lunes, 3 de agosto de 2020

QUERER SER (Y VER A) NERO WOLFE




   Este es uno de esos textos que llevo bastante tiempo pensando, queriendo escribir, uno de los muchos proyectos que voy acumulando/abandonando (aunque la mayoría se queda por ahí pululando y de vez en cuando bate sus alas con furia para que no olvide la promesa/el propósito), algo que tenía muchas ganas de hacer por lo que implicaba, es decir, releer/leer libros que de un modo u otro me marcaron el camino, recuperar/poner al día lecturas, en definitiva, refugiarme una vez más en ese amigable y cálido abrazo que siempre es correspondido, regresar a aquel niño que no necesitaba más para sentirse pleno, para ser feliz, para soltar lastre; pero, cruel paradoja, resulta que al final lo he hecho (lo empecé a hacer) en los momentos más duros del confinamiento, en las semanas en que la salud se me quebró por varios sitios, en que somaticé de un modo desproporcionado la tensión acumulada por diversas circunstancias, el pavor que llegué a sentir cuando bajaba a Fosco a que hiciese sus necesidades (sobre todo en los primeros días, cuando lo menos que podía suceder es que la policía te parase y pidiese la documentación), el pánico porque Pablo siguió acudiendo a su puesto de trabajo y cuando le veía salir de casa se me encogían las tripas (y el alma), la rabia porque (como sucedió con otros colectivos) nadie lo agradecía ni recompensaba (y mira que, aunque hubiese tenido balcón, no estuve nunca por la labor de salir a aplaudir -ni a escudriñar, insultar, proferir soflamas de cualquier signo-, pero resulta feo celebrar a unos e ignorar al resto), todo ello sumado a un trabajo en que andaba inmerso y que, por todo esto, se complicó demasiado y se volvió una losa, un infierno, un peso que el pago prometido (y ya recibido, por cierto -en eso fueron rápidos, debo decir en honor a la verdad-) no aligeraba (pero que, por fortuna, quedó atrás, aunque, siendo honesto, si surgiese una oportunidad similar volvería a aceptarla, no queda otra). Fue en aquellos momentos febriles, casi permanentemente somnoliento porque apenas ingería bocado y para colmo abandoné el café (no me sabía a nada y me alteraba demasiado), con el cuerpo más sudoroso que nunca y zonas de la piel muy irritadas por sus efectos (lo de “irritación” es poco para lo sufrido, pero tampoco voy a entrar en detalles un tanto desagradables), enclaustrado por necesidad imperiosa, no por decisión propia, fue entonces cuando me pareció llegado el momento adecuado (¿Qué más tenía que pasar?) para dedicar tiempo a quien tantas veces, un poco como broma/impostura, me he referido como mi ídolo porque transformó en un arte lo que envidio mucho más de lo que pueda pensarse, es decir, no salir de casa (porque así lo quiere, no por imposición/seguridad): el detective Nero Wolfe.

 

   Hace unos meses encontré en una librería de segunda mano (que ya he podido volver a visitar y de donde salí revitalizado -por esta y alguna razón/persona más es por lo que matizo lo de querer imitar al personaje creado por Rex Stout-) un volumen que contenía tres novelas (en realidad, dos y un tercer título formado por tres historias) protagonizadas por Nero Wolfe entre las que se encontraba su presentación, Fer-de-lance, publicada en 1934, nada mejor que rastrear los orígenes de un personaje que, puede decirse, nació en tercer acto y, posiblemente, sin que su autor pensase utilizarlo durante tanto tiempo (publicó, hasta 1975, un total de 47 títulos, a los que se sumó diez años después uno póstumo). Así, Stout fue añadiendo detalles de la biografía (y la personalidad) de su peculiar detective según iba publicando nuevas entregas, si bien es cierto que, como ocurre con la tía Agatha y sus más reconocidas y populares criaturas (Poirot y Marple: ella misma reconoció en su autobiografía que los hubiera creado más jóvenes de haber sabido que iban a acompañarla tanto tiempo), resulta un tanto complicado (por no decir imposible) trazar una cronología que respete la lógica, hay que tomar cada caso como si fuese único (en realidad, ya lo hacíamos con los Hollister que tuvieron los mismos años -y varios veranos, algunas Navidades, vacaciones aquí y allá- a lo largo de 33 aventuras), es una serie al estilo clásico, un fantástico entretenimiento, no hay que esperar nada más (y tampoco lo necesita), lo que importa es el caso, la investigación, lo que no quita para que se ahonde en ciertos caracteres psicológicos, especialmente cuando tanto influyen en cómo se desarrolla la historia.

 

   Esa peculiaridad a la que tantas veces me remito fue la que distinguió muy pronto a Wolfe del resto de detectives que abundaban en aquellos tiempos (algunos de similar fortuna/inmortalidad, otros muchos opacados por el brillo de los que gozaron desde el principio del favor del público): resuelve los misterios sin abandonar su casa, para el trabajo de campo cuenta con la inestimable colaboración de Archie Goodwin, narrador de las historias al modo del doctor Watson o el capitán Hastings (aunque Poirot voló solo muy pronto), su inmensa humanidad -en torno a los 150 kilos- se mantiene resguardada en su domicilio de la Calle 35 de Nueva York, cerca del Hudson, donde mantiene unos horarios estrictos en lo que se refiere al cuidado de sus orquídeas de incalculable valor en el invernadero de la azotea del edificio que ocupa, así como en lo relativo al consumo de cerveza (es, de hecho, como le conocemos en Fer-de-lance, con el agravante de que, por lo que se indica, la acción se sitúa cuando la ley seca aún está vigente -y, por lo tanto, el propio Wolfe compra bebida de contrabando-). En La bombonera roja (la otra novela del volumen citado -y leído-), Archie escribe: “Llevaba nueve años trabajando para Nero Wolfe, y había cosas de que yo no podía dudar un instante. Por ejemplo: de que era el mejor detective privado al norte del Polo Sur. De que estaba convencido de que el aire de la calle sólo sirve para congestionar los pulmones. De que la menor molestia cerraba el cortocircuito de su sistema nervioso, provocando la descarga de su mal humor. De que se habría dejado morir de inanición debido a su firme creencia de que sólo los guisos de Fritz [su cocinero, que también reside en la casa] eran cosas apropiadas para la alimentación. Había también otros puntos de que estaba yo no menos convencido, pero los pasaré por alto, porque Nero Wolfe leerá estas páginas y podría disgustarse”. Sin embargo, Goodwin no tiene empacho en incidir en la tacañería de su jefe, en sus abruptos cambios de humor, en su altanería (“Wolfe nunca intenta disimular su vanidad ni tampoco su orgullo”, escribe en Cinco segundos antes de morir), en su furia incontenible, en sus inamovibles hábitos, en sus rarezas (y pintarlas como tales), en la superioridad moral de que se siente poseedor, así empieza, precisamente, La bombonera roja, con el detective negándose a aceptar un caso porque un posible cliente le pide “olvide usted por una vez sus rarezas… le sentará bien. Los defectos resaltan la perfección (…). Un taxi nos llevará allí en ocho minutos”. Tras afirmar que “Wolfe se agitó en su asiento; parecía a punto de estallar”, Archie reproduce la siguiente andanada: “¡Hablar de mis rarezas, de mis manías! ¡Y pretende usted llevarme en frenética carrera, a través de la vorágine del tráfico callejero… en un taxi! ¡Sepa usted que yo no entraría en un taxi ni para resolver el más complicado enigma de la Esfinge, con todas las riquezas del Nilo como recompensa! ¡No ha dicho usted nada! ¡Un taxi!”. Y, ante la insistencia de su interlocutor, que alega un crimen cometido y la posibilidad de que tal suceso se repite, el investigador remata: “¿Espera que me enrede en una defensa de mi conducta? ¡Tonterías! Si una muchacha ha sido asesinada, ahí está la policía. ¿Están otras en peligro? Cuentan con mi simpatía, pero no tienen opción a mis servicios profesionales. Yo no puedo alejar los peligros con un movimiento de mi mano, y no montaré en un taxi. No montaré en vehículo alguno, aunque se trate de mi propio coche y lo guíe míster Goodwin, excepto para asuntos de mi personal conveniencia. No soy inconmovible, pero mi carne siente una repugnancia constitucional a los desplazamientos repentinos y violentos”.

 

   Parafraseando la tan popular despedida de Ernesto Sáenz de Buruaga, así es Nero Wolfe y así nos lo cuenta Archie Goodwin, no le glorifica más que en lo puramente detectivesco, en su habilidad para sonsacar a los sospechosos/testigos, en sus métodos anárquicos, heterodoxos, imprevisibles, efectistas pero efectivos, aunque es de justicia señalar que tampoco dibuja una imagen idealizada de sí mismo, todo lo contrario: “Yo sé bien cuáles son mis habilidades. Aparte de mi función primordial de actuar de alfiler para Wolfe, impidiéndole que se durmiera o despertándole a las horas de las comidas, sólo sirvo para dos cosas: para husmear algún asunto antes de que otro prójimo meta las narices en él o para recoger piezas de rompecabezas para dar trabajo a Wolfe (…). No presumo de estar muy fuerte en matices. Fundamentalmente soy del tipo expeditivo y por eso nunca podré un buen detective”. Ese es, para mí, uno de los puntos fuertes de esta serie: el tono irónico sin fisuras ni rebajas, la manera descarnada y muy poco (o nada) complaciente con que se habla de los demás y de ellos mismos, el modo en que refleja sin eufemismos una relación que es fundamentalmente laboral y se mueve permanentemente en el filo de la navaja, sin ningún tipo de camaradería impostada, con continuos enfrentamientos, una furia soterrada que recorre todas las historias y que, por más que algunos se empeñen en decir lo contrario (como de tantos clásicos del género), aporta la dosis suficiente de humanidad (porque, repito, eso no es lo que se demanda -y mucho menos antes- en este tipo de narraciones). Lo que sí se puede matizar, habiendo leído casi sin solución de continuidad los títulos ya mencionados a los que deben sumarse El sustituto y A falta de evidencia (que, junto al relato homónimo, integran Cinco segundos antes de morir) y la novela La base del prisionero (un título de la renovada de los 80 e igualmente mítica Colección Reno que me regaló en su día la tía Carmen), es que Wolfe sale de casa más de lo que pudiera pensarse, no mucho, siempre por algo muy excepcional que de un modo u otro hace avanzar la trama, pero es algo más habitual de lo que yo creía cuando le conocí de chaval en un momento al que no puedo poner fecha exacta aunque debió ser en 1982 o 1983, el momento en que se emitiese en TVE la serie protagonizada por William Conrad, puesto que, eso sí lo tengo claro, ya leía compulsivamente a la tía Agatha y el pistoletazo de salida fue El tren de las 4.50 que mi padre me regaló en los Reyes del año del Mundial de España.

 

   También por aquel tiempo, se publicó en el dominical de Diario 16 un reportaje sobre algunos de los detectives más famosos de la literatura de género que incluía a Holmes, Poirot, Marple, Maigret, el padre Brown, no estoy seguro si alguno más o el listado se detenía en Wolfe, algunas de cuyas hazañas leí muy pronto gracias a una estupenda colección de libros que tenía mi madre (y que aún conservo) llamada Emoción, intriga, misterio donde hay algún título de Erle Stanley Gardner o sus heterónimos, otros menos populares, y dos firmados por Rex Stout: Las arañas doradas y Tres puertas a la muerte (de nuevo, un volumen con ese número de historias más breves). Me sirvieron como premio de consolación, puesto que TVE programó la serie citada que adaptaba algunas de las novelas de Wolfe e incorporaba guiones originales inspirados la fatídica tarde de los domingos, esa que durante tanto tiempo suponía la visita de los Cela y/o de la tía Nieves y su marido, esa en que había que socializar y mantener la falsa armonía que exige Bernarda Alba, motivo por el que en gran medida mitifiqué mi querencia hacia ese señor que, volvamos al punto de partida, se negaba a abandonar su domicilio (el asocial que soy ya estaba ahí por más que tuviese fama de lo contrario, a pesar de mi carácter huraño y de mi notorio enfado por tener que prescindir de, en este caso, Nero Wolfe -y de tantas otras antes y después-). Y ahora me divierte leerle de nuevo, seguir envidiándole (en parte), disfrutar con el ritmo vertiginoso que, casi sin sentir, Stout imprime en cada línea, desear poder algún día recuperar la serie (en formato doméstico o en plataforma) y vivirla junto a Pablo, a salvo de las inclemencias sociales y meteorológicas, en casita, en el hogar, resguardados, haciendo justicia a un magnífico personaje: Nero Wolfe.