Enrique Ordiales es uno de esos adolescentes (aunque acaba de aprobar
Selectividad, por lo tanto ha alcanzado la mayoría de edad y, según se decía
antes, tiene derecho a llevar el “don” delante del nombre) que te devuelve la
esperanza en las generaciones futuras y, de paso, en la profesión; le conocí
gracias a la radio, ya que ha sido siempre una de sus pasiones: la escucha, la
siente, la vive, anhela ser parte de ella (al otro lado del receptor, porque como
oyente ya lo es: activo, curioso, participativo, aportador) y lleva algo más de
tres años alimentando un blog llamado Radioanálisis, en el que da rienda suelta
a su vocación, demostrando un instinto periodístico muy agudo y muy buenas
dotes como comunicador. Aunque me consta que no quiere estudiar Periodismo como
tal, no puedo menos que sentirle colega, compañero, camarada, ya que demuestra
un respeto y un gusto por el oficio que no tienen muchos de los que lo ejercen por
más que un título universitario los acredite como tales, y porque desempeña
nuestra tarea tal y como se ha hecho casi desde las cavernas, es decir,
ejerciéndola, aprendiéndola en la práctica, en el día a día, fajándose con la
coyuntura que toca en cada momento (por si acaso alguien no me ha oído decirlo
antes, repetiré que esto no significa que invalide la carrera, los estudios,
sólo afirmo –a los millones de ejemplos me remito- que la verdadera esencia no
se encuentra en libros de texto escritos hace quinquenios o en las
formulaciones teóricas de aquellos que jamás han pisado una redacción ni han escrito
una crónica ni se han puesto delante del micrófono o la cámara para informar;
de eso a otorgar estatus de periodista a tanto vocinglero doctorado en algún reality va un abismo). El caso es que,
durante la presentación de 24 horas de un
periodista desesperado, Enrique preguntó a Pablo si pensaba que el sombrío
y asqueroso (¿por qué andarnos con metáforas?) panorama dibujaba en la novela
podía mejorar, a sabiendas de que había muy pocos elementos ficticios en la
narración; Pablo fue muy categórico (conoce demasiado bien las cloacas, lo
infecto que infesta todo) y respondió con un “no” rotundo, que fue secundado
por la entrañable Isabel Pisano (esa maestra, amiga acogedora, ejemplo de
libertad e independencia, precisamente por ello vilipendiada, censurada,
perseguida y castigada en tantas ocasiones), aunque ella se atrevió a añadir
que, en todo caso, son ellos, los que están llegando, los jóvenes, los que no
deben dar nada por hecho ni consentido y ponerse a cambiar lo que no les guste
(“No les dejarán –añadió-, pero si lo intentan al menos no serán cómplices”).
No quisiera ser tan negativo, pero no puedo dejar de ser realista y, en
realidad, el comportamiento de tantas personas (algunas consideradas amigas),
su forma de reaccionar ante la novela de Pablo me hace responder a la pregunta
de Enrique igual de categóricamente, puesto que en lugar de hacer autocrítica,
de entonar el mea culpa en lo que sea conveniente, de arrancar de cuajo la mala
hierba, de señalar la manzana podrida para al menos intentar quitarla del
cesto, preferimos guardar silencio en connivencia con los hacedores, con los
responsables de que, paradójicamente, el periodismo sea uno de los oficios con
peor prensa (y, en realidad, todos llevamos nuestra cruz porque, en algún
momento, nos hemos autocensurado para conservar nuestro puesto de trabajo –siempre
ha sido una de las formas más perversas de chantaje, exacerbada ahora con la
situación de agonía que vive el sector-). Y así se da el caso de que una
persona que, se sabe y puede demostrar, perdió un Premio Ondas por la intervención
de un directivo sin capacidad ni criterio –un gallina, tal y como puede leerse
en la novela, un inane con poder, un mediocre soberbio- cree que puede ser temerario
incluso mencionar el título por si alguien ata cabos (si reaccionasen así, al
modo de lo sucedido con El Código Da
Vinci, deberíamos colegir que se reconocen en el retrato –muy certero, se
lo digo yo- y que, de una forma u otra, son conscientes de lo que hicieron o
hacen –alguno hay, no es la primera vez que lo digo, con el trasero untadito de
Sindeticón –y ésta va para Enrique Ordiales padre, al que me imagino tarareando
las letras del álbum Forgesound-); o
el de otra persona que, a pesar de que una y mil veces la hicieron de menos e incluso
humillaron aunque dirigía un programa, besaba el suelo bajo los pies de
cualquiera con despacho y secretaria pensando que así se mantendría, sin ser
consciente de que los cargos más altos son los más inestables en los medios de
comunicación, llegando a negar las evidencias para montarse su propio país de
las maravillas, siendo complaciente y cómoda, evitando los enfrentamientos,
totalmente dócil y vendida, quien incluso se asombraba de cómo Pablo reflejaba
a ciertos personajillos a los que ella menospreciaba o de cómo sacaba la luz
los navajazos y la campaña de descrédito sembrada por gente del lugar, diciendo
que comprendía “la expiación” pero no podía darle altavoz, demostrando por un
lado su nula capacidad para hacer una entrevista sin hablar de lo que no se
quiere (hay otros muchos asuntos sobre los que preguntar al escritor),
volviendo por otro, como tantas veces, a dar una patada al diccionario, ya que
la expiación puede que algún día sea ella quien tenga que hacerla (o al menos
le gustaría, tal y como dice la primera acepción del DRAE, “borrar las culpas”);
en todo caso, llame a las cosas por su nombre, Pablo se ha tomado justa
venganza. Y eso por no hablar de la de "profesionales de la información" (lo entrecomillo con toda la mala baba del mundo) que, sin conocer ni a su autor ni al resto de personajes de nada, rechazaban hacer cualquier comentario "porque esas cosas no deben contarse" (y aún peor si entramos en el capítulo "sindicatos"): esa es la democracia, pluralidad, libertad que exigimos pero no ejercemos si afecta a "los nuestros".
Y resulta que no hace mucho, con la clarividencia que le caracteriza,
Enrique me dijo que se notaba en mis textos (bien fueran comentarios para el
Facebook como escritos para los blogs) que había recuperado mi libertad, mi
posibilidad de hablar sin tapujos, que hacía muy bien en no coartarme “por si
lo lee alguien que puede darme trabajo”; sí, mi dolor y depresión me ha
costado, pero ahora ya no me callo ni debajo del agua (y eso que, por el
momento, oculto nombres para, en el fondo, negarles trascendencia, pero puede que
eso cambie dentro de poco porque “si un traidor puede más que unos cuantos, que
esos cuantos no lo olviden fácilmente” y que lo hagan público y que se le
señale con la letra escarlata por ser ignominioso), porque es mucho más digno
que no te contraten por intentar mantener tu ética a buen recaudo que vender lo
único que uno puede alcanzar en su oficio (la confianza que le otorgan los
demás), que travestirse, que amordazarse, que tolerar desmanes (para tener
jefes incompetentes no hace falta irse muy lejos y son más tolerables cuando
hablamos de una tarea que sólo precisa de tu pericia, tu disposición, que te
permite ejecutarla casi mecánicamente, sin implicar el alma). Busquémosle
alguna ventaja a no tener empleo (¡Qué poco me gusta lo de “parado”!); ya que,
de todos modos, en el inconsciente colectivo flota la idea de que somos unos
aprovechados (¿Es que no hemos cotizado todo el tiempo que hemos podido?), unos
viva la virgen, los máximos artífices de la economía sumergida (hay de todo,
como en botica, pero conozco demasiados casos de empleados en algún sitio
que cobran parte del sueldo en negro o que alternan varios trabajos, no todos
declarados; aunque cuando alguien acusa en general y tú le replicas, en seguida
aclara “no, si yo haría lo mismo”… ¡Pero yo no lo hago! –se cree el ladrón que
todos son de su condición-), intentaremos rentabilizar esta situación (confiemos
en que lo más pasajera posible) sacando adelante nuevos proyectos literarios, aprovechando los buenos momentos (¿Le hemos pedido dinero a alguien
para irnos a Londres? Bueno, el caso es que no avisamos al INEM de que nos
marchábamos fuera tres fines de semana -uno, dos y tres, independientes, no
semanas completas hasta sumar tanto-, igual me leen ahora y nos reclaman algo,
vaya usted a saber, si las oficinas cierran sábados y domingos, por qué tengo
que andar cacareando por ahí que me voy al pueblo a ver a la familia o
cualquier otro desplazamiento). Y, ya puestos, ojalá algún día supiese que, al
igual que sucedió con algunos comentarios de Facebook, cierto poetilla güero
tuviese noticia de este texto; en realidad, me estaría dando más importancia de
la debida –eso significaría que sigue mis pasos- y dejando más en evidencia su
miseria moral –esa que le preocupa quede al descubierto… ¡Todo se andará!
(aunque podéis encontrar un retrato al natural en 24 horas de un periodista desesperado –igual consigo que la lea él
y compruebe lo que es escribir bien-).