No hace mucho leí un titular de esos que, un tanto sin ton ni son y que
explican bastante poco (o sea, no cumplen la función que se les supone, puesto
que ahí no se puede encontrar el resto de la noticia), van pasando en un continuo
como faldón en el Canal 24 Horas de TVE y me llamó la atención (sí, es lo que
en parte debe ocurrir con un titular –pero si debo ir a otro lugar para ello,
si no lo van a desarrollar, que al menos respete mínimamente lo de las seis
uves dobles o, en caso contrario, que se lo ahorren-); resulta que el actor
Nacho Fresneda declaraba que el éxito de la serie El Ministerio del Tiempo demostraba que había un público preparado
y ahí dejaban el asunto, como si no mereciese más desarrollo, casi sentenciando.
Debo explicar que la frase caía en territorio abonado después de que algunas
voces absurdas (es mi forma de verlas: si ellas me consideran ciertas cosas por
mis hábitos y/o gustos, yo también puedo expresar lo que sus comentarios me
provocan) se estuvieran jactando de su supuesto nivel intelectual por saber
quién es Phileas Fogg mientras que hay otros que citan a Willy Fog para hablar
de viajeros (me consta que hay muchísima gente que conoce a los dos, pero no
podemos negar que el trasunto animado del primero, o sea el segundo, es
tremendamente popular gracias a la televisión, y que aquellas sobremesas de
sábado al compás de lo que cantaba Mocedades –“Son ochenta días son, ochenta
nada más, para dar la vuelta al mundo”- siempre quedarán en el recuerdo –no sólo
de los chavales, por cierto- y que a muchos les abrieron las ganas de saber y
de leer a Julio Verne) o, como es habitual en ellas (en femenino porque sigo
hablando de voces absurdas, que nadie se ponga quisquilloso), destacasen la
calidad de la serie (hemos vuelto a El
Ministerio del Tiempo) porque le dedican su tiempo, porque la siguen, porque
lo merece. Una vez vistos los dos primeros capítulos, puedo decir que tiene una
factura técnica bastante bien trabajada (aunque ciertas digitalizaciones cantan
ópera –algo que también sucede en productos que nos llegan de EEUU, por
cierto-), que su ritmo y temática se alejan de lo que viene siendo lo habitual
en los últimos tiempos (por desgracia, casi a donde quiera que mire a lo largo
y ancho de la programación de tantísimos canales, encuentro que, en lo que a
ficción se refiere, la realización es de lo más convencional, sin gracia ni empeño,
cuando no directamente zafia, con un resultado que se percibe rodado a la
carrera y sin ningún cuidado, cifrándolo todo al constante griterío que exigen
a los actores, la mayoría –es mi apreciación, es el cómputo que hago- con escasa
enjundia interpretativa, limitándose a repetir tics, guiños, gracietas, recursos
que, por cierto, encontramos a lo largo de la historia, forman parte de una
tradición –sin necesidad de tantos aspavientos, sustentados en la vis cómica
natural en la personalidad que cada uno se creaba en escena- que sirven a estos
intelectualoides de nuevo cuño para criticar despiadadamente a intérpretes que,
por mucho que les pese, ya ocupan un lugar en la memoria colectiva, han
definido una época, quedan como testimonio de quiénes fuimos, casi podríamos
decirse que de los que somos ahora, de ahí que sigan obteniendo audiencias
millonarias-), que sabe enganchar y entretener (sí, ese verbo que tanta
urticaria provoca y que El Ministerio del
Tiempo –y es una de sus mejores bazas- no descuida, todo lo contrario), pero
nadie es más listo o más tonto por preferir un programa u otro, se trata de que
los haya variados, de diferentes tonos y contenidos, dejando que cada uno
encuentre sus espectadores, cifra que, por cierto, no debe ser el objetivo
primordial de una televisión pública (y, las cosas como son, eso es lo que en
realidad afirmaba Nacho Fresneda –busqué la entrevista completa-, aunque se le
escapase un ramalazo de superioridad al afirmar “la audiencia está más
preparada y hay que dejar de preguntar si la señora de Cuenca entenderá lo que
contamos. Basta de tópicos despectivos, porque se puede ofrecer otra
programación" –no hace falta concretar en ninguna ubicación: conozco
muchos en Madrid con bastantes pocas luces, estas voces absurdas de las que
vengo hablando, tan sólo se trata de hacer entender a quien corresponda que el
público entenderá o dejará de entender (y de atender) lo que le venga en gana,
que nadie en los despachos tiene una bola de cristal, que muchos de los que los
ocupan son los primeros que se quedan a cuadros cuando les proponen un proyecto
que mezcla a Lorca, Lope de Vega, “el Empecinado” o el mismísimo Franco-).
Pero, sin necesidad de ponernos nostálgicos (dejémoslo en evocadores),
sin creer que cualquier tiempo pasado fue mejor (qué injustos con éste que nos
toca vivir, claro que hay mucho que mejorar, mucho que desear, pero es el
nuestro, no podemos quedarnos en un rincón lamentándonos), riéndonos de esas
voces que se creen heraldos y adalides de la cultura (y dentro de ellas las hay
más y mejor formadas que otras), esos expertos que a cada paso demuestran todo
lo que ignoran (especialmente lo relativo a aquellas materias en las que se
proclaman como tales), Pablo y yo, como tantas veces, nos pusimos a hacer
memoria de la televisión que vimos cuando niños, cuando chavales, aquella que
fue alimentando nuestras pasiones, que nos aportó tanto conocimiento sin
necesidad de sangre, divirtiéndonos, interesándonos, familiarizándonos con
escritores, con la Historia, con el conocimiento, sabiendo transmitir y
retransmitir (en ambas acepciones del DRAE) en multiplicidad de códigos (y era
posible que nos riésemos con Los Roper,
y primero con Un hombre en casa,
tanto los adultos como los críos), todo el mundo (yo lo compartía con la tía
Carmen y me consta que muchos compañeros de colegio también lo veían con sus
padres o con sus hermanos mayores) se admiraba con Érase una vez… el hombre, El
libro gordo de Petete o Un globo, dos
globos, tres globos y, del mismo modo, aunque no captásemos casi ni media
esencia de las muchas que flotaban atendíamos muy interesados las emisiones de Yo, Claudio, Raíces o Retorno a Brideshead, no digamos Cañas y barro, Fortunata y Jacinta, Anillos de oro y aquel Estudio 1 en que igual te morías de la
risa con Jardiel Poncela como te asomabas al universo de William Shakespeare o
al de un autor a priori tan poco conveniente y tan hermético como Strindberg
(son hechos que se descubren a posteriori, mucho tiempo después, pero cuya
semilla quedó bien plantada). Del mismo modo, como ya se ha recordado en otras
ocasiones, los programas con entrevistas a intelectuales, gentes con cosas que
contar, personalidades inspiradoras, invitados con sustancia y contenido, con
debates ilustrados y preparados (porque sus intervinientes lo eran y estaban),
tenían su lugar en las mejores horas y nadie se preguntaba si el público lo iba
a entender, sencillamente se emitía. Y, por eso, hemos decidido ir poco a poco
recuperando aquellas series que vimos pero no pudimos apreciar en toda su
complejidad, en su auténtica dimensión, en ocasiones hemos leído las obras que
les dieron origen (porque la mayoría tienen un antecedente literario –sí, como
Willy Fog-) o hemos conocido las circunstancias históricas que narraban, de una
forma u otra todas dejaron un poso, también aquellas que no vimos completas o
que no nos interesaron porque no teníamos la edad adecuada (lo de la
preparación lo dejamos en cuarentena, tal y como se verá en seguida). No hace
mucho nos quedamos sin aliento ante Elisabeth
R, una serie compleja, con un contenido que excede sus imágenes, con una
encarnación de Glenda Jackson que se sale de la pantalla, con unos guiones
llenos de meandros y referencias, una serie que se emitió en la sobremesa en su
día y que, por ejemplo, fascinaba a la tía Carmen, quien me animaba a leer
sobre esa reina tras cada capítulo, mientras comentaba lo que éste hubiera dado
de sí. ¿Cuál es la preparación que hace falta? ¿No se trata más bien de
sensibilidad? (y de gusto, que es particular y libre por muchos que algunos
quieran conducirlo y otros establecer jerarquías, repartir certificados de
idoneidad –lo que te resulta de buen gusto, puede ser una horterada para mí y
viceversa-, establecer ellos la frontera entre lo “bueno” y lo “malo”,
conceptos abstractos que no significan nada –“Qué serie tan buena que hasta la
veo yo”, ya ves la exquisita, reconociendo que hace lo que todo el mundo, no sé
por qué te gusta entonces ni sé qué quieres decir con “buena”, ¿podrías definir
y analizar, querida superficial?-).
Y así ha sido como estas últimas noches las hemos dedicado a revisar La Joya de la Corona (en realidad,
descubrir y esa es parte de la magia: las emociones no se recuerdan, se experimentan
ahora, porque Pablo no la había visto entera ni yo tampoco ya que Chari, la
peluquera de la familia –una mujer que adoraba leer aunque no tenía el graduado
escolar (de nuevo, lo de la preparación, en el sentido de tener estudios,
demuestra ser un argumento falso y endeble que sólo busca discriminar-, me
prestó los libros en que se inspiraba y, por lo tanto, dejé de seguirla –pero hablo
de una lectura de hace treinta años, sólo recordaba el punto de partida y
alguna anécdota suelta-), una serie basada en el Cuarteto del Raj, tetralogía
de Paul Scott compuesta por la novela que sirvió para titular la serie, El día del escorpión, Las torres del silencio
y Reparto de despojos. Es, de
nuevo, un producto que tapa bocas porque gozó desde su emisión del favor
popular, arrasó por donde pasó (no hay más que pensar que los libros se
lanzaron en España coincidiendo con su emisión –por lo tanto, se confiaba en el
éxito de antemano-, con todos los honores y un gran despliegue), recuerdo que
la señora Matilde, una vecina, llegó más tarde de lo que esperaba un día que
había salido con una de sus hijas y ambas se lamentaron durante toda la semana
por haberse perdido el capítulo correspondiente (la cita era los martes por la
noche, un producto estelar que empezó a emitirse en junio, es decir, que en
verano también se cuidaba a la audiencia), comentaban con la abuela todo lo que
hubiese sucedido y lo que pensaban que iba a pasar, entraban perfectamente en
la trama, en los resquicios de los personajes, no perdían detalle de una
historia contada con muchas elipsis, con multiplicidad de sobreentendidos, que
reducía hechos históricos a un simple comentario o a unos minutos de noticiario
(escenas reales insertadas en la ficción, contextualizando, dando algunos esbozos de lo que sucedía, de la Historia que influye en la particular, en la concreta, en la -no tan- inventada), una obra compleja desarrollada con
mano maestra por Ken Taylor, el adaptador, quien respetó el modo a ratos
abstruso pero que se va desentrañando con paciencia y deleite en que Paul Scott
narra los últimos años de poderío británico en la India. Es una serie que,
todavía hoy, resulta audaz por hablar claramente de asuntos sexuales (que, por
cierto, no recuerdo ocasionasen ningún rubor a las espectadoras que tenía más
cercanas), un reflejo de la ambigüedad y la represión que el propio autor
ejerció sobre sí mismo, pronunciando “homosexualidad” sin rubor y con
naturalidad, insinuando y mostrando sin censura las preferencias de unos
personajes, los requiebros de otros, los escarceos de aquellos, las maliciosas
insinuaciones de algunos sobre los demás; fue la televisión la que devolvió y
en realidad confirió a las novelas originales su merecido prestigio, puesto
que, tal vez por el modo descarnado, abrupto y sin concesiones en que se
juzgaba la presencia británica en la India, los conflictos religiosos, los
comportamientos militares y civiles, también la carga sexual (tanto la
explícita como la implícita), el Cuarteto
del Raj no fue especialmente bien recibido, sólo el tercer tomo (Las torres del silencio) tuvo cierta
repercusión al ser galardonado con el Booker en 1971, galardón que Scott
volvería a obtener con Los rezagados (en
1977, apenas unos meses antes de su fallecimiento), una especie de coda de su
monumental tetralogía (narra lo que sucedió después de 1947 en la India, aunque
es un texto independiente).
A un ritmo muy pausado, en realidad prestando más atención a lo que
pudiera pensarse anecdótico y en realidad prescindible, creando atmósfera,
jugando con las sutilezas, describiendo a través de algunas frases, de lo que
queda en segundo plano, construyendo con tiento y sabiduría narrativa, La Joya de la Corona se degusta con
calma pero sintiendo cómo en el interior se desatan el nerviosismo, la
preocupación, el temor, los interrogantes, cómo resulta imposible despegarse de
la pantalla, cómo los mínimos detalles cuentan tanto, cómo se reconstruye una
época desde lo cotidiano, desde lo pequeño, desde lo humano, cómo se pone la
Historia al servicio de la historia y no al revés. De entre sus magníficas
interpretaciones (Tim Pigott-Simith, Geraldine James, Judy Parfitt, Charles
Dance, Wendy Morgan, Rosemary Leech, Eric Porter), hay que destacar como merece
(porque, además, es una de las pocas oportunidades de gozarla, ya que el grueso
de su carrera, los cimientos y la práctica totalidad del edificio en que se
hospeda su prestigio los desarrolló sobre las tablas –su nombre es tan venerado
en el Reino Unido que hay una placa que la recuerda en la Abadía de
Westminster-) la intervención de Peggy Ashcroft quien, con un personaje que a
priori hubiese podido quedar reducido a unas escasas apariciones (también en
los libros), asume el protagonismo de la serie durante siete capítulos (aunque
en el primero que aparece nos la presentan y poco más y en el último en que
interviene su presencia se limita a una breve secuencia –eso sí,
estremecedora-), haciendo gala de su grandeza, su sencillez, su verosimilitud,
convirtiendo cada intervención en inolvidable, dejando huella, sobrevolando
cuando no está (algo, por cierto, que volvería a hacer en la esplendorosa Pasaje a la India (1984), la película que
estuvo a punto de no rodar porque no le apetecía repetir la experiencia de una
filmación en aquel lugar, el premio Oscar que la ha impreso a fuego en la
retina de los espectadores): sólo por esos ojos, por esa sonrisa, por el modo
en que se humilla con tal de que se respeten las últimas voluntades de su
amiga, por cómo recibe los latigazos de la indiferencia de casi todos, cómo
soporta las impertinencias y groserías de alguien que se considera superior,
cómo imprime significación subliminal a cualquier frase, ya valdría la pena
meterse entre pecho y espalda La Joya de
la Corona pero es que, además, hay mucho por descubrir y disfrutar (mejor
enmudecer para que nada les perturbe el momento. ¿Preparados? ¡Seguro que sí! –pistoletazo
de salida-).