Puede que haya estado un poco más susceptible de lo normal por llevar
los últimos meses inmerso en todo lo relacionado con la testamentaría de mi
padre (el proceso aún no ha terminado, quedan un par de trámites –los peores
porque, al margen de todo lo que te remueve y convulsiona, de estar
permanentemente hurgando en la herida y mientras intentas asimilar la pérdida
apenas puedes consentirte unos minutos para ti porque hay que atender todo el
papeleo que en pleno siglo XXI aún hay que llevar, rellenar, proporcionar,
fotocopiar, compulsar, volver con él mañana, revivir a Larra, sentirte un
trasunto de Josef K, cuando no él mismo, o involucrado en el eterno proceso
Jarndyce y Jarndyce en torno al cual Dickens articula su monumental Casa Desolada, mientras se supone que con
un golpe de ratón debería aparecer en pantalla hasta la primera marca de
papilla que consumimos, estamos en el momento de las liquidaciones, plusvalías
y demás portazgos, cuando las autoridades te sangran lo que no tienes, porque
esa es otra, en realidad la de siempre: pagas por morirte y, claro, como no
pueden rendir cuentas contigo lo hacen con los que quedan, lo gravan
absolutamente todo, a pesar de que el anteriormente terrible impuesto de
sucesiones, cobran más de una vez por cada bien por mucho que éste pierda valor
a lo largo del tiempo y que su posible rédito haya sido abonado con creces-),
el caso es que la lectura de La Oculta de
Héctor Abad Faciolince que publicó Alfaguara el pasado febrero me ha tocado
muchas fibras y me ha hecho reflexionar, no sólo sobre la propia narración, no
sólo sobre la peripecia (mejor en plural) que viven sus personajes, sino, como
sucede con las novelas que cobran auténtica vida, que parecen salirse de las
páginas impresas, que se desbordan hasta inundar la mente, el corazón, los
recuerdos del lector, sobre uno mismo, sobre el que era antes de abrir el libro
y aquel en que me iba convirtiendo según me bebía sus palabras, no porque me
haya transformado (aunque es un efecto que siempre provoca la literatura –o
debería provocarlo: incluso en algo tan insustancial y placentero como el mero
entretenimiento, cuando uno sólo busca pasar un buen rato, si el autor es
honesto y juega sus bazas con limpieza, un trocito de nuestra alma se queda entre
las líneas, un algo imperceptible pero que se instala en nuestro ánimo para
reaparecer cuando menos lo esperamos nos impregna y complementa-), como digo no
se trata de trazar una línea drástica ni de marcar un antes y un después, pero
sí es cierto y palpable (en caso contrario, no estaría escribiendo ahora) que
Faciolince ha sabido escarbar, ahondar, interpelarme, enfrentarme (sin dramas
ni contiendas, como inspiración, como diálogo, como relectura íntima) a
pensamientos, conclusiones, creencias, opiniones que he ido conformando, matizando,
trocando o reforzando según he acumulado experiencia (también cobra más sentido
si se dice en plural).
No es algo insólito en el autor colombiano, todo lo contrario: uno que,
a pesar de lo que pueda aparentar, es bastante despistado y tiene una memoria
muy flaca en lo que se refiere a argumentos, líneas narrativas, sucesos que
jalonan una narración (aunque, por otro lado, eso propicia el enorme gusto de
la relectura, de la revisión, del reencuentro, del permanente descubrimiento –abundaremos
en breve en este asunto, cuando glosemos como merece esa serie británica que
hace honor a su título: La Joya de la
Corona-), nunca podrá olvidar el estremecimiento sufrido, las lágrimas
vertidas, la falta de aire con que leí/viví El
olvido que seremos, ese texto que tanto me conmovió en su momento y que
ahora hago aún más propio al haber perdido a mi padre (aunque no es necesario
ser huérfano en el sentido literal para comprender lo que allí se narra, para
compartir los lamentos, para dolerse con los mordiscos que proporcionan las
injusticias, las ausencias, los redobles de conciencia que, exógenos o
endógenos, siempre dejan sonar su cantinela por y para nosotros, por mucho que
hagamos oídos sordos). Héctor Abad Faciolince posee una prosa clara, casi
diríase transparente, sencilla a fuerza de brotar con naturalidad desde lo más
profundo, herencia (pocas veces voy a utilizar esta palabra con más intención
que en este momento, tal y como el título del presente escrito señala), en
realidad actualización perpetua, rasgo de inmortalidad de esa tradición oral
que se pierde en la noche de los tiempos, esa afición a contar historias,
leyendas, sucedidos, mitos, fábulas, parábolas que no debería perderse porque
supone renunciar a lo que es nuestro por derecho propio, porque es un
patrimonio que debe reclamarse y aumentarse, porque no paga tributos ni se le
puede poner precio pero tiene un valor incalculable y posee la mejor riqueza,
la inmaterial, la anímica, la personal, la fieramente humana (sí, hoy estoy
recurriendo a Blas de Otero más de la cuenta –nunca es demasiado para un poeta
de su vigor, para un verso en plena forma, para uno de esos autores que
dificulta la tarea de juntar palabras puesto que ya lo escribió todo antes y
con mayor fortuna y talento que un servidor-), la que nos define y nos explica
ante nosotros mismos y ante todos los demás, una herencia a la que no hay que
renunciar. Gabriel García Márquez siempre culpabilizó a su abuela (¡Bendita
culpa! ¡Gracias, señora!) de su afición a primero escuchar y muy pronto narrar
historias (por cierto, de la aventura de ser auditorio también hablaremos
dentro de poco, en parte por un asunto relacionado con lo de revisar y poner al
día series de hace años –perdón por la tendencia a ir postergando temas, pero
todo termina por llegar-); su paisano y rendido admirador (tildó a Gabo de “rey
Midas de las palabras”) también reconoce esa influencia y se prosterna ante la
narrativa oral, algo claramente patente en una de sus primeras novelas, Tratado de culinaria para mujeres tristes,
y también en la posterior, Fragmentos de
amor furtivo (que, por cierto, entronca con ese segundo tema que ha quedado
pospuesto, puesto que para desarrollarlo partiremos de la serie que José María
Forqué dirigió a principios de los años 80 del pasado siglo y que tituló El jardín de Venus, inspirándose en,
entre otros, Boccaccio, al igual que hace Faciolince).
Si queremos rizar el rizo del paralelismo entre ambos autores, podemos
establecer un rápido nexo de unión entre La
Oculta y La hojarasca, la ópera
prima de García Márquez, puesto que esta nueva novela de Faciolince también se
estructura en torno a los recuerdos, los monólogos interiores, aquello que tres
personajes piensan, se reprochan, se explican, lanzan hacia el lector sin
filtros, sin pudor, una catarata que aumenta en furia según pasan las páginas, remolinos
de palabras que arrastran hasta el final, pero más allá de este punto de
partida, de esta manera de reducir el contenido de ambos libros a unas cuantas
palabras, La Oculta toma su propio
camino desde el principio: ante la noticia de la muerte de su madre en el que
fue hogar familiar (donde ella seguía habitando con una de sus hijas y su
yerno), tres hermanos van repasando la historia familiar, vinculada,
representada, vivida, encarnada en esa finca cuyo patronímico señala su
carácter de lugar remoto en las montañas de Colombia, incorporando a la narración
todo lo que sucede desde ese momento, es decir, qué destino piensan dar a La
Oculta, síntesis y máxima expresión de la herencia recibida, la tangible, la
que puede cuantificarse, un lugar construido a base de sacrificios, sudores,
tragedias, compromisos, amor, incomprensiones, cariño, duelos y quebrantos. Y ahí
está el verdadero núcleo de la novela, tan pasmosa como el resto de la
producción de Faciolince, un absoluto prodigio por su manera de integrar al
lector, de absorberle, de conducirle sin freno pero con cautela, con un gusto
exquisito por las palabras (es una prosa muy elaborada, muy meditada, muy
sopesada, pero consigue presentarse con una naturalidad y sencillez que hacen
resaltar aún más sus valores, es el trabajo de un orfebre, cada párrafo se
percibe muy pulido pero el esfuerzo no se nota porque se impone la fluidez, la
velocidad, la precisión): todos tienen sus razones, como cualquiera, para
querer y para rechazar a La Oculta, la familia Ángel ha entregado mucho a esa
tierra que, por otro lado, les cobijó, les permitió desarrollarse, les confirió
un carácter propio, sirvió para insuflar savia al árbol genealógico del que
siguen brotando nuevas ramas, más allá de sus hectáreas hay una atmósfera, un
aura, una herencia intangible, el peso de los siglos, la historia que pasará a
los libros (o ésa, al menos, sería la intención de Antonio, el único varón, que
investiga, indaga, resuelve incógnitas, quiere rellenar huecos, desterrar mitos
y apuntalar hechos). Y es por ahí por donde uno se pone a meditar, a llevarse
la novela a su terreno, a pensar en cuánto se paga (no sólo, no necesariamente
hablo ahora de lo meramente crematístico, sino de las muescas que uno trae
impresas por el mero hecho de pertenecer a una familia o a otra), en cuánto nos
exige/exigimos por algo que, tal vez, no sentimos como nuestro, lo que no lleva
aparejado un desprecio, un carácter desnaturalizado, un desapego más o menos
visceral (aunque puede que se entremezclen todos estos ingredientes y otros
más, en mayor o menor dosis), sino el hecho sustancial de que, por más que
aquello represente el logro de nuestros antepasados, para nosotros es tan sólo
una casa (que, como escribieron certeramente Burt Bacharach y Hal David –aunque
el título les vino dado porque compusieron la canción para una película así
llamada-, no siempre es un hogar), puede que suponga un lastre, un peso
demasiado doloroso, un empeño inútil, cada uno tiene todo el derecho del mundo
(precisamente porque es su herencia) a reaccionar como mejor le parezca, por
mucho que no se compartan sus motivos o sus irracionalidades (que podrían ser
los de cada uno de nosotros llegado el caso).
Héctor Abad Faciolince dota de vitalidad y magnífico músculo narrativo a
esta metáfora, transformando a La Oculta en el personaje que marca a todos los
demás, usándola como excusa para enfrentarse al pasado y presente de Colombia,
dejando un rastro entre las líneas (en las ocasiones precisas muy patente,
ayudando al lector, proporcionando datos que éste no tiene por qué conocer y
sin entretenerse en disquisiciones que frenen o colapsen), trenzando una novela
con múltiples capas, con estímulos polisémicos, con posibilidad y capacidad
para la reinterpretación, lo que no es obstáculo para que lo primordial (la
crónica familiar, es decir, lo humano, lo básico, los sentimientos) se
comunique sin equívoco posible, sin vuelta de hoja, después ya dialogará el
lector con cada personaje para disentir o ratificar. Y es por eso que, más allá
de lo que comenté al principio, de tener que atender a lo mundanal, a lo que
pomposamente se llaman propiedades (y así te cobran más, te cobran siempre, te
cobran por mucho que tu padre se empeñase para dejar un mísero patrimonio libre
de cargas –pero muy rico en cuanto a vivencias, esfuerzos, recuerdos, el modo
en que ese hogar se fue construyendo-), este proceso de duelo que se agudiza al
andar entre notarios, la abducción sufrida (y gozada) durante la lectura de La Oculta me ha servido para reforzar y
consolidar lo que desde hace por desgracia mucho tiempo (desde que el tío
Miguel dejó ese vacío que cada día me desangra un poco) reivindico como mi
única herencia, la dignidad que aprendí de mis mayores, la curiosidad que me
estimularon, la perspicacia que procuraron avivar, la bondad que regalaron, la
capacidad de amar que ayudaron a desarrollar, todo lo que pude ver en la mirada
de mi sobrino durante la tormentosa noche que pasamos alrededor de la cama que
se convirtió en el lecho de muerte de mi padre (¡Quién lo hubiese dicho apenas
cinco días antes cuando le subieron a planta desde urgencias!), el modo en que
tranquilizó su delirio, la calma con que le habló y acarició su mano, dejando
claro que su paso por el mundo había dado buen fruto, alguien de quien sentirse
orgulloso (tanto del abuelo como del nieto). Por eso me revolví de aquella
manera que varios (especialmente varias) me censuraron cuando un oyente comentó
durante una de aquellas tertulias afectuosas y nocturnas que si una mujer no
tenía hijos su vida quedaba vacía y defendí a la tía Carmen con uñas y dientes,
porque me considero su obra, su trabajo, porque lo que me ha venido de ella
pasará a Alberto, porque no morimos mientras que alguien nos recuerda, porque
en realidad dar a luz es un mero ejercicio, un momento, pero sembrar en la vida
es otra cosa bien distinta y no todos estamos capacitados para ello por mucho
que nos empeñemos; porque esa herencia inmaterial es la que realmente nos
enriquece y nos hace los que somos, porque sin ese equipaje vital no hubiera
sabido reconocer mi lugar en el mundo y no sabría valorar como lo hago el hogar
que alguien quiso crear y compartir, ese espacio en el que me siento cómodo y
puedo ser yo con todos mis defectos porque me consta que siempre soy
bienvenido, ese rincón donde dos corazones laten acompasados dándose calor y
cobijo, esa área inconcreta porque no depende de una ubicación, de unas
paredes, de una bandera, sino de algo mucho más grande, de un estado de ánimo,
de unos sentimientos a los que, por desgracia, atendemos demasiado poco y
ocultamos más de la cuenta, incluso los ignoramos, enredados en asuntos
materiales (y qué fantástico que la literatura te haga volver la mirada y el
alma hacia lo sustancial y sustancioso).