Aún con los ojos, los oídos, las emociones y el alma llenos de todo lo
disfrutado en Londres, de tanta calidad sobre las tablas, de experiencias que
superan cualquier expectativa (por fortuna, saben estimular constantemente la
capacidad de asombro del público), de reconciliarme con el hecho teatral (en
ese sentido, el West End es una apuesta segura en al menos un noventa por
ciento), es de justicia detenerse por un momento en un montaje que, con la
velocidad y fuerza de un misil, me llegó hasta lo más profundo desde el primer
minuto y (junto a un par de excepciones que ahora no vienen al caso) constituye
una de las pocas alegrías (en realidad, alborozo y regocijo) que me ha deparado
la cartelera madrileña en lo que llevamos de temporada: Juicio a una zorra, escrita y dirigida por Miguel del Arco a la
mayor gloria de Carmen Machi, única intérprete de la función, puesto que
hablamos de un monólogo. Los buenos amigos saben de mi aversión (no se me
ocurre otra palabra para definir lo que provoca en mi cuerpo cualquier
aparición suya, tanto en cine como en teatro o televisión) por esta actriz: es
una cuestión de piel y, literalmente, una suerte de electricidad me sacude
violentamente y me invaden las ganas de salir huyendo hacia donde sea, de poner
muchos kilómetros de por medio; esa era la razón por la que, a pesar de haber
escuchado y leído críticas excelentes, a pesar de que la toleré en Agosto (ese texto maravilloso que se
transformó en manos de Gerardo Vera en una joya que, además, nos devolvió a una
Amparo Baró en plenas facultades –y el Max fue a sus manos, como debiese haber
ocurrido con el Valle Inclán si el jurado tuviese verdadero criterio, pero poco
puede esperarse de las veleidades de Ansón (me da igual lo que diga, yo le
pongo la tilde porque en caso contrario hay que leer “Anson”, acentuando la
primera sílaba), el señor Nieva y alguna llamada periodista cultural que
demuestra cada día no conocer ni lo básico-), aunque el contenido de la obra me
resultaba atractivo, no me animaba a pasar una hora en una sala con ella como
única intérprete (y a Pablo le pasaba lo mismo, exceptuando la violencia que
recorría mi cuerpo cuando la veía), se me antojaba un suplicio, un castigo a
mis sentidos. Pero resulta que el pasado verano, cuando aún trabajaba en la
radio y aunque el ambiente no era nada propicio todavía me permitía (con el
concurso de uno de los mejores compañeros que jamás encontraré, Daniel Ampuero)
regalos en forma de temas que tratar y entrevistas que hacer, gracias a la
intervención de una de las profesionales que más sabe y ama el teatro, María
Díaz, tuve ocasión de compartir conversación con Carmen Machi: fueron cerca de cuarenta
minutos divertidísimos, interesantes, que ella dotó de energía, de buenas
vibraciones, de contenido apasionante incluso para el neófito, en los que se
despojó de ese tono “aidaizante” que impregna todo lo que toca, el mismo que
contenía en algunos momentos de Agosto,
el mismo que transformó en caricaturesco su rol en Roberto Zucco, el que tanto me irrita y taladra mis tímpanos, un
tiempo en que se mostró humilde, simpática sin pretender serlo –porque le nacía
así-, cercana, apasionada con su trabajo; cuando anunció que retomaba por un
tiempo las representaciones de Juicio a
una zorra y que recalaría unos días en Madrid, pensé que era de justicia
que olvidase mis prejuicios y me lanzase a la aventura (y Pablo, siempre
cómplice, siempre espectador ilusionado, cogió mi mano, como tantas veces, para
vivirla juntos).
“¿Quién escribe la Historia?”, la eterna pregunta que conviene tener
respondida antes de aventurarse en muchos textos (para que no nos laven el
cerebro) es uno de los mantras de la Helena de Troya recreada por Miguel del
Arco: ella, la más bella, considerada la causa de una guerra, vilipendiada,
difamada, insultada, incomprendida, hija de Zeus, mujer usada como moneda de
cambio (al igual que tantas, ficticias y reales), quiere terminar con tantos
siglos de silencio y alza la voz para que el público de la sala se convierta en
el único jurado y, a pesar de estar expuesto a la furia divina (Zeus manifiesta
su descontento mediante el bramido de un trueno interminable), dicte sentencia
tras escuchar a todas las partes, es decir, tras conocer la otra cara de La Ilíada, el testimonio directo de la
verdadera protagonista, del vórtice en torno al cual se mueven Aquiles, Ulises,
Menelao, Héctor y otros tantos, antes, durante y después del asedio de Troya.
Carmen Machi se ríe en las primeras frases por su aspecto, tan alejado del
mito, de la leyenda, del poema épico (“Todo el mundo envejece, ¿no?”), y dota a
su Helena de una carnalidad, de una verdad, de un rencor, de una voluntad de
catarsis que la hacen más creíble, contundente y humana que tanto rostro
anodino sin vigor al que nos tenía acostumbrados el cine; sólo desde la
melopea, bebiendo compulsivamente (y convirtiendo su diatriba en una melodía
que nos lleva desde lo infantil a lo doloroso, desde el dolor enquistado y
solidificado hasta la úlcera que no cesa de excretar la inmundicia que los
demás le han echado encima como único escenario vital posible), puede Helena
atreverse a no perder la cara al más fiero, al más injusto, al omnipotente pero
fieramente humano Zeus para exigirle que le regale el olvido, que deje de
fustigarla con una inmortalidad que es un suplicio mil veces más terrorífico
que el de Tántalo, que le permita sumergirse en las brumas del tiempo para
desaparecer y no seguir siendo la buscona, la traidora, la sierpe, la meretriz,
la furcia, la zorra, ¿por qué no decirlo?, la puta que abandona a su marido y
siembra la destrucción por donde pasa.
Los varios “¡Quiero el olvido!” que Carmen Machi va disparando como
saetas envenenadas hacia ese Olimpo en el que Zeus se divierte manejando las
voluntades humanas y del resto de dioses sustentan uno de los argumentos
centrales de su declaración: una vez quede claro quién hizo qué y qué debe
reprobársele a cada uno, Helena sólo anhela desaparecer, que la olviden, que
deje de cantarse su legendaria belleza, que deje de glorificarse la guerra y a
los hombres que la hicieron (la mayoría con menos atributos –físicos y morales-
de lo que se piensa), que los insultos vayan en la dirección correcta. Porque ella,
con toda lógica, jamás podrá perdonar todo lo sufrido, pero sabrá manejarse y
convivir con la inquina, el encono, el odio que ha ido atesorando y
silenciando, que se ha hecho tumor en su corazón, en su mente, en su
respiración, si la sentencia es absolutoria y ella puede hacer el mutis
largamente anhelado; ¡qué gran manera de dar la vuelta a la tortilla de ese
argumento abstruso y viciado de origen que dice “te perdono, pero no olvido” o “te
perdono hasta nuevo aviso”, dejando la amenaza en el aire! (si perdonas,
perdonas; sabemos que olvidar es más complicado, pero si existe la verdadera
intención de hacer tabla rasa, puede que se llegue a, cuando menos, encerrar el
mal recuerdo en una nebulosa que lo difumine o haga más tolerable). A Helena le
importa muy poco en qué estado queda Zeus, no es insólito pensar que incluso
desea que se pase el resto de la eternidad revolcándose en su impotencia, en su
contrariedad, en su vergüenza, mientras que ella no vuelva a tropezárselo ni a sufrir
las consecuencias de unos actos en los que ha sido una mera marioneta y en los
que su única culpa fue amar por sí misma, sin plegarse a lo dictado por otros.