domingo, 20 de abril de 2014

CUANDO EL TIEMPO PARECÍA MENOS IMPLACABLE



   





   Ya concluyen esos días que en mi infancia quedan asociados a largas jornadas en las que todo parecía caminar más despacio, en que el silencio se materializaba, casi podía tocarse, se aposentaba muy dentro, refrenaba mi habitual tono de voz tendente al griterío, en que el barrio apenas tenía locales abiertos, en que por las calles no se veía a casi nadie, en que el recogimiento parecía lo lógico, es decir, aquellas Semanas Santas aún embebidas de la tradición impuesta desde el poder durante casi cuarenta años (aunque a más de uno podrá sorprender cómo José María Gironella retrata estas mismas fechas durante la II República en su impresionante Los cipreses creen en Dios). Son momentos en que no te planteas nada, en que todo te lo dan hecho, en que así te lo cuentan (y exigen) en el colegio, en que incluso el tío Miguel (quien siempre fue muy ajeno a cualquier manifestación religiosa, pero respetuoso con las creencias de cada uno mientras no tratasen de imponérselas o le prohibiesen cosas absurdas en nombre de instancias a las que nadie tiene el gusto de conocer) dejaba de poner otra música que no fuese clásica, la seria, la que yo consideraba aburrida y con la que fue familiarizándome con tanta naturalidad gracias a estos momentos, en que disfrutaba como un loco (era uno de sus placeres y paladeaba incluso las acelgas u otras comidas a las que le obligaba su tan precaria salud –esa que era un puro oxímoron por delicada pero, al mismo tiempo, forjada en hierro porque resistía todos los embates, hasta el maldito que no le dio tregua en la orilla de la playa-, capaz de relamerse con cualquier plato aunque no pudiesen llevar ni una pizca de sal), en que llegaba a exigir que “el Viernes Santo, potaje, por supuesto”; uno no nace marxista ni católico ni nada de nada: me provocan risa, por no decir lástima –sobre todo porque sólo se engañan a ellos mismos-, esos que afirman sentirse tal o cual desde la cuna porque, en todo caso, somos herederos de los sentires familiares, aparecemos en el seno de un grupo del que tal vez discreparemos política, religiosa, ética, socialmente, pero para eso primero tendremos que crecer, ir madurando –o dejando de hacerlo-, aprendiendo, conociendo, sabiendo llamar a las cosas por su nombre, encontrar nuestras propias definiciones, y por eso no tengo ningún reparo en afirmar que esta semana tan particular (esa que, como hace poco recordaba, no aparecía en los libros de Enid Blyton, vacaciones que los Hollister no tenían, celebración muy diferente que allí llamaban Pascua y en la que buscaban huevos de chocolate con más impedimenta que algunos exploradores –sí, aquí también podías comprarlos en las tiendas, pero no resultaban ningún acontecimiento ni eran lo primordial-), este freno en la actividad escolar, este receso antes de los exámenes finales y de la desembocadura en el anhelado verano, era una de mis épocas favoritas del año.

   Para un niño que siempre tuvo gustos solitarios y tranquilos, que rehuía los juegos bruscos y con riesgo para la integridad física, mal deportista, que sólo en ocasiones concretas se animaba a participar en las carreras de chapas o en las competiciones de canicas en el recreo, que aunque lo pasaba bien reproduciendo las series de la televisión o las coreografías de Parchís con unos vecinos prefería mil veces estar en casa de la tía creando aventuras para los muñecos que recortaba de revistas, tebeos o cromos, la Semana Santa era todo un regalo, un absoluto relax, el momento en que cambiaba la programación televisiva atendiendo a que los chavales no tenían colegio (y se interrumpía el serial habitual de sobremesa para ofrecer series que durasen justo lo que las vacaciones, lo que ya en sí mismo era un hecho reseñable y que abría ganas de verlo –lo que también pasaba en Navidades, claro, y nos dejábamos contagiar de una alegría impostada y reglamentada, al igual que ahora, no nos engañemos-), la posibilidad de leer sin freno, de poder tener la luz más tiempo encendida por las noches ya que no había que madrugar, incluso acompañar a la abuela a los Oficios o a visitar los Monumentos era motivo de algarabía porque se salía de lo rutinario, de lo de cada día (sí, eran otras obligaciones impuestas, pero uno no las recibía como tales, sino como parte de la diversión, como costumbres con las que apetecía cumplir); y el caso es que he visto cómo Facebook se inundaba de fotos de procesiones, de tallas, de palios, de imágenes, cómo muchos que durante el año pregonan su agnosticismo, que hacen burla de señoras como mi tía Nieves que van cada viernes a escuchar una misa sin insultar ni criticar a nadie por no hacerlo, que se revuelven (y no digo que yo no lo haga) ante declaraciones de personas que se supone pregonan y predican la caridad, la comprensión, el cariño, pero zahieren, intentan (y consiguen) interferir, censurar, prohibir intimidades (lugar donde debería mantenerse lo que uno reza, a quien rinde culto), esos que ofenden con sus palabras y hechos (aunque lo que más es lo hace es que encuentren defensores, consentidores, estados que los amparen, demostrando un desconocimiento palmario de aquello que afirman sustenta su fe -¡Cuántos deberían ver La herencia del viento con unos magistrales Spencer Tracy y Fredric March!-), esos que olvidan las palabras y hechos de aquel cuyo sacrificio por los humanos conmemoran estos días, pues como decía he visto cómo los que se oponen frontalmente a éstos (o así gustan pensarse y dejarse ver cuando el auditorio es propicio) eran capaces de aguantar horas a pie firme para inmortalizar el paso de una procesión por un lugar u otro y luego dar cuenta de ello, cómo encendían su verbo para cantar las excelencias de su credo, cómo invadían las redes sociales de modo impúdico sin preguntar ni consultar a los demás si queríamos saber sobre el asunto, imponiendo su querencia a las bravas (y, sin embargo, por el contrario –uno tiene la suerte de conocer personas muy diferentes, respetuosas con los demás-, otras que viven un a modo de sacerdocio laico permanente, volcados en la solidaridad, con una espiritualidad muy a flor de piel, han continuado con su discreción habitual, yendo a la esencia de una conmemoración que invita –y exige, pero sólo para los creyentes- a la reflexión, al enclaustramiento, al silencio –exhibicionismos, penitencias, regodeo en el dolor, jactancia en el luto, todo eso son veleidades y soberbias tremendamente humanas, alardes de poder, de dominación, de ocupación, de catequización, de connivencias nada santas-).

   En realidad, la mayoría de estas Semanas Santas que evoco ya eran democráticas (piénsese que nací en 1970, o sea que, por fortuna, coincidí poco y con escaso uso de razón –por ambas partes- con el señor aquel que salía en las monedas hasta 1975), pero siguen muy dentro de mí esos paseos con la abuela de Iglesia a Iglesia para luego volver con cierta premura a casa, “antes de que se nos eche la noche”, porque había que estar tranquilitos viendo la película de romanos o con motivos religiosos (no quedaba otra) de la noche, única diversión posible (aunque para un aficionado al cine cualquier oferta era aceptable en aquel momento), hasta que poco a poco la parrilla fue variando, las temáticas ya no eran tan previsibles, incluso hubo un año en que se emitió Un, dos, tres (si bien creo que esto pasó allá por el 85 o algo más, es decir, costó ir cambiando), símbolo de que ya no había que retirarse a rezar, a penar, a hacer confesión general, no, al menos, por decreto. Y, lo que es la vida, en torno a estos días he podido ver dos películas que, en otro momento, hubiesen sido plato principal del menú televisivo (e incluso del cinematográfico, porque muchos locales cerraban o dejaban de proyectar los estrenos del momento para reponer La túnica sagrada o Quo Vadis? –¡Anda que no me gustaba el anuncio de ésta que decía que todo pasaba “a la sombra de dioses paganos”!-), una por su origen bíblico (daba igual que Jesús apareciese o no, no era obligatorio), otra por el tiempo histórico (ahí también había cierta manga ancha: con tal de que, por así decirlo, oliese, evocase, pareciese de lo que se entendía por “propio de Semana Santa” tenía asegurada su emisión): Noé y Pompeya. La primera es un despropósito, una memez que mezcla un estilo a lo El Señor de los anillos, que se centra en el conflicto moral del protagonista, que es oscura, que ni siquiera es un espectáculo en lo visual, en lo grandioso, en lo entretenido (con mayor o menor fortuna, con más o menos méritos artísticos, con grandes directores o nombres que no han dejado huella, con estrellas o desconocidos, con premios Oscar o buenas críticas, con ausencia de ambos, esos filmes que evocamos garantizaban en un porcentaje altísimo un buen rato), que se pierde en vericuetos anímicos, que no logra construir –en contra de lo que pretende- un personaje consistente y creíble, que no sabe qué carta jugar –bueno, se supone que opta por el drama existencial- y que nos deja con ganas de dejarnos inundar por un diluvio que ni siquiera salpica. Sin dejar de ser una cinta torpe, que no aprovecha sus posibilidades, que se nota corta de presupuesto, que cae en lo manido y ni siquiera tiene gracia para asumirlo, que hurta lo espectacular con tres dimensiones que a veces ni se perciben, sin saber dónde debe colocarse la cámara, con diálogos ridículos, Pompeya no esconde ni se avergüenza de lo quiere ser, no intenta recurrir a una pátina intelectual que no necesita, lo malo es que fracase estrepitosamente a la hora de plasmar en pantalla la catástrofe, que sea una pequeña estafa para los que esperan cuerpos sudorosos o arrasados por la lava, un Vesubio entrando en erupción y haciendo explotar la pantalla. Y, de ese modo, llegamos al verso suelto, a ese día un tanto extraño y desubicado, a ese lunes en que aún teníamos vacaciones escolares, a ese a modo de propina que se afrontaba con desgana, sin energía, porque ya asomaba la patita la verdadera y única penitencia: ¡El martes, de nuevo a clase!