El título del presente texto recoge parte de una de las varias y variadas
definiciones de Bilbao que se hacen en Justicia, la -lo diremos desde ya-
estupenda novela de Javier Díez Carmona publicada por Grijalbo el pasado junio,
una novela absolutamente negra, no sólo por el género en que se inscribe, sino
por el tratamiento dado a los escenarios, a la ciudad, a los lugares por donde
transitan, procuran sobrevivir, se enriquecen a costa del sufrimiento, la
desgracia y la ruina de otros o son asesinados sus personajes. No está de más
recordar de nuevo que el noir tiene muchos matices, muchas particularidades,
diferentes características que pueden aparecer o no en cada título en concreto
sin dejar por eso de ser una muestra espléndida (y si se quiere decir así canónica)
de lo que merece esa etiqueta sin titubeos, no hacen falta gánsteres, crímenes,
detectives, ahí tenemos a Horace McCoy o a la en tantos sentidos fundacional Manhattan
Transfer. Y uno encuentra muchos ecos de la narrativa de John Dos Passos en
Justicia puesto que, como allí, la ciudad, Bilbao, influye decisivamente
en la acción, late y siente como una persona, exhibe/esconde (según convenga)
su alma, se erige como auténtica protagonista.
Tuve el placer de conversar telefónicamente con Javier Díez Carmona hace
cosa de dos semanas y, tras los prolegómenos (y las merecidas felicitaciones)
de rigor, le señalé que una de las cosas que más me habían atrapado desde las
primeras páginas era precisamente ese tratamiento dado al escenario, algo que
imprime mucho carácter a lo que escribe y le confiere aquella particularidad
que en su día me señaló la gran Claudia Piñeiro, es decir, un crimen no puede
ser igual en Buenos Aires que en El Cairo, no debe, no si quiere ser verosímil,
no si se pretende hablar de lo que pasa en una sociedad concreta: “Bilbao es
el origen de la novela, lo quise así porque es la tercera que dirijo al público
adulto y las anteriores las había ambientado en Nicaragua y Barcelona,
respectivamente. Tenía, además, muy claro que quería que transcurriese aquí porque
como escenario de novela negra es impresionante, lo tiene todo. Es cierto que
el origen de la historia está en la crisis de 2008, pero empecé a escribirla
porque, como digo, quería situar una novela negra en Bilbao, ciudad que, diga
lo que diga el Ayuntamiento con sus campañas turísticas, es muy negra. Por eso
amoldé la novela a los escenarios, algo que me fue fácil porque jugaba en casa,
todo vino rodado”. La historia transcurre en los primeros días de noviembre
de 2014 y cuando le pregunto por qué recibo una respuesta muy sincera y
sencilla: “La empecé a escribir en agosto de 2014 y la terminé por en
diciembre, es decir, está escrita en tiempo presente, pero lo de publicar ya es
otra historia. El caso que podría haber cambiado la fecha, haberla situado en
2020, y, por desgracia, no hubiera pasado nada”. Así de realista, así de
lapidaria, así de crónica del ahora es, otro punto fundamental para inscribirla
con todos los honores en ese género que tantos utilizan (mal) para intentar
vender más o que malean a su antojo aunque el resultado tenga poco o nada que
ver con lo que puede considerarse (sin embustes ni sonrojos) novela negra.
Estamos, no lo olvidemos, ante una historia de ficción que hunde sus
raíces en lo más profundo de la actualidad (2014, 2021, más allá de lo notorio,
¿cuál es la diferencia?), que es más plausible de lo que nos gustaría
(empezando por su autor), volvemos a lo que expuso Claudia Piñeiro y así Javier
va desgranando cómo fue dando forma a Justicia: “Los escenarios me
dieron los crímenes, sí, sobre todo los del principio, aunque no puedo dejar de
reconocer que Bilbao es una ciudad bastante segura. Por ejemplo, el lugar donde
aparece la primera víctima transmite una sensación de inseguridad, más aún a
las seis de la mañana de un domingo, es algo que flota en el ambiente; resulta
fácil imaginar, a mí me ha pasado, que te salga alguien con una navaja, las
calles están muy vacías. Los crímenes están planificados siguiendo la geografía
de la ciudad”. Lo dice en plural porque, obviamente, hay más de uno, de
hecho, arranca con dos casi simultáneamente: “Los crímenes fueron saliendo,
no había planificado la novela hasta ese extremo, sólo tenía pensados,
precisamente, los dos primeros, los que suceden el mismo día, pero me dejé
llevar. Conviene recordar que en 2014 se cumplían dos años de la desaparición
de ETA, un momento en que se pensaba que había terminado todo aquello y entonces
yo planto no sé cuántos muertos en una semana, incluyendo un coche bomba. Me
interesaba plantear la desesperanza de la población temiendo que se volviese a
lo de antes, por eso fue naciendo de ese modo y es así como ha quedado”.
Bilbao, cada personaje la vive a su manera, la siente según lo que le
pasa, según se siente tratado, según se mueve por ella (o la evita, de todo hay,
por eso alguien la percibe como “una ciudad de apreturas y estruendo”);
le digo que me gusta especialmente el momento en que uno de los personajes
(Osmany, después nos detendremos en él) camina hacia “el Bilbao de siempre,
el de las prisas y los rostros huérfanos de sonrisas”, definición que incluso
me provoca un escalofrío porque la reconozco, la he visto: “Ese momento es
una contraposición entre dos Bilbaos antagónicos que están tocándose, los
separa la ría nada más, parece un foso que cambie dos ciudades: en la Pequeña
África, como se la llama hoy en día, la calle San Francisco, Las Cortes, donde
siempre ha estado la prostitución y la droga y ahora está la inmigración, te
encuentras gente sentada en la calle, ruido, gritos, las mujeres sonriendo, hay
quien está trapicheando, hay esa vida que en el otro lado se convierte en días
de lluvia, del sirimiri tan presente en la novela, ir con prisas a trabajar, ir
con prisas a la tienda, enfadarte si no llega el autobús, son dos Bilbaos
radicalmente diferentes”. Y en esa ciudad, por supuesto, están sus
habitantes, otro de los aciertos de la novela, su carácter coral, así se van
mostrando las diversas caras del lugar, de sus gentes, así el lector se ve absorbido
por una especie de colmena celiana (a menor escala, no se asusten, no necesitan
papel y lápiz para identificar a todos los personajes que, además, están
magníficamente caracterizados y elaborados aunque tengan una aparición
episódica): “Tuve miedo pensando que eran demasiados personajes, ha sido un
pequeño desafío, soy anárquico escribiendo: ni guion ni escaleta ni nada, voy
tirando a ver hasta donde llego. Los personajes son fundamentales, son el alma
de la historia, estoy intentando hacer algo vivo, por eso me ocupo de que
tengan personalidad”. En esa escritura poliédrica destacan los dos
capítulos narrados (en tercera persona, como toda la novela) desde el punto de
vista de Sansón, un gato: “Tenía ganas de hacer algo así: la perspectiva de
alguien que no participa en la acción pero está presente. Así salió Sansón, fue
un reto hacerlo verosímil, transmitir la reunión a través de sus sensaciones”.
A pesar de su magnífica coralidad, y dejando a un lado Bilbao, podríamos
considerar que Justicia tiene un claro protagonista, un personaje que
destaca por múltiples razones y que se gana el favor (y el corazón) del lecto,
ese al que ya nombramos antes, es decir, Osmany: “Osmany se ha ido creando
con la novela, no tenía pensado un personaje concreto, sí que fuese extranjero
para mostrar ese Bilbao de grises y oscuros a través de los ojos de alguien
recién llegado. Escogí que fuese latino para no complicar las cosas con el
idioma y no limitarle en ese sentido; después, como he estado Cuba dos o tres
veces, la conozco algo, pensé que me sería más sencillo que viniese de allá.
Quería que tuviese una cierta edad, la mayoría de mis personajes son
sexagenarios, por lo tanto, si es cubano y tiene esos años, tiene una biografía
importante, eso me ha servido para hablar de gente como Camilo, su hijo, de los
sueños de esa generación cubana que en tantos casos se reducen a querer salir
de la isla y enfrentarlos a los de la gente que hizo la revolución que son todo
lo contrario” (y aquí se comprueba de nuevo la total actualidad de lo que
Javier escribió en 2014). Alrededor de Osmany, el autor crea un pequeño grupo
de investigadores amateurs que intentan desentrañar lo que está sucediendo en
Bilbao (aunque al cubano le importa más un crimen ocurrido antes de arrancar la
novela, la razón por la que ha venido a la ciudad, el de su hijo), personajes
espléndidos con los que a este lector que conoció a Miss Marple antes que a Poirot,
que quería imitar a Los Tres Investigadores, le resulta facilísimo empatizar: “A
la hora de escribir, que el protagonista sea un profesional que hace su trabajo
es algo que no me motiva mucho. Era lógico que, con esa cantidad de muertos,
apareciese la Ertzaintza, aunque el personaje en que me fijo no lleva el
caso, lo que ocurre que es amigo íntimo de Arzamendi, pareja de la primera asesinada,
que fue el personaje con el que empecé la novela. Junto a él coloqué a Osmany, que
es testigo de ese crimen, y esa confrontación, esa colaboración empezó a dar
frutos. Después llego Maruri, el más joven, contratado por el padre de una de
las víctimas. Son muy diferentes, pero se dan cuenta de que trabajando juntos
pueden llegar a algo, así lo asume Larralde, el único profesional y se integra
en su dinámica”.
En mi línea habitual, poco más voy a desvelar de la trama que lo
esbozado en alguna de las respuestas o en mis digresiones, como siempre les
invito a sumergirse en la vorágine, en dejarse arrastrar, en indicarles que no
lean (aunque no haya spoilers) lo que se cuenta en una de las solapas del
libro, a que hagan su propio camino, a que la novela vaya creciendo/se vaya
construyendo ante sus ojos y la vivan en tiempo real, dejando sobrevolar esa
palabra que ya desde el título plantea una cuestión muy espinosa: ¿A qué
llamamos justicia? Javier Díez Carmona da total libertad a sus personajes para
que encuentren la respuesta, algo que es muy de agradecer y valorar, por eso
uno vibra durante la lectura, no se siente condicionado ni mucho menos
adoctrinado: “El autor no debe nunca juzgar a sus personajes o señalar a
ninguno como el bueno o el malo ni, mucho menos, dar lecciones de moralidad. Yo
cuento la historia y que el lector llegue a sus propias conclusiones, que
piense si haría lo mismo que el personaje o no, si haría más, si haría otra
cosa, que él elija”. Mi consejo, si me lo permiten, es que escojan Justicia
como lectura.