia personalidad, que se va adaptando a lo que se quiere contar y enseñar en
cada momento, combinando perfectamente lo gráfico con lo escrito, un estallido
de color que respeta/recupera lo que era habitual en los 70, tipografías,
papeles pintados, recreativos (a los que nunca dejamos de llamar “billares”,
incluso en el Instituto -en una década posterior-), tebeos, maletas, muebles,
psicodelia, el Fuerte Comansi, los jingles publicitarios, la (dicho con toda la
retranca) decoración interior de los coches y, por encima de todo (gran trabajo),
profusión de carátulas de discos para no perder jamás la melodía de una nostalgia
muy bien entendida y mejor tratada. Oché huye de la etiqueta “generacional” (aunque
resulte inevitable puesto que, como bien se demuestra, tenemos un pasado común),
no pretende más que compartir recuerdos (y divertirnos, algo que consigue con
creces), utiliza una prosa muy ágil, conversa con el lector, se ríe sin recato (pero
con inteligencia y cariño) de aquel hortera que fue, es decir, de los horteras
que fuimos (y que seguimos siendo, al menos así se lo digo y los dos soltamos
una carcajada estruendosa), hace sociología de un modo natural, dando cuenta de
lo que era habitual, de lo que se consideraba “normal”, de lo que nadie analizaba/cuestionaba,
de las canciones que dejábamos sonar sin prestar atención a la letra, ejercicio
que tiempo después hice en la radio con aquella sección (llamada, precisamente,
Al pie de la letra) en la que jugué a sorprender a Beatriz Pécker
con, por ejemplo, un tema que también recoge Oché, y no me extraña, porque
pensar que Fantasmas a gogó fue una canción infantil premiada en un
Festival organizado por TVE pone un poco los pelos de punta (antes pensaba que
era mi mente sucia la que descifraba extraños mensajes -o veía intenciones un tanto
oscuras-, pero comprobando que Oché confirma algo que ya había refrendado con
Pedro Piqueras en su día me quedo más aliviado), no en vano es la historia de
una criaturita dizque angelical que se presenta como “la niña siglo XX,
tengo ganas de jugar”, proclama que no cree “en los fantasmas ni en las
cosas de asustar”, no duda en meter en la cama y darle el biberón a un
ratón, no se arredra ante su madre que, poniéndose en lo peor, le advierte “deja
ya a ese ratoncito que tal vez pudiera ser una bruja disfrazada con muchísimo
poder” porque “soy valiente y no me asustan los fantasmas a gogó ni las
brujas ni los ogros porque tengo a mi ratón” y concluye la canción haciendo
burla de las brujas de los cuentos que le cuentan sus papás porque (¡Al loro!)
“tengo mi escopeta, alegría y buen humor, sé rezar y tengo amigos y un
ratón muy juguetón”. ¡Y no estamos traumatizados ni nada por el estilo!
También en el mismo sentido cita algunas canciones apellidadas “melódicas” (sin
tener noción de nada siempre me sonó raro cuando lo escuchaba en Gente joven,
tampoco era el único), especialmente reseñable lo de Sandro Giacobbe en El
jardín prohibido cuando justifica una infidelidad con perlas como “mi
cuerpo fue gozo durante un minuto, mi mente lloraba tu ausencia”, el clásico
“no lo volveré a hacer más”, “me he dejado llevar por mi cuerpo y me
he comportado como un ser humano” y ese estribillo definitivo y definitorio
de tenerla como el cemento armado: “Lo siento mucho, la vida es así, no la
he inventado yo”. ¡Y luego venía Lauren Postigo, el ínclito autor de temas
tan profundos como La Ramona o Que como canta la gallina, a decirle
a Perlita de Huelva que Amigo conductor (tema del primer single del
libro, sintonía de tantas tardes con la abuela escuchando Peticiones del
oyente, éxito indiscutible que se bailaba -¡Y cómo!- en el Rick´s) era
muy mala! ¡Envidioso! Podría seguir hasta mañana, pero no es de recibo (en todo
caso, voy reuniendo estos chascarrillos, estas evocaciones, otras hechas en
antena o en mi casa -el asunto da para mucho- y nunca se sabe si saldrá algo de
ello), pero creo que se percibe a las claras el ánimo, el buen rollo, la
satisfacción, la juerga sana que las páginas escritas por Oché Cortés derrochan
y regalan.