Como a tantas cosas placenteras, llegué al cuplé por influencia directa
de la tía Carmen; recuerdo como si fuera hoy el día en que parecía estar
haciendo una prospección en uno de los exhibidores de discos del Simago de
Cuatro Caminos hasta que, toda feliz y orgullosa, extrajo de entre todos los
vinilos el que buscaba con tanto afán: El
primer cuplé de Lina Morgan; creo que ha sido uno de los que más veces
hemos escuchado desde entonces (con el tiempo pude hacer una copia en CD
gracias al impagable y no suficientemente bien explotado archivo sonoro de RNE)
y todavía puedo recitar sin cambiar ni una coma los breves monólogos con los
que la artista da paso a títulos como La
Lola, La regadera o ¡Ay, Cipriano!. Es, no hay duda, una
manera nada ortodoxa de introducirse en el género, pero uno tenía pocos años y
es lo que tenía más a mano (y el tono picarón, cómico y chulesco lo da la
Morgan como nadie, al margen de que ya era una querida conocida gracias a un
casete –aunque entonces decíamos “cinta”- en el que cantaba, hacía de niña, de
secretaria torpe, de camarera, de lo que tocase, junto a Juanito Navarro); casi
al mismo tiempo, porque es otro de esos LP que recuerdo en casa desde siempre,
empecé a paladear un tipo de interpretación y recreación del cuplé muy
diferente, más lírico y elegante, en este caso a cargo de Lilian de Celis acompañada
por la magnífica orquesta del maestro Cisneros (¿Para cuándo un homenaje a la
altura de lo que este señor merece?). En aquellas placenteras mañanas de sábado
en las que tanto tiempo libre había por delante (precedidas por el rebullirse
en las sábanas que olían a limpio porque mi madre las cambiaba todos los viernes,
feliz porque al día siguiente no había colegio, aún con los ecos del Un, dos, tres en los oídos), antes o
después de la cita televisiva con Torrebruno o con quien correspondiese según
de qué año hablemos, la tía oreaba el comedor, ponía unos visillos para limpiar
los que descolgaba, hacía alguna tarea al ritmo de coplas, zarzuelas, boleros,
cuplés y, así, con esa facilidad, todas esas músicas se metieron en mi alma,
fluyeron por mis venas y se hicieron parte de mí, la mejor banda sonora que
hubiera podido soñar.
No estoy muy seguro de cuándo fue la primera vez que supe de la
existencia de Olga Ramos, pero no olvidaré cómo disfrutábamos la tía y yo con
sus apariciones en Visto y no visto,
aquel original programa (como tantos que le debemos) con el que Alfredo Amestoy
amenizó los domingos en algún momento de 1983; esa señora jocosa, rotunda,
cascabeleante, poseedora de una voz fresca, alegre, plena de matices, se me
hizo simpática desde el primer momento, y más cuando la tía y mi abuela me
hablaron de ella, de los muchos años que llevaba dedicándose a la música, de
sus muchos y variados méritos. Gracias al tío Miguel (una vez más), conocí lo
que eran Las Noches del Cuplé en la calle de la Palma, ese lugar entrañable,
mágico, sorprendente, necesario aunque los que no quieren ser acusados de
casposos y los que, aunque se declaran conservadores, no atienden a nada
relacionado con la cultura, los unos y los otros, estos y aquellos, galgos y
podencos, lo dejasen morir sin que les temblase el pulso ni su sueño se viese
perturbado por el sátiro del ABC o la chula tanguista; cuando hace muy poco
Olga María Ramos me hizo recordar que el local fue clausurado en 1999, el mismo
año del fallecimiento del tío, me estremecí porque, realmente, sentí que un
lúgubre e injusto telón ponía fin a una época, pero la ponía a buen recaudo en
nuestros corazones. A esas alturas, ya sabía de la gran formación musical de
Olga, de su exquisitez como intérprete, de la existencia del Cipri (su marido, Enrique Ramírez de
Gamboa, gran compositor que no dudó en permanecer en la sombra para que la
estrella, su adorada cupletista, llegase a lo más alto), de muchas de las
circunstancias que la hacían tan grande, esa arrebatadora personalidad a la que
era imposible resistirse con esos ojos alegres, la faz risueña, lo que se dice
un tipo de madrileña (¿Qué importa que naciese en Badajoz?), neta y castiza,
quien al entornar los ojos te cauterizaba, te conquistaba, te absorbía, te
empapaba de cuplé.
Y, claro, supe de Olga María, su hija, la que se empeñó en ser artista,
la que no pudo resistirse a los embrujos del arte, la que tuvo los mejores
maestros en las partituras y a la hora de interpretarlas, la que fue
encontrando su propio estilo, su manera de ser, jamás imitando a su madre (sí
recreándola cuando la ocasión lo permite, dando testimonio en su sonrisa, en
muchos gestos, en los mantones, en algunas notas –puedo jurar que cuando veo a
Olga María en escena, noto la presencia de la matriarca, arropándola,
aconsejándola, orgullosa porque su obra tiene continuadora y ampliadora),
vivificando el género, estudiándolo, manteniéndolo en perfecto estado de
revista. Debo a mi profesión (esa que sigo ejerciendo porque no puedo ser otra
cosa, esa que necesito como el respirar) haber establecido contacto con muchas
personas a las que admiro, pero sin duda uno de los máximos regalos que he
recibido es poder llamarme amigo de Olga María Ramos, aprender junto a ella
algunos de los secretos del cuplé (todos no es posible, salvo si eres una de
las Ramos), admirar su humanidad, su gracejo, su entrega, su vitalidad, sus
enormes e inagotables recursos, su prodigiosa voz, su inmensa versatilidad (no
sólo porque pasa de lo frívolo al doble sentido o de lo dramático a lo
divertido, sino por cómo canta en francés –Oh, là, lá! (si lo escribo mal que
me corrija ella, por favor, que ser corregido por cupletóloga será la felicidad
soñada)- o boleros o lo que se le ponga por delante). Y antes de decir adiós a
la radio (si bien es cierto que en ese momento creí las falsas palabras de
algún directivo güero y no pensé que fuese definitivo), le pedí que volviese,
que nos regalase como tantas veces su presencia, y dijo que sí (nunca falla) y
se vino con una grabación del gran Agustín Lara porque andaba pensando en hacer
un dueto gracias a la técnica y me ofreció cantar en directo sobre el piano del
maestro y junto a su voz: preparamos el escenario, fuimos creando misterio,
esperábamos a un invitado de lujo, una personalidad musical, un mexicano
universal, quien de repente estaba ahí, en el estudio, y Olga empezó a recitar
los primeros versos de Farolito… y lo
demás lo recuerdo entre brumas, como si flotase, como algo irreal, tenerla tan
cerca mientras por los cascos nos llegaba la grabación, verla transformarse,
mimetizarse con la música, sus ojos entornados, sus manos juntas, esa voz
cálida, dulce, suave, en perfecta comunión con Agustín Lara, ¡aún me dura el
escalofrío, bendito escalofrío!
Y tenemos la fortuna de que, gracias a la iniciativa del Teatro
Prosperidad, un lugar heroico en el que dos amantes del arte se la juegan cada
día, un espacio coqueto en el que se respeta y venera el espectáculo, con patio
de butacas y escenario (no como tanto advenedizo que se anuncia como tal), Las
Noches del Cuplé han vuelto todos los viernes por la tarde y Olga María Ramos
ejerce como maestra de ceremonias, cuenta, explica, ríe, coquetea, morcillea, dialoga
con el pianista (¡Atentos a cómo pasea las manos por el teclado!) y por encima
de todo canta maravillosamente (y el magnífico sonido de la sala –ya quisieran
muchos coliseos- permite que pueda recrearse en los matices, interpretar con
mesura, con ese buen gusto marca de la casa). El repertorio (el inacabable
repertorio del cuplé) varía cada día, por lo tanto no sé si les tocará El polichinela, La chica del 17, Nena (el
favorito de la ídem, si me permite la confidencia –seguro que no se enfada-), Bajo los puentes del Sena o El beso, pero seguro que la visita no
les decepciona, todo lo contrario, se quedarán con ganas y repetirán; y tal
vez, como me sucede en cada nueva visita, se preguntarán por qué esta mujer no
goza del prestigio que, con todo merecimiento, tiene al otro lado del
Atlántico, cómo es que nadie piensa en ella para alguna película, cuál es la
causa de que no tenga un espectáculo al estilo de los que hemos gozado de Chita
Rivera, Debbie Reynolds o Liza Minnelli, y a buen seguro no encontrarán
respuesta porque esta señora debería estar en las marquesinas anunciada con
luces de neón, pero parece que el verdadero talento no interesa. Por fortuna,
aún quedan locos maravillosos que apoyan y fomentan que el cuplé siga vivo y
que Olga María Ramos pueda hacer gala de su saber jacarandoso y de su devoción
por sus padres (¡Hay tanto amor en cada palabra, en cada nota, en cada momento
de su recital cuando los nombra!).