Pasear con Dobby es una aventura diaria; como es un asocial, todo le
asusta, le perturba, le repele y, aunque se pone a ladrar imperiosamente en
cuanto empiezo a preparar los aperos necesarios (bolsitas por si las
deposiciones, la correa, mis pequeñas alforjas –una mínima bandolera en la que
sólo caben la cartera y el móvil-), pierde toda su energía en cuanto pisa la
calle y hemos dado cuatro o cinco pasos, especialmente si planta un pino casi
en el portal (yo creo que es por el pánico a lo que viene a continuación). En cuanto
cesan los ladridos y su rabito va bajando (encogiéndose, como el de tanto
bravucón que a las primeras de cambio se pone a temblar), camina presuroso,
olfateando cuál es el camino más corto para regresar a casa; no quiere jugar
con otros perros (por cierto, ¡qué manía con llevarlos sueltos para que
avasallen a viandantes o se la jueguen con el tráfico o provoquen un
accidente!) y de algunos huye tirando de mí como un poseso y a otros se encara
sacando los dientes, dejando muy claro que está muerto de miedo; siempre hay
algún espontáneo que se abalanza a acariciarle (tiene mucho éxito: es un
conquistador)) y tengo que sacar los reflejos que no poseo de no sé qué sitio
para hacerme con él antes de que pueda darle un bocado (son animales, no
podemos invadir su espacio así como así porque es lógico que reaccionen a la
defensiva); aunque gran parte de nuestro recorrido lo hacemos por calles
peatonales, hay que sortear miles de obstáculos, sobre todo camiones de reparto
que provocan unos atascos que ríete tú del tráfico habitual del centro (no es
la primera vez que apenas puedo salir del portal porque me topo con uno de
ellos o que no puedo volver a entrar por lo mismo o que no hay espacio por el
que caminar porque dos –e incluso tres- se apiñan como pueden en un lugar sin
capacidad para albergarlos), ciclistas que se sienten corredores de un rally,
turistas despistados (especialmente temibles los orientales, desordenados,
maleducados, caminando como si estuviesen solos o el mundo fuera de ellos) o
niños que corretean sin freno ni padre que los controle. Como tenemos la
fortuna de vivir muy cerca de una de mis zonas favoritas de Madrid (la Plaza de
Oriente con ese imponente y fabuloso Palacio Real), gran parte de nuestro
recorrido lo hacemos por allí mientras voy tarareando (es inevitable) Almudena al más puro estilo doña Concha
Piquer, viendo la cantidad de gente que viene a visitarlo o se acerca para
hacerse una foto o es vecino y hace lo que nosotros (con o sin perro).
Durante varios meses, (ahora, con el verano, ya no se da ese fenómeno) raro
era el día que no topábamos con dos o tres grupos de escolares de diferentes
edades que iban en manada a conocer el Madrid de los Austrias y el histórico
edificio, más o menos ordenados, con algún profesor que intentaba que no se
disgregasen, más o menos nerviosos, más o menos en ebullición, más o menos con
las hormonas disparadas (todo dependía, claro, de la edad); y me dio por
recordar mi etapa escolar, aquella Educación General Básica que en mi caso se
prolongó de 1976 a 1984, prácticamente íntegra en el Colegio Nacional Ignacio
Zuloaga (que todavía sigue activo, al menos hasta donde yo sepa –todo sea que
hayan decidido cerrarlo y no me haya enterado, ya que no me pilla de paso
cuando voy a casa de mis padres y la tía Carmen-). En realidad, este texto
lleva un tiempo dándome vueltas pero por diferentes circunstancias lo iba aparcando
(otras cosas que comentar, aprovechar el tiempo junto a Pablo, preparar nuestro
nuevo proyecto literario –que ya está en marcha-), hasta que se puso en pista
de despegue casi como una necesidad tras la sorprendente y regocijante visita
de Mari Paz (una de mis compañeras de colegio todos esos años) a la Feria del
Libro para llevarse Madres de película y
traerme recuerdos y cariños de personas que no podían estar allí (Elena,
Teresa) pero con las que, gracias a Facebook, he recuperado el contacto. Fue
mágico el momento en que sentí una mirada muy fija y supe que conocía a esa
persona que se levantaba las gafas de sol y se acercaba sonriente diciendo “después
de tanto tiempo, fíjate. ¿Quién soy?”; no me veía capaz de decir un nombre,
pero en cuanto me dijo “fueron aquellos tiempos en los que empezamos a ser
artistas”, no lo dudé –“¡Eres Mari Paz!”- porque es cierto que montamos un
pequeño grupo de teatro (los fundadores fuimos Teresa, Elena, Marcos, Isabel,
David, Mari Paz, Mari Luz y un servidor) con una obra que, por cierto, escribió
ella –le chiflaba leer también: recuerdo nuestras charlas sobre Lo que el viento se llevó (la novela)
que ambos devoramos en Octavo- y con la que llegamos a hacer gira por todo el
colegio, actuando para los diferentes cursos (y comportándonos como una verdadera
compañía porque Mari Luz cayó enferma durante los últimos ensayos y tuvimos que
buscar sustituta –Conchita, a la que ahora llamamos Terry en la red-,
alternando ambas con el tiempo según nuestros compromisos). Y nos dio tiempo a
ponernos un poco al día y ella me dijo que a veces se ha acordado de mí (mucho
más desde que las chicas le cuentan porque Mari Paz no es de Facebook) porque
piensa que no se portó bien en el colegio, que no me ayudó, que tal vez podría
haber actuado de otra manera, que era (o parecía) bastante clara mi sexualidad
(todo lo clara que podía serlo en un crío de pocos años y en aquel momento) y
que o se la tomaban a chiste o la utilizaban para señalarme con el dedo; en
realidad, las cosas como son, aunque siempre fui muy amanerado y con gustos que
en la época se consideraban afeminados, tuve la suerte de no vivir el infierno
por el que otras personas han pasado: más allá de algún comentario insidioso de
los más mayores y de algún menosprecio de aquellos que menos me importaban, no
viví un drama ni me sentí estigmatizado, no me traumatizaron ni deprimieron
(eso lo haría yo solito con el paso del tiempo), tuve la suerte de llevarme
bien con algunos de los líderes de la clase, los considerados gamberros y
conflictivos por los profesores, en especial con Salas (llamábamos a muchos por
el apellido, no despectivamente, en realidad como toque de distinción), un tipo
muy noble que, al igual que Manolo López Gay –ironías de la vida: fue mi
compañero de pupitre desde Tercero, ¡con ese apellido que tantas burlas motivó!-
o Quintín, como también Lunar -nuestro Luni,
Alberto de nombre- o Carlos Vázquez, un cerebro matemático, siempre me
protegieron y ayudaron. Y con las chicas, Salas y alguno más formé parte de un
grupo muy activo, que organizaba las fiestas, que participaba en las
actividades y que, por así decirlo, daba vidilla a la mortecina vida escolar.
Porque por ahí vino mi primer recuerdo al topar día sí y día también,
lloviese o hiciese un frío polar, con tantas marabuntas de chavales fuera de
las aulas: ¡Qué aburrido era nuestro colegio! Aunque siempre he sacado buenas
notas, jamás me ha gustado estudiar, lo he considerado una obligación y una
necesidad, y aprobar todas las asignaturas suponía la perspectiva y
efervescencia de un largo verano liberador para ver películas, leer, oír música
(ya he dicho que era un tanto especial), pero era algo especialmente arduo en
aquella escuela que todavía debía tanto al franquismo, con tanto maestro sin
ningún conocimiento pedagógico más allá del castigo físico o la humillación,
con un crucifijo presidiendo nuestras lecciones (tal y como reflejó La Trinca
en una estupenda canción), con don Amancio, el sempiterno director (justo dejó
el cargo el curso en que nosotros ya habíamos volado hacia nuestros respectivos
Institutos), ese señor amenazante que no sabía ganarse nuestro respeto pero sí
nuestro miedo, el que se negaba a conceder ningún día de fiesta más de lo
debido (no recuerdo que se nos permitiese ningún puente e incluso intentaba
convencernos de las ganas que teníamos por ir a clase), el que no comprendía la
necesidad de las actividades extraescolares y por eso apenas hicimos salidas
fuera de las aulas, más allá de la típica al Prado y alguna cosa más. Y
recordar también a don Antonio González, uno de los pocos a los que puedo
considerar maestros por lo que me enseñaron y aportaron; al chiflado del
Stanley (le llamábamos así por su enorme parecido con Stan Laurel), el de
Sociales y Manualidades, quien por suerte se marchó del colegio tras amargarnos
todo un curso; la entrañable Ana, en este caso tuvimos la mala pata de que su
paso por el colegio fuese efímero, un solo año en el que al menos fue nuestra
tutora y nos regaló su sonrisa y comprensión; su sustituta, Joaquina (hermana
de otra profesora, Maruja), una mujer que leía las lecciones porque no era
capaz de explicarlas, una de tantas rémoras heredadas de otros tiempos; Antonio
Darriba, el de Matemáticas, engolado, estirado, pero ecuánime y muy buen
profesor, como también lo era José Olmos, el de Ciencias, aunque daba un poco
de miedo; y, sin duda, el garbanzo negro, la que debe haber castrado más
vocaciones e ilusiones, la más cruel, la más retorcida, el peor curso por el
que pasamos (que sin duda nos curtió y preparó para la dureza de la vida –pero no
es necesario pasar ese aprendizaje de esa forma-), fue cuando nos tocó ser Quinto
B con Conchita al mando (“La Bruja” era su sobrenombre): una clasista que nos
sentaba por orden de notas, menospreciando a los que iban algo retrasados, dejándolos
atrás, sometiendo a una presión irrespirable a “los primeros de la clase” –no se
cansaba de esa muletilla, echándosela en cara a los demás-, riéndose de los
defectos físicos, leyendo en voz alta las respuestas erróneas de los exámenes,
con bruscos cambios de humor que solventaba castigando a toda la clase a
permanecer de rodillas hasta que se le pasaba la irritación, en fin, ese sí fue
mi (nuestro) infierno escolar, pero fue algo malo que pudimos (supimos) dejar
atrás y ahora recordamos muchos de los incidentes, de las anécdotas, de lo que
pasó en aquellas aulas muertos de la risa y, ¿por qué no?, con cierta agradable
nostalgia, con ese regusto agridulce que da la infancia que no podemos volver a
vivir.