Resulta imposible olvidar el primer día como universitario, el primer
día que te diriges hasta el aula, el primer día que realmente pisas tu Facultad
(ya no es un mero edificio: por muy feo, mastodóntico, prisión que parezca –los
planos de una fueron reciclados para construirla (hablo de la de Ciencias de la
Información en la Complutense)-, tienes que acostumbrarte a él, a formar parte
de lo que allí dentro sucede, a incorporarlo a tu cotidianidad), el primer día
de clase: era octubre de 1988 (yo diría que día 2, 3 a lo sumo) y subí hasta el
quinto piso (fui muy derechito porque ya había hecho una visita de
reconocimiento poco antes aprovechando los trámites de matriculación y demás
burocracia) para entrar en el aula 525 y encontrarla abarrotada (qué
madrugadores somos todos al principio) o al menos dando la sensación de estar
casi llena, pero pronto localicé un asiento en las primeras filas y al
preguntar a alguien que, a pesar de la distancia, aún continúa en mi vida
(Merche –“de Burgos”, añade siempre nuestro Mairena, al que conocimos un par de
días después, para que no haya equívocos-) y saber que no estaba reservado,
pensé que mejor me quedaba por allí que ir a la parte de atrás, que se me
antojaba selva procelosa (acostumbrado a los grupos del Instituto –el año que
más alumnos se juntaron por aula debimos ser unos 40-, aquello daba vértigo:
cabezas, cuerpos, carpetas, yo qué sé todo lo que veía como si se amontonase
frente a mí –cuando salió un listado con las primeras calificaciones del curso
descubrimos que sólo en la 525 estábamos matriculados bastantes más de 200
alumnos-). Según el horario que nos habían proporcionado, debutábamos con una
clase de Historia del Pensamiento Político, y a los pocos minutos apareció por
allí José Carlos García Fajardo, quien pronto se revelaría como un déspota
misógino con tendencia a lo dictatorial, organizador de unos a modo de
ejercicios espirituales para los que intentaba captar a los chicos (dicho en
masculino con todas las de la ley, no por el genérico) más altos, deportistas,
fuertes (también a los mejores estudiantes, pero ese requisito era secundario),
un señor que utilizaba el estrado para lanzar sus soflamas, pero, las cosas
como son, cuando se ceñía al programa, al margen de alguna interpretación
personal (que no escondía ni hacía pasar por materia de examen, eso hay que
reconocerlo), era uno de los más brillantes y preparados de los que podías
toparte, un verdadero estudioso de su asignatura, alguien que sabía estimular
el conocimiento; dejó claro ya en esa primera toma de contacto que ese curso no
iba a ser un repetir lo que venía en el libro de texto o un blablablá del que
copiar hasta las comas, sino que en clase se dedicaría tiempo a analizar la
actualidad, a veces partiendo de los filósofos que componían el plan de
estudios, otras muchas porque así lo requería el momento (y en gran parte
porque él tuviese ganas de lanzar una de sus diatribas). El caso es que ese día
lanzó un discurso de bienvenida, sacudió algunas telarañas que el Bachillerato
nos había dejado, hizo llamadas de atención, citó Juan Salvador Gaviota, nos animó a atrevernos con El cuarteto de Alejandría de Lawrence
Durrell y nos exigió (al menos hizo mucho hincapié, lo dijo muy vehementemente)
que releyésemos (dio por hecho que todos lo habíamos hecho al menos una vez) El Principito.
¡Menuda sorpresa! ¡Llegar a la Universidad para que te manden leer algo
que conoces hace muchos años, que has estudiado en el Instituto, que consideras
tienes superado! Y cuando buscas el libro en casa, ese que no has vuelto a
abrir desde hace unos años, y te pones a leerlo como si fuesen los primeros
deberes resulta que parece un texto diferente, que con el bagaje que tienes y
esa nueva mirada de adulto (dieciocho años, ya me dirás, pero en ese momento te
resulta una cima porque, por fin, ya eres mayor de edad), descubres matices que
antes te pasaron por alto, símbolos poliédricos, un prodigio de sencillez y
síntesis que tomaste por un libro infantil cuando, en realidad, debería ser
mejor comprendido por los mayores; ese es el mayor acierto, esa es la magia que
lo ha hecho universal, esa es su verdadera entidad: Saint-Exupéry supo combinar
los dos niveles de lectura, no excluyendo a nadie, apelando a la mirada limpia,
imaginativa, sin límites, sin constricciones de los niños, buscando a los
adultos que no han olvidado esa capacidad, a los que no la menosprecian, a los
que se toman en serio sólo cuando es conveniente, algo que deja muy claro ya en
la dedicatoria en la que, tras escribir “A LEON WERTH”, pide “perdón a los
niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una seria
excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra
excusa: esta persona mayor puede comprenderlo todo; hasta los libros para
niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde
tiene hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo. Si todas estas excusas
no fueran suficientes, quiero dedicar este libro al niño que esta persona mayor
fue en otro tiempo. Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero
pocas lo recuerdan.) Corrijo, pues, mi dedicatoria: A LEON WERTH CUANDO ERA
NIÑO”.
“Yo creo que El Principito nunca
pasa de moda y siempre funciona porque trata a los niños como iguales y, en el
caso de los mayores, acepta mil relecturas”, cuenta Alberto Arcos, actor que da
vida en escena al mítico personaje en un montaje dirigido por Sergio Sáldez,
quien también firma la adaptación (puede verse hasta el próximo día 5 de enero
en el teatro Marquina, pero no conviene perderle la pista porque sale de gira
en breve). Alberto es un intérprete muy versátil que toca con solvencia
diferentes aspectos del oficio (es bailarín y cantante, además de actor), que
alterna los espectáculos musicales con el teatro de texto (“y de sensaciones”,
rubrica recordando su reciente experiencia junto a Teatro en el Aire en la obra
La cama), pero que se siente
pletórico cuando interviene en una función dirigida a los más pequeños: “Una
compañera me dijo que tengo un imán para los críos, que ellos lo perciben; creo
que incluso se estudia en Pedagogía, lo cierto es que a veces noto en la calle,
en el metro, en algún lado, que hay un niño mirándome muy atento o que me
sonríe… No sé bien por qué, pero me viene de perlas para mi trabajo, sin duda”.
Nadie puede negarle el carisma que transmite cuando irrumpe en escena pidiendo
que le dibujen un cordero: es como si el personaje del libro se hubiese
escapado de las ilustraciones del propio creador y cobrase vida frente a
nuestros ojos; precisamente, “el hecho de tener dar corporeidad al Principito
era lo que más miedo me dio cuando me hicieron la propuesta; bueno, también me
alegré mucho, claro, y al mismo tiempo sentí un respeto casi paralizante”. No
en vano, le digo, Saint-Exupéry dejó muy claro cómo era el habitante del
asteroide B 612 y sobre las tablas del teatro se respeta el vestuario, los
planetas que visita (“Y eso que aquí, al compartir escenario, hemos tenido que
suprimir algunas cosas para que el montaje y desmontaje pueda hacerse con
rapidez”), la manera de narrar efectiva y comprensible, dirigida en realidad a
los pequeños, a los que pueden entender la historia, haciendo burla de los
mayores que no saben diferenciar un sombrero de una boa que se ha comido un
elefante; “una de las cosas que más me ha sorprendido es que los chavales de
ahora están muy acostumbrados a la sobre estimulación y con nuestro montaje,
que es austero en las formas tal y como marca el original, se quedan pegados en
la butaca y si hablan es para comentar algo, para demostrar que están atentos”
y puedo dar fe que el día que vi la función había incluso un bebé de meses
(obviamente, demasiado pequeño para comprender nada) que parecía contagiado por
la música, por los cambios de luces, por los diferentes personajes que
interactúan con el Principito, porque apenas se le oía más que balbucear y
reír.
Se percibe el orgullo en la voz de Alberto Arcos y no es para menos “ya
que la familia, los poseedores de los derechos vigilan mucho todo lo que se
hace a partir de "El Principito", no la
ceden para cualquier cosa, y contar con su aprobación es el mejor estímulo”;
además, el propio actor pulsa cada día las reacciones del público muy
directamente, ya que le espera en el vestíbulo para ser saludado y hacerse
fotos “y es una gozada ver a los abuelos más emocionados que los nietos; ellos
salen tocados en otro sentido, mientras que los chavales siguen imaginando,
participando, ¡me hablan con toda la naturalidad!”. Aunque el mayor elogio no
vino de ningún espectador, ni siquiera de alguien que le haya visto actuar en
el Marquina: “No hace mucho entré a una tienda y cuando la dependienta me
estaba cobrando, se me quedó mirando fijamente y me soltó: “Perdona que te lo
diga así, pero me recuerdas un montón al Principito”. ¡No sabe el regalo que me
hizo, la tranquilidad que me aportó! ¿Quién me lo iba a decir?”. En estos días
he vuelto a ver (en realidad, a pesar de tener más reciente el texto original,
ha sido como la primera, tantos años hacía de aquella) la maravillosa
adaptación que TVE hizo de Los gozos y
las sombras y en los extras de los DVDs hay un par de entrevistas con su
autor, Gonzalo Torrente Ballester (para Autorretrato
con Pablo Lizcano y Más estrellas que
en el cielo con Terenci Moix -¡Cuántas veces nos lamentaremos de haber
perdido programas de ese tipo!-), y en ambas comenta que lo más difícil de su
oficio, aquello a lo que sólo se llega (y no siempre) después de muchos años de
esfuerzo y aprendizaje, es alcanzar la sencillez expositiva, despojarse del
artificio o de las tentaciones barrocas (que en el caso de Torrente no son sino
esplendorosas); ese, como ya decíamos, sigue siendo el máximo acierto de
Saint-Exupéry: “Es un texto que habla desde la humanidad, desde la sencillez,
tomando como protagonista a un niño que, eso sí, es muy inteligente
emocionalmente y que no tiene reparo en preguntar una y mil veces sobre lo que
no sabe, no tiene miedo a lo desconocido porque carece de prejuicios y espera a
las respuestas, a la experiencia, para sacar conclusiones”. Es un regocijo que
una obra que todos consideramos nuestra, que se queda en nuestra vida y pasa de
generación en generación (de hecho, tengo sobre la mesa el muy manoseado y
leído ejemplar de mi hermana que años después tuvo que leer mi sobrino –por eso
hay una etiqueta que así lo señala: “Alberto Ruozzi – 4º C”), cobre vida con
esa dignidad, con ese cariño, con un montaje que tiene aromas del teatro de
siempre, del que aprendimos amar cuando nos perdíamos en la butaca, del que
jamás podremos prescindir.