Hubo hace bastantes años en TVE un programa para la tarde del domingo (de
esos al estilo de aquellos fantásticos –nunca mejor dicho- presentados por José
María Íñigo, aunque sin llegar a tanto) en el que todo tenía cabida y todo era
posible, un verdadero magacín que rompía continuamente las costuras del género
(que es lo que debe ser un espacio de este tipo, por mucho que se atenga a un
esquema, a colaboraciones fijas, a unos planteamientos: imprevisible,
inclasificable, sorprendente); por más que he navegado por Internet no he
podido dar con su título ni con el nombre de su presentadora quien, si no
recuerdo mal, era la esposa de aquel que compartía con ella esa tarea, es
decir, el estupendo Rafael Turia. Y, sin embargo, como tantas cosas que
permanecen indelebles sin que haya que esforzarse para lograrlo, recuerdo como
si fuera hoy que, en una ocasión, hablando sobre no sé qué, dando paso a
adivina cuál, entre esto y aquello, Rafael dijo (palabra más, palabra menos):
“Es que eso hay que hacerlo con mucha parafernalia… ¡Mira que me gusta esa
palabra! Pa-ra-fer-na-lia. ¡Cómo suena!”; sí, es cierto que todos tenemos
alguna expresión, alguna palabra que repetimos miles de veces y a la que
recurrimos como muletilla, que puede que nos guste por lo que decía el señor
Turia, por el sonido, o por su polisemia, o por su indeterminación, o por
ninguna razón en concreto, sencillamente porque le cogemos gusto y ya no
podemos parar. Un servidor siempre ha gustado de decir “eso son los avatares de
la vida” o “¡Madre mía, qué avatares!” e incluso “¡Cuánto avatar, no hay quien
pare!”, muchísimo antes de que Internet y muy especialmente James Cameron
pusiesen de moda la palabra, la convirtiesen en un vocablo habitual, provocasen
que se hable de “avatares” como algo cotidiano; yo, obviamente, me quedo en la
primera acepción del DRAE, la que lo identifica como “fase, cambio, vicisitud”,
pero de esa polisemia habla Ramón Buenaventura en su última novela NWTY, que debe leerse “nuty”, acrónimo
de la expresión No Working Title Yet (todavía
sin título de trabajo) que sirve para identificar aquellos documentos que
abrimos pero a los que no titulamos (por ejemplo, lo ha sido éste que ahora
escribo hasta que lo identifiqué como Arpa
58 –ese es el lugar que ocupa en las entradas del blog-).
En la novela que publica Alianza Literaria, el autor tangerino se
transforma en protagonista (al menos identifica al personaje central con sus
iniciales, dejando claro que son las de un tal Ramón Buenaventura, y le
atribuye la autoría de títulos ya publicados por él y de Tal vez vivir, calificada como “inédita e impublicable”) para
romper de una vez y para siempre las fronteras entre realidad y ficción, puesto
que navegando por la red será interpelado, acosado, reinventado, manejado por
sus personajes, esos que tantas veces acusan los novelistas de escapárseles de
las manos, de salirse de la historia pensada, de cobrar vida, de traicionar las
intenciones de su creador. Incluso, rizando el rizo, éstos le han creado un
avatar, un “otro yo”, un remedo de sí mismo, una situación que le enfrenta a lo
que escribió, a lo que soñó, a lo que vivió, a lo que imaginó: es una novela
difícilmente clasificable, que nos lleva de un lado para otro a la misma
velocidad a la que vamos pasando de un link al siguiente, a veces sin ser conscientes,
otras sin quererlo, por mera inercia, como paso previo hasta alcanzar el
objetivo deseado, lo que buscamos, que pide una lectura activa porque hay que
estar con los cinco sentidos muy alerta, porque podemos convertirnos en nuestro
propio avatar, porque lo que consideramos virtual puede ser o resultarnos o
trascender como real, mientras que lo que nos sucede se nos antoja ajeno,
extraño, ficticio en muchas ocasiones. Buenaventura la presenta como deslicia, vocablo inexistente en el
antes citado DRAE (lo cual tan sólo significa eso: que no aparece), definido
por el escritor como “placer recíproco que ocasionan los órganos sexuales al
deslizarse juntos” y aporta una segunda acepción, “aquello que causa deslicia”
(además, añade el adjetivo deslicioso,
o sea, “capaz de causar deslicia, muy agradable o ameno”).Y sin duda podemos
utilizar estos términos para hablar de la lectura que propone NWTY, puesto que a pesar de recorrer
parte de la obra pasada de Buenaventura, sus fantasmas, sus miedos, sus
rarezas, ser juez y parte (aunque él mismo se deja arrastrar y permite que los
avatares, las ficciones, “el desorden bellísimo de la memoria y el presente”,
lo metaliterario -¿tal vez lo metapersonal?- tome el timón de la narración,
dando todos los bandazos posibles y muy especialmente los imposibles), aunque a
priori pueda parecer que se entra en un territorio excesivamente personal con
un código restringido, el buen oficio de Buenaventura, la imprudencia y
desvarío que imprime al texto (al que, por otro lado, sabe atar en corto cuando
conviene), nos empuja a dialogar de tú a tú con esa virtualidad en la que tanto
habitamos y nos desarrollamos en estos tiempos.
Y, sin perder el oremus, puede afirmarse que es en la red donde uno
puede ser más uno mismo, sin filtros, sin medida, sin corrección política, sin
falsedades, lo malo es que algunos lo son para delinquir, zaherir, defenestrar,
boicotear, aprovechando la impunidad del anonimato para alardear de una
valentía que brilla por su ausencia en el cara a cara, lo terrible es que
muchos se ocultan tras un avatar para demostrar su miseria de alma, su odio
visceral contra todo, su falsa, escasa y nula progresía (y que muchos más les
jalean, aplauden, veneran, idolatran y cacarean su discurso –por llamarlo de
alguna manera-). Pero es fantástico que, aún transformados en avatares, a
través de la virtualidad, podamos estrechar lazos de amistad con personas que
están lejos y que, de no haber sido por esta vía, no habríamos conocido (así
conocí a Pablo y, ya lo ven, en contra de la mala prensa que tiene contactar
con otros por Internet, estamos a punto de celebrar once años juntos); es
cierto que en ocasiones podemos tender a magnificar los sentimientos (eso que,
se supone, siempre pasa en los realities), que los emoticonos son mal
sustitutos de los matices, las intenciones, lo que resulta difícil de
transmitir (y sobre todo de captar) en la escritura, que conviene seguir
llamando a las cosas por su nombre por mucho que la vida virtual (¿Un
oxímoron?) tenga reglas particulares, que un amigo se hace, se forja, se
consigue tras mucho tiempo, mucho compartido, sufrido, experimentado juntos (y
cerca), pero no es nada malo matizar que alguien es “un amigo de Internet”,
porque los hay, existen, están cuando se les precisa (e incluso antes, como los
de al lado, presienten que son necesarios y no lo dudan), del mismo modo que
los llamados trolls pueden llegar a destrozarte la existencia, cuando menos a
amargártela, a ser temidos, a inmovilizarte, y ese es el mejor momento para pensar
que todo eso es virtual (aunque sepas que andan por ahí fuera), que puedes
mantenerlos a raya con apagar el ordenador, que puedes crearte un nuevo avatar
y dar la vuelta a la tortilla, que puedes seguir siendo tú mientras ellos no
saben/sabes quiénes son, se camuflan, igual son virus o, sencillamente,
invenciones de Ramón Buenaventura que se han quedado dando vueltas, se han
enquistado en la red, se han creído que son de verdad.