miércoles, 16 de abril de 2014

EL DUELO DE UNA MADRE







   Pensaba escribir algo sobre cómo vivía (o como recuerdo) aquellas Semanas Santas de cuando era niño, y lo haré pronto, pero resulta que, dejándome llevar por la tradición, reservé una lectura un tanto propicia para este momento, no pude (ni quise porque, en realidad, fue una decisión pensada desde que tuve el libro entre mis manos) resistirme a la costumbre, a la rutina marcada por el diccionario, al modo en que planificaba estos días en aquellos años tempranos e, igual que evitaba tropezar con la más mínima alusión a la Navidad en películas, intentaba mantener lejos todo lo que “sonase” a esta celebración tan extraña o particular que ni los Hollister ni los Cinco mencionaban jamás (ese era mi universo, esos eran los niños a los que quería imitar –y poco después, claro, a los Tres Investigadores, a los que nunca niego las mayúsculas porque se las ganaron a pulso en mi ánimo y admiración-). Por eso, sin ningún tipo de complejo, sin dogmatismos (esos tan censurables, esos que tantos, y da igual en qué esquina del espectro político-social-religioso se sitúen, sólo critican y combaten con furia cuando los personifica un contrario), muy alejado de la enseñanza que recibí (impuesta, como todas), con curiosidad permanente, a la busca de respuestas (y no hablo de lo espiritual –utilizada la palabra en un sentido muy amplio, no sólo en lo relativo a creencias en dioses-, sino de esa continua necesidad de plantearnos la existencia cada día, de ser ese ángel fieramente humano que consagró en sus versos el nunca suficientemente alabado Blas de Otero), decidí asomarme a un texto de Colm Tóibín que ha sido duramente atacado, especialmente en su traslación al escenario (para el que en realidad nació), centrándose los insultos (como, por desgracia, sigue siendo tan habitual) en las preferencias sexuales del autor irlandés y de la actriz que inspiró el monólogo y lo estrenó –Fiona Shaw-, no atreviéndose al debate intelectual, al buen uso de la dialéctica, a exponer argumentos, encastillándose en lo irracional, en el odio visceral al que es considerado en pecado mortal por cuestionar, no aceptar, discutir la llamada Palabra de Dios (aquí la mayúscula busca atemorizar, imponerse desde su atalaya), aquella que debe aceptarse sin otras consideraciones ni notas a pie de página.

   El testamento de María que Lumen ha publicado en España hace un par de meses es un breve pero intenso monólogo que mantiene María, esa que es llamada Virgen desde los púlpitos, la así nombrada en las Escrituras seleccionadas como tales, en realidad un diálogo con el resto del mundo, asumiendo su no deseada notoriedad, utilizando su privilegiada posición para verter las palabras que alberga en su interior, las que ciertos visitantes y los que les mandan no quieren sancionar, las que quieren desterrar y mantener con su minúscula, la verdad de una madre que se sabe y siente utilizada, sobrepasada por las circunstancias, que tiene más visión de futuro que el resto porque prevé la usurpación que tendrá lugar y cómo otros interpretarán, inventarán, contarán los hechos, las supuestas palabras, los sucesos extraordinarios e imposibles de explicar protagonizados por su hijo, Jesús. El vivificador aliento poético de Tóibín da alas a un lenguaje muy sencillo pero pleno de hondura, de significación, de ganas por comprender, entender, unificar, nada crítico (sólo en la medida en que María, como madre, habla de lo que para ella no son sino malas compañías de su vástago y peores costumbres de éste), un manantial de amor que fluye del corazón de esta mujer que sólo quiere llorar a su modo, sin que le marquen los tiempos, el cómo, el por qué, que no se perdona haber hecho dejación de sus funciones para salvaguardar su integridad, esta vida que tanto le pesa, esta realidad que se le presenta como una nebulosa, detenida desde que perdió a Jesús, tergiversada por los que se empeñan en contarle lo que hizo en aquel tiempo, ese que ella reescribe a media voz, hablando al vacío, consciente de que en algún momento sus palabras llegarán a los oídos adecuados, a aquellos que no se contenten con lo que se cree a pies juntillas porque, se dice, son dogmas de fe, a los que, teniendo auténtica hambre de Dios (al modo de Unamuno), no se conforman con que se lo den todo hecho, especialmente una historia tan mal trenzada y con boquetes de dimensiones cósmicas en su construcción (hablando sólo como mero relato, como narración que seguir).

   Hasta entonces no había oído a nadie hablar del futuro, a no ser que se refirieran al día siguiente o a una fiesta a la que acudían todos los años. Pero no a un tiempo por venir en el que todo sería diferente y mejor. Esta idea se propagó por los pueblos como un viento seco y cálido y se llevó a cualquiera que fuera capaz, y se llevó a mi hijo, lo que no me sorprendió, porque si no se hubiera ido habría llamado la atención en el pueblo y la gente se habría preguntado por qué no se marchaba. Era muy simple: no podía quedarse. No le pregunté nada; sabía que no le costaría encontrar trabajo y que nos enviaría lo que enviaban los demás, del mismo modo que yo preparé lo que iba a necesitar como hacían todas las madres cuyos hijos se marchaban. No era ni mucho menos algo triste. Tan solo era un final. Y se congregó una multitud cuando partió porque ese día eran muchos los que partían, y volví a casa casi sonriendo al pensar que era afortunada por tener un hijo que estaba en condiciones de irse, y sonriendo también al pensar que en los meses, quizá todo el año, anteriores a su marcha habíamos sido lo bastante cautos para no hablar mucho ni encariñarnos demasiado, pues ambos sabíamos que se iría.
   >>Pero debería haber prestado más atención a ese tiempo anterior a su partida, a quién venía a casa, a los que se decía en mi mesa. No era timidez ni reserva lo que me llevaba a quedarme en la cocina cuando venía gente a la que no conocía; era aburrimiento. Había algo en la seriedad de aquellos jóvenes que me repelía, que me enviaba a la cocina o al huerto; debido a su molesta avidez, o a la sensación de que a cada uno de ellos les faltaba algo, quería servirles la comida, el agua o lo que fuera y desaparecer antes de oír una sola palabra de su conversación. Muchas veces permanecían en silencio al principio, incómodos, desvalidos, pero enseguida se ponían a hablar a voces. Eran muchos hablando a la vez, y lo peor era cuando mi hijo les pedía silencio y se dirigía a ellos como si fueran una multitud, su voz del todo falsa y el tono afectado, y yo no soportaba oírlo, era como si algo rechinara y me daba dentera, y a menudo acababa en las calles polvorientas con una cesta como si fuera a por pan, o a visitar a un vecino que no quería visitas, con la esperanza de que a mi regreso los jóvenes se hubiesen dispersado y mi hijo hubiera dejado de hablar. Cuando se iban y nos quedábamos solos se mostraba más relajado, más amable, como una vasija de la que hubieran tirado el agua rancia, y quizá en esos momentos al hablar se liberaba de lo que quiera que lo hubiera agitado, y al caer la noche estaba de nuevo lleno de agua fresca y clara que nacía de la soledad, o del sueño, o incluso del silencio y el trabajo”.

   Ésta es la María que imagina, con respeto, con mimo, con cariño, con devoción (nunca mejor dicho), Colm Tóibín, porque le interesa la madre, la mujer, la persona que se enfrenta a los embates de lo que otros han decidido pero se resiste a ser esa “esclava del Señor” que tantos quieren, esa a la que no dar voz (como, por cierto, tanto gusta hacer la Iglesia edificada en torno a un personaje que se comunicaba con ellas, que las quería, que las consideraba importantes, que no establecía jerarquías, que tendía la mano a los desfavorecidos, a los excluidos, a los desheredados, a los sin nombre); tras la decepción que supuso Y que se duerma el mar de Gustavo Martín Garzo, un acercamiento a una María terrenal y despojada de aureola de santidad que no brilló como se espera del estupendo autor vallisoletano, una narración un tanto titubeante con algunos pasajes encomiables y la calidad lingüística que ya es marca de la casa, El testamento de María (título, por cierto, que uno apoya en contra del que para otros sería más preciso –El Evangelio de María-, porque más allá de la traducción literal o de la posible intención del autor –quien escribe Testament, de nuevo la mayúscula para remarcar la trascendencia y evocar el Libro Sagrado- estamos, sin duda, ante el testimonio que María quiere legar a la posteridad, es un testamento vital, anímico, espiritual, un legado) pone el foco en una cuestión que se va agrandando con el paso del tiempo, según se crece y se van aplicando los criterios propios (o la falta de ellos) a lo que aprendimos de pequeños: ¿Cómo y por qué aceptó esta madre un sacrificio sin límites? ¿Nunca tuvo tentaciones de apartarse de “lo que está escrito”? Juan José Benítez, al que no puede negarse olfato comercial, sabía qué era lo esencial y hurtaba la entrevista que el protagonista de Caballo de Troya mantenía con la madre de Jesús, retardándola hasta un segundo volumen que en ese momento de la narración aprovechaba para anunciar, la cual al final daría para nueve entregas; Pasolini (precisamente comunista, homosexual, ateo, pero no por ello inmune a lo que es una realidad, queriendo afianzarse en sus ideas, intelectual comprometido, estudioso, inquieto), en su esplendoroso, honesto y realista El Evangelio según San Mateo situó a su propia madre al pie de la Cruz, desgarrada, rota de dolor, hundida bajo el peso de las lágrimas, en una de las secuencias más estremecedoras jamás filmada y, de estar vivo, haría maravillas con este texto sencillo pero con muchas corrientes subterráneas, un prodigio de erudición sin engolamientos o discursos incomprensibles, poseedor de una sensibilidad pocas veces alcanzada, apabullante cuando María habla de Lázaro, ese al que su hijo pidió volver de entre los muertos, revelador cuando se centra en la crónica de lo sucedido en las Bodas de Caná o deja claro quién estuvo y quién no en el Monte Calvario (y, sí, ya sé que volverá a aparecer el intransigente, el que no se molesta en leer el libro, para decir que eso no es lo que dice el Evangelio, pero Tóibín no pretende desmontar nada, tan sólo hacerlo más veraz –lo que para muchos, a la larga, en contra de lo que escupen los de siempre, puede suponer la reafirmación de su fe, que es de cada cual-).