Sólo tuve ocasión de compartir
unos minutos profesionales con Iñaki Gabilondo (años después le entrevistaría
en uno de los momentos más gozosos que me ha permitido vivir este oficio)
durante un curso para redactores de informativos que celebró la cadena SER allá
por febrero-marzo de 1990 (peripecia, por cierto, que da para mucho: tal vez
algún día me ponga a la tarea de narrarla), pero me dejó una enseñanza que
siempre he llevado a cabo: una de las personas de su equipo, una de las de
máxima confianza del periodista, nos contó que a veces éste había preferido
retrasar una entrevista, perder una primicia, con tal de poder leer toda la
documentación o echar cuando menos un vistazo lo más exhaustivo posible al
libro que el personaje viniese a presentar, si se trataba de un escritor. Y lo
cierto es que, de alguna manera, ya que prácticamente siempre he podido ejercer
el periodismo manejando asuntos culturales, ese lema ha sido el eje en torno al
cual he articulado mi manera de preparar una entrevista, lo que me ha llevado a
tragarme mamotretos imposibles, noveluchas de calidad ínfima, clones de éxitos
pretéritos, mil y un títulos que jamás hubiese elegido como lector, textos que
he olvidado después de cumplir con mi obligación (casi según los iba leyendo),
engendros como aquel Tania con i de
Enrique Rubio, que lamentablemente llegaba con premio bajo el brazo –al no ser
alguien conocido, hay que colegir que el jurado lo encontró digno de ser
galardonado- (fue el propio autor quien se puso en contacto conmigo ya que
conocía el programa en que participaba, quejándose del poco caso que le hacía
su editorial –esa es otra batalla, pero por una vez hacían bien en querer
ocultar el libro, a cuya publicación estaban obligados por las bases del
concurso-). Con este exordio, largo como es habitual en servidor, sólo quiero
decir que tener que atender tantas lecturas obligatorias (o, al menos, yo las
sentía de ese modo –luego están los autores que no merecen el esfuerzo, que no
lo aprecian, que no lo valoran-; también en ese camino he descubierto autores
que se han convertido en imprescindibles, deslumbramientos, goces inesperados o
con los que no hubiera topado de otro modo) ha ido provocando que aquellas que
me apetecían, las deseadas, las atractivas, las auténticas se hayan ido
retrasando, aún siguen así, nunca voy a recuperarlas (se edita demasiado
incluso para un lector de amplio paladar, pero en medio de ese marasmo, de esa
acumulación, de esa saturación, de tanto volumen innecesario, el ratón de
biblioteca siempre encuentra algo a lo que querer hincar el diente); y aunque
ahora esté desempleado, considerar mis blogs como la manera de seguir en
contacto con mi profesión, de seguir siendo periodista (así me animó Pablo a
entregarme a ellos y, es cierto, así es como debe ser: ya hay demasiados que trivializan
el oficio de escribir, ese al que he vuelto con tantas ganas –en gran parte
gracias a que Pablo lo siente, vive y ejercita del mismo modo: como una pasión,
como una forma de vida-), provoca que siga asomándome a ciertos libros como una
tarea, ciertamente muy gozosa porque ahora (desde esta humilde posición de
bloguero) puedo elegir sobre qué escribo, qué leo, en qué me fijo y, como siempre
he procurado, recomendar lo que verdaderamente creo interesante, lo que me
motiva, lo que me llena.
Llegar a un Premio Nobel después de su concesión provoca la sensación de
tener una espada de Damocles a punto de clavarse en cualquier momento: ¿Y si no
me gusta? ¿Y si no comparto los criterios de la Academia Sueca? (esos señores
que, en realidad, son cada año un folio que un portavoz lee delante de la
prensa convocada) ¿Y si empiezo por el título menos adecuado? Como cualquier
galardón (a pesar de su repercusión y, muy entrecomillado, prestigio), el Nobel
no deja de ser un referente cuando coincide con nuestras querencias y algo para
denostar cuando entroniza a autores que no gozan de nuestro beneplácito (no
digamos nada cuando la mención responde más a intereses extraliterarios que a
las razones lógicas por la que cualquier escritor debería incorporarse a la
lista); así, centrándonos en los premios vividos (a Faulkner, O´Neill, Steinbeck,
Camus, Hesse y otros tantos llegué cuando pude –por cuestiones de edad,
simplemente-), uno recuerda que fue el Nobel lo que le llevó a leer (y a elevar
a los altares) a Toni Morrison, Gabriel García Márquez, Naguib Mahfouz, Orhan
Pamuk y Herta Müller, que Nadine Gordimer siempre me ha resultado un tanto
sobrevalorada (su activismo, su permanente denuncia, su posicionamiento
político y social tienen un aliento más vívido que su prosa), que sólo soporto
(y las leo en reclinatorio) dos obras de Camilo José Cela (La familia de Pascual Duarte y La
colmena), que ya veneraba a José
Saramago, Doris Lessing y Mario Vargas Llosa antes de ser elegidos o que supone
una pequeña decepción cuando siguen sin ser honrados Joyce Carol Oates, Ana
María Matute, Philip Roth y algunos más (o el hecho de que Miguel Delibes haya
muerto sin ser Nobel). Y se da el caso de que Alice Munro llevaba un tiempo en
el disparadero, en la parrilla de salida, justo desde que Sarah Polley
convirtió uno de sus relatos en un filme pleno de sensibilidad, obra maestra
sutil y elegante, con una Julie Christie esplendorosa (secundada por unos
Gordon Pinsent y Olympia Dukakis sencillamente extraordinarios), esa joyita
cinematográfica titulada Lejos de ella (2006);
pero, por todo lo que contaba al principio, apenas pude asomarme a alguno de
sus relatos (y reconozco que con urgencia, un “aquí te pillo, aquí te mato”
como mera pausa entre una entrevista y la siguiente) y mientras iba acumulando
sus volúmenes (y desde que pasó a formar parte del catálogo de Lumen aún me
resultaba más atractiva, teniendo en cuenta la calidad que suelen poseer sus
publicaciones), esperando la ocasión propicia para zambullirme en alguno. Y en
estas llegó el Nobel para desbaratarlo todo: tenía que ser ahora o nunca, pero
sentí el miedo paralizarme porque podía caer en una lectura muy condicionada,
para bien o para mal, no encontrar el punto justo desde el que leerla, quedarme
corto o exagerar mis sensaciones.
Pero, por fortuna, su prosa clara, escueta, meditada, con un ritmo
preciso, su capacidad de síntesis (pocas palabras, unas cuantas frases narran
vidas completas), su manera de dar un vuelco al relato cuando menos lo esperas
y con la mayor sencillez y efectividad (de repente, una insinuación, una
mención como de pasada ensombrece la historia, varía su ritmo, revela su
auténtico sentido, hace inolvidable y especial lo que parecía trivial o
rutinario), su asepsia narrativa, su exposición que incluso podría tildarse de
fría que se va aposentando en el ánimo del lector hasta comunicarle la profunda
tristeza, la desolación que anega a muchos de sus personajes, su enorme talento
hizo el trabajo correcto y ya me cuento, por y para siempre, entre los máximos
admiradores de Alice Munro. Su última colección de cuentos publicada, Mi vida querida (que, por cierto, Lumen lanzará dentro de poco en bolsillo) es una continua satisfacción, un deleite
sin fin, un regalo absoluto para aquel que guste de paladear, de saborear, de
dejarse llevar, de cambiar la mirada, de poner el acento en lo que lo merece,
de no conformarse, de no magnificar: “Podría pensarse que fue demasiado. El negocio
al traste, la salud de mi madre a peor. En la ficción no funcionaría. Curiosamente,
sin embargo, no la recuerdo como una época infeliz”, escribe en un momento
dado, siempre basculando entre lo real y lo inventado (como decía al presentar
una de las dos únicas novelas que ha publicado –La vida de las mujeres, editada en 1971 y que gracias a Lumen se ha
publicado en español recientemente-, su prosa es “autobiográfica en la forma, que
no en los contenidos”), difuminando fronteras porque “esto no es un cuento, tan
sólo es la vida”, cerrando el volumen con cuatro relatos que “conforman una
unidad distinta, que es autobiográfica de sentimiento aunque a veces no llegue
a serlo del todo. Creo que es lo primero y lo último –y lo más íntimo- de
cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”.
Y, con una simplicidad apabullante, con una escritura pausada, sin
aparente esfuerzo, Alice Munro transforma cada detalle, cada decepción, cada
dolor, cada descubrimiento, en algo propio, en algo nuestro, en legendario, en
indeleble, en parte de nuestra memoria (cuando se trata de emociones uno jamás
tiene claro cuáles ha vivido en primera persona y cuáles a través de otros y/o
de la ficción –y menos aún puede decir cuáles tiene más vívidas, cuáles le
importan más, cuáles le han forjado-): “Así, paralelo a nuestro mundo, estaba
el mundo de tío Benny, como un perturbador reflejo distorsionado, que era lo
mismo pero sin serlo del todo. En ese mundo la gente podía hundirse en arenas
movedizas, ser derrotada por fantasmas o por horribles y vulgares ciudades; la
suerte y la maldad eran colosales e impredecibles; nada era merecido, todo
parecía suceder; las derrotas eran recibidas con demencial satisfacción. Era su
gran logro sin él saberlo, hacérnoslo ver”. “¿Qué era una vida normal? Era la
vida de las chicas que trabajaban con ella [su amiga Naomi], las fiestas de
homenaje, las sábanas de hilo, las baterías de cocina y la cubertería e plata,
ese complicado orden femenino; y, por otro lado, era la vida del salón de baile
Gay-la, ir borracha en coche por carreteras negras, escuchar chistes de
hombres, soportar y pelearte con hombres y conseguirlos: un lado no podía
existir sin el otro, y al asumir y acostumbrarse a ambos, una chica se ponía en
camino del matrimonio. No había otra manera. Y yo no iba a ser capaz de
hacerlo. No. Me quedaba con Charlotte Brönte”. Y, así, gracias a esta
inconformista, a esta rebelde, a esta luchadora que utiliza para ello su pluma,
su inteligencia, su capacidad de observación, su pulso narrativo que disecciona
con un escalpelo muy afilado que apenas altera la superficie pero cuya acción
profundiza hasta lo más hondo, tenemos ante nosotros una de las producciones
literarias más honestas e importantes de los últimos tiempos que, por otro
lado, dignifica el cuento como género de altura (al modo de Maupassant, James,
Chéjov, Cortázar y tantos otros). Y, por fortuna, en esta fiebre del converso,
aún tengo por leer Las lunas de Júpiter,
recién reeditado por Debolsillo; por lo tanto, volveremos sobre Alice Munro.