viernes, 15 de mayo de 2015

HERENCIA TENGAS Y LA APROVECHES






  Puede que haya estado un poco más susceptible de lo normal por llevar los últimos meses inmerso en todo lo relacionado con la testamentaría de mi padre (el proceso aún no ha terminado, quedan un par de trámites –los peores porque, al margen de todo lo que te remueve y convulsiona, de estar permanentemente hurgando en la herida y mientras intentas asimilar la pérdida apenas puedes consentirte unos minutos para ti porque hay que atender todo el papeleo que en pleno siglo XXI aún hay que llevar, rellenar, proporcionar, fotocopiar, compulsar, volver con él mañana, revivir a Larra, sentirte un trasunto de Josef K, cuando no él mismo, o involucrado en el eterno proceso Jarndyce y Jarndyce en torno al cual Dickens articula su monumental Casa Desolada, mientras se supone que con un golpe de ratón debería aparecer en pantalla hasta la primera marca de papilla que consumimos, estamos en el momento de las liquidaciones, plusvalías y demás portazgos, cuando las autoridades te sangran lo que no tienes, porque esa es otra, en realidad la de siempre: pagas por morirte y, claro, como no pueden rendir cuentas contigo lo hacen con los que quedan, lo gravan absolutamente todo, a pesar de que el anteriormente terrible impuesto de sucesiones, cobran más de una vez por cada bien por mucho que éste pierda valor a lo largo del tiempo y que su posible rédito haya sido abonado con creces-), el caso es que la lectura de La Oculta de Héctor Abad Faciolince que publicó Alfaguara el pasado febrero me ha tocado muchas fibras y me ha hecho reflexionar, no sólo sobre la propia narración, no sólo sobre la peripecia (mejor en plural) que viven sus personajes, sino, como sucede con las novelas que cobran auténtica vida, que parecen salirse de las páginas impresas, que se desbordan hasta inundar la mente, el corazón, los recuerdos del lector, sobre uno mismo, sobre el que era antes de abrir el libro y aquel en que me iba convirtiendo según me bebía sus palabras, no porque me haya transformado (aunque es un efecto que siempre provoca la literatura –o debería provocarlo: incluso en algo tan insustancial y placentero como el mero entretenimiento, cuando uno sólo busca pasar un buen rato, si el autor es honesto y juega sus bazas con limpieza, un trocito de nuestra alma se queda entre las líneas, un algo imperceptible pero que se instala en nuestro ánimo para reaparecer cuando menos lo esperamos nos impregna y complementa-), como digo no se trata de trazar una línea drástica ni de marcar un antes y un después, pero sí es cierto y palpable (en caso contrario, no estaría escribiendo ahora) que Faciolince ha sabido escarbar, ahondar, interpelarme, enfrentarme (sin dramas ni contiendas, como inspiración, como diálogo, como relectura íntima) a pensamientos, conclusiones, creencias, opiniones que he ido conformando, matizando, trocando o reforzando según he acumulado experiencia (también cobra más sentido si se dice en plural).
   No es algo insólito en el autor colombiano, todo lo contrario: uno que, a pesar de lo que pueda aparentar, es bastante despistado y tiene una memoria muy flaca en lo que se refiere a argumentos, líneas narrativas, sucesos que jalonan una narración (aunque, por otro lado, eso propicia el enorme gusto de la relectura, de la revisión, del reencuentro, del permanente descubrimiento –abundaremos en breve en este asunto, cuando glosemos como merece esa serie británica que hace honor a su título: La Joya de la Corona-), nunca podrá olvidar el estremecimiento sufrido, las lágrimas vertidas, la falta de aire con que leí/viví El olvido que seremos, ese texto que tanto me conmovió en su momento y que ahora hago aún más propio al haber perdido a mi padre (aunque no es necesario ser huérfano en el sentido literal para comprender lo que allí se narra, para compartir los lamentos, para dolerse con los mordiscos que proporcionan las injusticias, las ausencias, los redobles de conciencia que, exógenos o endógenos, siempre dejan sonar su cantinela por y para nosotros, por mucho que hagamos oídos sordos). Héctor Abad Faciolince posee una prosa clara, casi diríase transparente, sencilla a fuerza de brotar con naturalidad desde lo más profundo, herencia (pocas veces voy a utilizar esta palabra con más intención que en este momento, tal y como el título del presente escrito señala), en realidad actualización perpetua, rasgo de inmortalidad de esa tradición oral que se pierde en la noche de los tiempos, esa afición a contar historias, leyendas, sucedidos, mitos, fábulas, parábolas que no debería perderse porque supone renunciar a lo que es nuestro por derecho propio, porque es un patrimonio que debe reclamarse y aumentarse, porque no paga tributos ni se le puede poner precio pero tiene un valor incalculable y posee la mejor riqueza, la inmaterial, la anímica, la personal, la fieramente humana (sí, hoy estoy recurriendo a Blas de Otero más de la cuenta –nunca es demasiado para un poeta de su vigor, para un verso en plena forma, para uno de esos autores que dificulta la tarea de juntar palabras puesto que ya lo escribió todo antes y con mayor fortuna y talento que un servidor-), la que nos define y nos explica ante nosotros mismos y ante todos los demás, una herencia a la que no hay que renunciar. Gabriel García Márquez siempre culpabilizó a su abuela (¡Bendita culpa! ¡Gracias, señora!) de su afición a primero escuchar y muy pronto narrar historias (por cierto, de la aventura de ser auditorio también hablaremos dentro de poco, en parte por un asunto relacionado con lo de revisar y poner al día series de hace años –perdón por la tendencia a ir postergando temas, pero todo termina por llegar-); su paisano y rendido admirador (tildó a Gabo de “rey Midas de las palabras”) también reconoce esa influencia y se prosterna ante la narrativa oral, algo claramente patente en una de sus primeras novelas, Tratado de culinaria para mujeres tristes, y también en la posterior, Fragmentos de amor furtivo (que, por cierto, entronca con ese segundo tema que ha quedado pospuesto, puesto que para desarrollarlo partiremos de la serie que José María Forqué dirigió a principios de los años 80 del pasado siglo y que tituló El jardín de Venus, inspirándose en, entre otros, Boccaccio, al igual que hace Faciolince).
   Si queremos rizar el rizo del paralelismo entre ambos autores, podemos establecer un rápido nexo de unión entre La Oculta y La hojarasca, la ópera prima de García Márquez, puesto que esta nueva novela de Faciolince también se estructura en torno a los recuerdos, los monólogos interiores, aquello que tres personajes piensan, se reprochan, se explican, lanzan hacia el lector sin filtros, sin pudor, una catarata que aumenta en furia según pasan las páginas, remolinos de palabras que arrastran hasta el final, pero más allá de este punto de partida, de esta manera de reducir el contenido de ambos libros a unas cuantas palabras, La Oculta toma su propio camino desde el principio: ante la noticia de la muerte de su madre en el que fue hogar familiar (donde ella seguía habitando con una de sus hijas y su yerno), tres hermanos van repasando la historia familiar, vinculada, representada, vivida, encarnada en esa finca cuyo patronímico señala su carácter de lugar remoto en las montañas de Colombia, incorporando a la narración todo lo que sucede desde ese momento, es decir, qué destino piensan dar a La Oculta, síntesis y máxima expresión de la herencia recibida, la tangible, la que puede cuantificarse, un lugar construido a base de sacrificios, sudores, tragedias, compromisos, amor, incomprensiones, cariño, duelos y quebrantos. Y ahí está el verdadero núcleo de la novela, tan pasmosa como el resto de la producción de Faciolince, un absoluto prodigio por su manera de integrar al lector, de absorberle, de conducirle sin freno pero con cautela, con un gusto exquisito por las palabras (es una prosa muy elaborada, muy meditada, muy sopesada, pero consigue presentarse con una naturalidad y sencillez que hacen resaltar aún más sus valores, es el trabajo de un orfebre, cada párrafo se percibe muy pulido pero el esfuerzo no se nota porque se impone la fluidez, la velocidad, la precisión): todos tienen sus razones, como cualquiera, para querer y para rechazar a La Oculta, la familia Ángel ha entregado mucho a esa tierra que, por otro lado, les cobijó, les permitió desarrollarse, les confirió un carácter propio, sirvió para insuflar savia al árbol genealógico del que siguen brotando nuevas ramas, más allá de sus hectáreas hay una atmósfera, un aura, una herencia intangible, el peso de los siglos, la historia que pasará a los libros (o ésa, al menos, sería la intención de Antonio, el único varón, que investiga, indaga, resuelve incógnitas, quiere rellenar huecos, desterrar mitos y apuntalar hechos). Y es por ahí por donde uno se pone a meditar, a llevarse la novela a su terreno, a pensar en cuánto se paga (no sólo, no necesariamente hablo ahora de lo meramente crematístico, sino de las muescas que uno trae impresas por el mero hecho de pertenecer a una familia o a otra), en cuánto nos exige/exigimos por algo que, tal vez, no sentimos como nuestro, lo que no lleva aparejado un desprecio, un carácter desnaturalizado, un desapego más o menos visceral (aunque puede que se entremezclen todos estos ingredientes y otros más, en mayor o menor dosis), sino el hecho sustancial de que, por más que aquello represente el logro de nuestros antepasados, para nosotros es tan sólo una casa (que, como escribieron certeramente Burt Bacharach y Hal David –aunque el título les vino dado porque compusieron la canción para una película así llamada-, no siempre es un hogar), puede que suponga un lastre, un peso demasiado doloroso, un empeño inútil, cada uno tiene todo el derecho del mundo (precisamente porque es su herencia) a reaccionar como mejor le parezca, por mucho que no se compartan sus motivos o sus irracionalidades (que podrían ser los de cada uno de nosotros llegado el caso).
   Héctor Abad Faciolince dota de vitalidad y magnífico músculo narrativo a esta metáfora, transformando a La Oculta en el personaje que marca a todos los demás, usándola como excusa para enfrentarse al pasado y presente de Colombia, dejando un rastro entre las líneas (en las ocasiones precisas muy patente, ayudando al lector, proporcionando datos que éste no tiene por qué conocer y sin entretenerse en disquisiciones que frenen o colapsen), trenzando una novela con múltiples capas, con estímulos polisémicos, con posibilidad y capacidad para la reinterpretación, lo que no es obstáculo para que lo primordial (la crónica familiar, es decir, lo humano, lo básico, los sentimientos) se comunique sin equívoco posible, sin vuelta de hoja, después ya dialogará el lector con cada personaje para disentir o ratificar. Y es por eso que, más allá de lo que comenté al principio, de tener que atender a lo mundanal, a lo que pomposamente se llaman propiedades (y así te cobran más, te cobran siempre, te cobran por mucho que tu padre se empeñase para dejar un mísero patrimonio libre de cargas –pero muy rico en cuanto a vivencias, esfuerzos, recuerdos, el modo en que ese hogar se fue construyendo-), este proceso de duelo que se agudiza al andar entre notarios, la abducción sufrida (y gozada) durante la lectura de La Oculta me ha servido para reforzar y consolidar lo que desde hace por desgracia mucho tiempo (desde que el tío Miguel dejó ese vacío que cada día me desangra un poco) reivindico como mi única herencia, la dignidad que aprendí de mis mayores, la curiosidad que me estimularon, la perspicacia que procuraron avivar, la bondad que regalaron, la capacidad de amar que ayudaron a desarrollar, todo lo que pude ver en la mirada de mi sobrino durante la tormentosa noche que pasamos alrededor de la cama que se convirtió en el lecho de muerte de mi padre (¡Quién lo hubiese dicho apenas cinco días antes cuando le subieron a planta desde urgencias!), el modo en que tranquilizó su delirio, la calma con que le habló y acarició su mano, dejando claro que su paso por el mundo había dado buen fruto, alguien de quien sentirse orgulloso (tanto del abuelo como del nieto). Por eso me revolví de aquella manera que varios (especialmente varias) me censuraron cuando un oyente comentó durante una de aquellas tertulias afectuosas y nocturnas que si una mujer no tenía hijos su vida quedaba vacía y defendí a la tía Carmen con uñas y dientes, porque me considero su obra, su trabajo, porque lo que me ha venido de ella pasará a Alberto, porque no morimos mientras que alguien nos recuerda, porque en realidad dar a luz es un mero ejercicio, un momento, pero sembrar en la vida es otra cosa bien distinta y no todos estamos capacitados para ello por mucho que nos empeñemos; porque esa herencia inmaterial es la que realmente nos enriquece y nos hace los que somos, porque sin ese equipaje vital no hubiera sabido reconocer mi lugar en el mundo y no sabría valorar como lo hago el hogar que alguien quiso crear y compartir, ese espacio en el que me siento cómodo y puedo ser yo con todos mis defectos porque me consta que siempre soy bienvenido, ese rincón donde dos corazones laten acompasados dándose calor y cobijo, esa área inconcreta porque no depende de una ubicación, de unas paredes, de una bandera, sino de algo mucho más grande, de un estado de ánimo, de unos sentimientos a los que, por desgracia, atendemos demasiado poco y ocultamos más de la cuenta, incluso los ignoramos, enredados en asuntos materiales (y qué fantástico que la literatura te haga volver la mirada y el alma hacia lo sustancial y sustancioso).