Del mismo modo que se me abalanza y aplasta como una losa, que me sume
en episodios desconsolados de añoranza, que no consigo evitar la virulencia con
que a ratos me estruja el corazón y vence el ánimo, aunque he aprendido a
mantener cierta distancia y no darle ninguna importancia (pero vence el pulso
en más de una ocasión, consigo quedar en tablas durante un tiempo de duración
variable hasta que un poderoso envite tumba de nuevo mis defensas), al igual
que la Navidad me horada sin misericordia (cuando se supone que debería ser lo
contrario, ¿no?) desde que (cada vez más pronto, por cierto) empiezan a
decorarse/iluminarse calles, escaparates, domicilios, locales y los villancicos
(o, para los que vivimos cerca, la cancioncilla asociada a un determinado
centro comercial) se transforman en la banda sonora no pedida de cualquier
lugar, puedo afirmar rotundamente que ahora apenas deja eco y que, al contrario
de cuando era niño y me pasaba algunas semanas echándola de menos y prolongándola
en mi ánimo (por más que año tras año supusiera una gran frustración), antes me
costaba aparcar el llamémosle espíritu navideño, vivía con auténtica angustia
la cuenta atrás que nos llevaba al 8 de enero (fecha fatídica en que se regresaba
a las aulas), en la actualidad me la quito en encima con suma facilidad, en
gran parte porque apenas me cubro con ella. En realidad, mis anhelos navideños
(esos que, como digo, quedaban en nada aunque a ratos hubo destellos de, como
diría Pablo Milanés, “lo que yo, simplemente, soñé”) me llegaban a
través de películas, cuentos, dibujos animados, sublimaciones variadas con las
que, aún hoy, se bombardea el inconsciente colectivo, celebraciones ajenas,
otros modos de encarar y sentir estos no tan entrañables días, eran muchas las
cosas que uno descubría a través de los canales citados y otros similares
(incluyendo la memoria de los mayores al evocar festejos humildes y espontáneos
en que los vecinos compartían lo poco que tenían, cantando y dando palmas hasta
altas horas de la madrugada), ¡cómo no desear formar parte de los Hollister
(esos que desterré por ñoños no mucho después), aún más de los Cinco y de los
Tres Investigadores que, para colmo, se veían envueltos en misterios
apasionantes (también los primeros, sí, pero muy pronto salió a la luz la
moralina, el aunque sutil y casi inocente comparado con lo que ha venido
después adoctrinamiento que parecía preocupar al autor mucho más que los enigmas
y las aventuras)!
Lo cierto es que fue antes de esos días que solemos denominar “tan
señalados” y aún están tan cercanos (algunas calles de por aquí siguen
decoradas para la ocasión, poco a poco se van retirando luces y demás aditamentos)
cuando volví la vista atrás movido, como tantas veces, por una lectura: el
pasado noviembre participé en otro de los encuentros organizados por mi Pepa Muñoz
en Casa del Libro de Gran Vía, en esta ocasión para conversar con mi tocayo
Óscar Soto Colás con motivo de la publicación de su segunda novela, La
sangre de la tierra, editada por La Esfera de los Libros. En una de esas
asociaciones de ideas un tanto extrañas que me asaltan, evoqué aquellos años en
que éramos esponjas, todo nos estimulaba/resultaba atractivo, llenábamos los
juegos y la cotidianidad de aquello que leíamos y veíamos en televisión o el
cine, en que nos transformábamos al más puro estilo de Maya la de Espacio
1999 en los personajes más variopintos según lo que estuviese de moda/en
emisión, también queríamos ser Parchís, faltaría más, incluso recuerdo que,
puesto que se repuso en verano (época en que había, por así decirlo, barra
libre -durante el curso los niños buenos se iban temprano a la cama, no un
servidor-) y vimos en Morata durante las vacaciones algunos episodios, Emilito
Cela y yo jugamos a reproducir la antológica pelea entre Nick Nolte y William
Smith en Hombre rico, hombre pobre; cuando llegó Dallas (y
posteriormente Dinastía, pero fue aquella la que nos inspiró), Iván, el
nieto de la señora Matilde que vivía en Bilbao (que nació allí) y venía con sus
padres y primero hermana después también hermano a pasar parte de agosto en
casa de su abuela, me propuso que inventásemos nuestro propio serial al más
puro estilo de los que llegaban de EEUU y a ello nos pusimos con osadía y sin
complejos, reproduciendo la estética, incluso el modo de comportarse, las
fiestas, los rituales, las enrevesadas relaciones familiares, un calco
descarado de aquello que (era así) detenía el tiempo cada martes por la noche,
al menos comprendimos que no podíamos centrarnos en el mundo del petróleo
porque no sería creíble (como si lo demás lo fuese, jajaja) y, en un alarde de
ingenio, Iván propuso (y yo lo acepté inmediatamente porque me pareció una gran
idea) que las intrigas debían tejerse en una empresa dedicada a la exportación
de naranjas, que eso era muy español, y por ello titulamos a nuestro proyecto Vitamina
C (así éramos, qué quieren que les diga, no exagero nada). Falcon Crest llegó
a España cuando ya estábamos en el instituto, fue toda una fiebre, los que
teníamos vídeo y podíamos grabar los capítulos de las tardes que teníamos clase
(lunes, martes y jueves) poníamos al día a los demás para que pudieran seguirla
sin problemas, el enganche aún duraba cuando empecé la carrera, resultó que Juan
Mairena también era seguidor de la serie y, además, venía de Bollullos del
Condado, tierra de valorados y ricos vinos, el resto ya lo pueden imaginar
(algo que, obviamente, él ya había hecho con sus amigos de allí), jugamos a
imaginar escenas dignas de los Gioberti y hasta mi gran entrada (diseñada como
final de capítulo) cuando fuese a conocer a su familia (lo que sucedió en el
verano de 1989), dejando caer la maleta, mirando a mi alrededor con
complacencia y diciendo: “He venido… para quedarme”; como se ve,
seguíamos tremendamente influenciados por el modo de contar y hacer de los
(como decíamos entonces -y ahora-) americanos.
Óscar Soto, con enorme inteligencia, cuenta su historia como corresponde
a quien la ha (nunca mejor dicho, perdón por repetir lo del título) bebido
desde siempre, con modos, maneras y realidades propias, reconstruyendo una
época y siguiendo los cauces de la gran novela social y folletinesca de
profunda raigambre española, por más que fuese una obra francesa la que le
estimuló e hizo prender la llama: “Leyendo “Germinal” de Zola, pensé por qué
nadie había contado lo que se vivió en mi tierra, una auténtica epopeya, fue
así, en la que campesinos se transforman en terratenientes”. Ya sé que,
siguiendo la tónica habitual, me he excedido en lo que hubiese debido ser un mero
introito, unas cuantas líneas, pero al reírme (y un poco congratularme, no lo
negaré, de que nos pusiéramos a crear como parte de los juegos) de aquella
audacia infantil y posterior, pretendo destacar uno de los aspectos más positivos
de la novela de Óscar que, además, imprime gran verosimilitud y humanidad a la
narración, puesto que no escoge (como tantas veces se hace en lo literario y en
lo audiovisual -y en la mayoría los resultados son lamentables/risibles-)
modelos ajenos para limitarse a imitarlos (hay quien no cambia ni los nombres
de los personajes), él se limita a inspirarse en Zola para contar cómo llegó La
Rioja a ser lo que es hoy en día en lo que a la industria vinícola se refiere,
pero lo hace, como se ha apuntado, a nuestro modo, se huelen aromas de autores
como Valera, Pardo Bazán, Pereda o Galdós, realismo y naturalismo entreverados
en la propia esencia de quienes lo vivían sin ser conscientes de ello, la
cotidianeidad transformada en literatura, eso es lo que Soto Colás recupera,
apuntes del natural muy bien entreverados con los hechos históricos en una trama
que se bifurca en varias ocasiones, el tronco va dando fruto según avanzamos en
la lectura, y que se sirve mediante una estructura que responde/refleja
fielmente la época en que transcurre. Ese aire tan reconocible que crea atmósfera
y nos invita a viajar en el tiempo y que, en algunos momentos, tomó prestado,
así nos lo cuenta, de los estupendos guiones de Julian Fellowes para Downton
Abbey (a su vez claramente inspirados en los novelones decimonónicos que se
publicaban por capítulos), lo que, repito, no significa que copie nada ya que,
además, cuenta una historia muy diferente en tono y escenario, que tanta importancia
tiene en este caso, que tanto condiciona las acciones y pasiones de los
personajes, no en vano el título de la novela lo coloca al frente de la narración: “El título lo tuve antes de escribir la primera frase
[por cierto, fantástica y digna continuadora de la tradición señalada: “Aquella
era la primera vez que Víctor Arriola salía de su Bilbao natal en sus veinte
años de vida”], que también tuve en seguida: es algo que me ocurre
generalmente, me gusta madurar esas ideas, tener esa sensación de ansiedad de
ponerme a escribir porque hay un arranque y, al mismo tiempo, dominarla un poco
para no ponerme a soltar y soltar sin más. El título, como digo, lo tuve muy
pronto y me pareció sorprendente que nadie lo hubiese utilizado antes porque es
una metáfora tan sencilla, sólo encontré en Chile una obra de teatro con ese
nombre [montaje de la compañía El Circo del Mundo estrenado en mayo de
2017] e incluso eso es posterior a elegirlo yo”.
La sangre de la tierra, tal vez por aquella lejana pero decisiva
inspiración zoliana, nació con tintes más colosalistas, que a buen seguro
hubiesen producido una novela igual (o más al menos en el número de páginas) de
emocionante y atractiva, pero el autor optó por no dispersarse y así ganaba
peso la historia íntima, la particular, la que engancha a los lectores, la que tantos
descubrimos, la que Óscar quería recuperar: “Mi
primera idea fue cubrir casi un siglo, desde los comienzos del XIX hasta los del
XX, pero pasaron tantas cosas en ese momento en España que la historia que
verdaderamente quería contar, la del vino, se diluía y por eso tuve que
acotarla y centrarla en un periodo muy específico y olvidar el resto, aunque
puedo decir que está, tanto en mi cabeza como en el ordenador, nunca se sabe…”.
Demuestra, de este modo también, ser digno heredero de los autores citados (y
otros como Balzac) puesto que crea un gran universo en el que conviven otros
más reducidos, puede ampliar o cerrar el foco a conveniencia, elabora un gran
puzle del que muestra las piezas precisas, todo tiene sentido, lo que no es
óbice para poder añadir otras más adelante en forma de novela independiente
(incluso aunque formase parte de lo que se presentase, de nuevo a la manera de
Zola, como ciclo), aquí entre nosotros ojalá lo haga. En contra de lo que pueda
pensarse, Óscar Soto Colás no tiene nada que ver con aquello que cuenta,
simplemente tuvo la agudeza de percatarse de que podía (y debía) hacerse, que
había una historia que poner en valor y, en muchos casos, rescatar del
olvido/la ignorancia: “No tengo familiares directos que sean bodegueros, ni
tan siquiera alguno que tenga vides, sí un tío lejano que lo fabrica y su mayor
ilusión es dártelo a probar porque es algo suyo, es lo que va a trascender,
cuando él se vaya dejará un legado en forma de botellas. Son cosas que entendí
desde pequeño al haber nacido allí, del mismo modo que aprendí que la tierra
sólo te da cuando le pides, cuando te esfuerzas, no vale cogerlo, hay que
quitárselo; eso es algo que marca el carácter, que crea una cierta ética del
trabajo”. Habla de ambiciones de todo tipo, de visionarios que demostraron
su acierto, de gentes que supieron aprovechar las circunstancias en su favor,
hace un retrato ecuánime (con personajes ficticios por más que inspirados en
documentos y testimonios de la época) y poco o nada triunfalista/sublimado de
lo sucedido en La Rioja a partir de la segunda mitad del XIX, al fin y al cabo
todo empezó con una (cruel para quienes sufrieron sus efectos) carambola del
destino: “Que la industria vinícola naciese y se asentase en La Rioja fue a
causa de la filoxera: desde Francia, la epidemia se fue extendiendo por toda
Europa y España se libró en un principio gracias al clima. Cuando llegó, el
último sitio al que lo hizo fue La Rioja, es decir, se dieron las
circunstancias perfectas: una región a salvo de la plaga en un momento en que
los franceses comprenden que es mucho mejor enseñar sus técnicas a otros que
comprar el vino e importarlo y a eso se sumó el dinero de los señores de
Vizcaya que vieron la oportunidad de hacer y tener el negocio muy cerca de su
casa”.
La sangre de la tierra se beneficia de una prosa clara y mesurada
a través de la cual Óscar Soto Colás va desgranando aquellos sucesos históricos
que influyen directamente en la acción y en el devenir de los personajes,
haciendo comprensible para el profano todo lo relacionado con la elaboración
del vino a través de cómo estos se comportan, desean, imaginan, ambicionan o
trabajan, dotando de corazón y personalidad a los episódicos pero fundamentales
en el desarrollo de la trama y cómo se sientan las bases de un universo
literario, evitando quedarse en lo arquetípico, añadiendo matices, explicando
conductas sin maniqueísmos, explorando la parte humana (que tantos olvidan por
quedarse en la carcasa) que alienta esas pasiones que así adjetivamos: la
ambición, el rencor, el dolor, la envidia, el odio y otras más están tratadas
aquí sin esquematismos, con contenido, construyendo almas (más o menos limpias,
más o menos tortuosas), siendo motor que nunca pierde carburante (ni coherencia),
alimentando una novela de esas que no se pueden soltar y que dejan en pañales a
la mismísima Angela Channing en lo que a intrigas personales y empresariales se
refiere.