Por un lado, cuando eres pequeño aceptas las cosas tal y como te las cuentan,
no queda otra, se supone que no estás autorizado para llevar la contraria, para
pensar por ti mismo, para rebatir los argumentos de los mayores, sus
incoherencias, su nula capacidad para hacer comprensible y/o creíble lo que
puede desbaratarse con un simple manotazo (no digamos nada si es con la palabra
precisa, con la pregunta que les deja fuera de juego), tampoco te importa
demasiado con tal de que no te afecte demasiado, digamos que lo dejas para
mañana y sigues tan tranquilo; por otro, no dejas de percibir que aquello es
una historieta, una rueda de molino de dimensiones cósmicas, un continuo
escudarse en sentencias tan adultas, tan educativas, tan certeras como “haz lo
que yo te diga, pero no lo que yo haga” o “cuando seas padre, comerás huevos”
(perdón si con el tiempo le he ido incorporando un sentido lúbrico, pero es que
me recuerdo comiéndolos pasados por agua o en tortilla casi desde siempre y,
claro, o me voy por esos derroteros o sigo sin pillarle el punto a la dichosa
sentencia). En realidad, tiempo habrá de regresar a este particular estadio en
que uno es muy lúcido a pesar de su inocencia, o precisamente gracias a ella,
ya que está en cartel una meritoria adaptación teatral de El principito, pero no he podido evitar regresar a ese momento en
que, ratoncito de biblioteca desde siempre, empiezas a aplicar la lógica a
cualquier relato que se te presenta y planteas preguntas que nadie quiere (o
sabe) responder, que incluso indignan a algunos (quienes, por cierto, parecen
estar fatigados porque esa cantinela aparezca cada dos por tres pero no se
preocupan lo más mínimo por trenzar un argumento satisfactorio que acalle la
sempiterna duda), que son recibidas con indiferencia y liquidadas de un plumazo
con las frases tópicas anteriormente glosadas (e ironizadas) o con un
contundente “así son las cosas y así hay que creerlas”; y es que, claro, me
estoy refiriendo a los asuntos religiosos, a lo que te cuentan como Palabra de
Dios y no hay vuelta de hoja, por mucho que cada evangelista lo cuente a su
modo, por muchas contradicciones que encuentres, por muchas inexactitudes que
haya, por muchos detalles incomprensibles, por muchos flecos que queden, por
muchos huecos que no se rellenen. Y es que, a pesar de comprender el poder,
función y existencia de las elipsis, pasamos de Adán y Eva expulsados del
Paraíso, a sus hijos Caín y Abel, muerto el segundo a manos del primero, pero
resulta que la historia continúa porque hay descendientes, y uno empieza a
pensar que con quién demonios (¡Ahí lo dejo!) se habrá puesto de acuerdo Caín
para ello, y que entonces eso significa que ese estigma perseguirá a cualquier
ser humano hasta el fin del mundo porque, obligatoriamente, todos somos ramas
del mismo tronco; pero puede que alguien comente que en el Génesis se señala
que Adán y Eva tuvieron más hijos e hijas aunque no se mencionan los nombres y
que ya vale con la monserga, sin ser consciente de que ha sembrado una nueva
semilla de estupor, un escalofrío que el niño casi ni se atreve a concretar, es
decir, que para que la humanidad continuase formándose fue necesario que los
hermanos tuviesen relaciones sexuales (no sé si conocimos primero la palabra “incesto”
o el hecho concreto, pero sí que tuvimos este debate en el patio del colegio).
Estos viejos fantasmas
arrinconados hace una eternidad –nunca mejor dicho- no han vuelto a inquietarme
pero sí han reaparecido como episodios superados en mi proceso de maduración (o
sea, justo cuando comprendí que prefería creerme otro tipo de ficciones), se
han materializado intelectualmente, me han motivado para seguir reflexionando,
para no dar nada por sabido (justo lo que pretenden aquellos que quieren
catequizarte, convertirte, anularte), al asistir a una representación de la muy
interesante Eva ha muerto que Teatro
Fierabrás ofrece todos los domingos (aún queda uno: el próximo 29) en la Sala
Tarambana de Madrid y que a partir de febrero podrá disfrutarse los viernes en
Espacio Labruc. El texto que César Augusto Cair firma y dirige nos presenta a
un Adán condenado a vivir eternamente sobre el lecho de hojas que cubre el
cadáver de Eva (cómo y por qué se ha llegado a esa situación hay que
descubrirlo viendo el montaje), martirizado por un Dios inmisericorde que le
castiga con su ira en forma de rayo y le obliga a despertar cada hora para que
cargue con su culpa, con su incompetencia, con su inutilidad para ceñirse al
guión pactado, es decir, para ser incapaz de ejecutar los planes divinos, de
aceptar la predestinación, el destino o, en realidad, de impedir que Eva
actuase a su libre albedrío. El espectáculo es muy vibrante, electrizante,
cargado de pasión, sin querer dar respuestas pero motivando su búsqueda: Adán
se encara con Dios pero, sobre todo, se encara con los hombres, con los demás,
con los que han seguido poblando ese mundo del que él ha quedado al margen,
apela al raciocinio de cada uno, no quiere oyentes sino cómplices, mentes
activas, colocarse frente a los otros como espejo, como víctima, como
catalizador; lo que Mikel Arostegui consigue con su interpretación es
simplemente extraordinario: su entrega, su fuerza, su furia, su trabajo
corporal va más allá de lo meramente humano (casi como propia metáfora de un
texto que escarba tan hondo), en un segundo o dos convierte su desnudez (esa
que, vista tan de cerca, podría resultar incómoda o condicionar la mirada –no sólo
sobre el actor, sino sobre el montaje-) en algo lógico y necesario que se
integra a la perfección con sus movimientos, con sus gestos, con su rostro
(esas miradas de estupor, de miedo, de desconocimiento que hipnotizan al
espectador), con sus manos (tanteando, descubriendo, brújulas sin norte,
lanzadas hacia el vacío).
Y uno no puede dejar de pensar en lo paradójico que resulta que Dios se
comporte así cuando en realidad es suyo el fallo: si se supone que nos creó a
su imagen y semejanza, no fue capaz de corregir los errores y por lo tanto no es
tan omnipotente como quiere hacernos ver; si quería jugar con Adán y Eva como si
fuesen los personajes de cartón de un teatrito para niños, ¿por qué les habló
del árbol de la ciencia del bien y del mal?, ¿por qué lo hizo existir? ¿no
formaba todo parte de un plan divino? Y viene a la cabeza una de las canciones
que más me gusta de Mari Trini, una poco conocida llamada Tú y tu Dios en la que se dice que se refiere a “Aquel que siempre
va perdonando si con Él tienes un fallo”, algo que entra en colisión con el
Dios terrible del Antiguo Testamento, ese que envía plagas (y se dirá que lo hace
para liberar a los suyos, claro, pero dejando claro que sólo le importan los
que le tributen pleitesía –véase poco después cómo castiga a Moisés cuando son
los demás los que adoran a un becerro de oro-), que consiente en que Job sea
castigado sólo para probar que le ama sobre todas las cosas, ese que,
convertido en protagonista de la hilarante La
tournée de Dios por Jardiel Poncela, llega a decir a los que le piden que
evite los tumultos, los aplastamientos, la violencia que a ver si leen un poco
mejor la Biblia puesto que el misericordioso es su hijo y no Él. Y es a ese
Dios que se impone a sangre y fuego, que no se apiada del que considera pecador,
que maneja a su antojo los destinos de propios y extraños (que en realidad no
consiente que los haya), que aniquila si le viene en gana, ese es el
interlocutor al que Adán planta cara, al que pone en solfa haciendo patentes
sus equivocaciones, sus errores, sus incumplimientos, ese Adán que reivindica
la vida en lo que tiene de inconcreta, de insegura, de irrepetible, de carecer
de libro de instrucciones, ese Adán que sólo quiere que le dejen vivir en paz,
amar, disfrutar y que exige que le lean la letra pequeña del contrato, no que
ésta varíe a conveniencia del empresario, a su capricho, que las reglas del juego
cambien de un día para otro, que todo esté organizado sobre cimientos muy
endebles. Y puede que alguno de ustedes vea la obra y no esté de acuerdo con
nada de lo que yo afirmo: eso es precisamente lo que la engrandece, lo que da
dimensión de su acierto, lo que posibilita la interpretación de Mikel, es
decir, que cada uno aportemos nuestra visión pero, sin duda, no permanezcamos
indiferentes.