Supongo que el título de este escrito habrá hecho pensar a más de uno “¡Vaya,
por fin lo confiesa!” o “¡Ya lo sabía!” –o “¡Te lo dije, te lo dije!”, si hay
alguien cerca con quien compartir el comentario malicioso- y nada más lejos de
la realidad porque, tras años de castigo, fingimiento y anulación de mí mismo,
hace mucho que pisé firme y decidí dejar de cercenar mis preferencias, mis
anhelos, mis posibilidades, mis afectos, ya quedó muy atrás aquel que pretendía
convencerse a sí mismo de que su primera experiencia sexual fue una
equivocación, una precipitación, algo inevitable pero que no apetecía repetir,
un error que había que olvidar, una equivocación de la que huir como del agua
fría cuando uno se ha escaldado (en realidad, la historia duró dos años, es
decir, fue mucho más allá de un furor irreprimible, de un tanteo, de una prueba
o experimento, y su final abrupto me dejó descolocado, dolido, acabado –tenía dieciocho
años: lo viví con demasiada intensidad pero, como diría Serrat, sabía muy poco
más y pensé que era una relación sólida y para siempre, espejismos que se
piensan reales porque los únicos referentes que te pillan a mano son canciones,
películas, palabras cuyo verdadero significado se desconoce porque hay que
vivirlas primero y porque, en realidad, aceptan una polisemia infinita, la que
aporta cada uno en concreto-). Por otro lado, lo de hoy no deja de ser un guiño
a una presentadora por la que siempre he sentido debilidad, admiración, honda
devoción, una mujer de la que, sin ser consciente de ello cuando la contemplaba
en televisión, aprendí muchas lecciones que pude aplicar cuando comencé (y
cuando seguí) en este a pesar de todo bendito y amado oficio, una persona que
siempre será uno de mis referentes profesionales (e incluso personales, aunque
eso ha venido después, cuando he tenido la oportunidad de tratarla un poco, de
compartir conversación, de que haya tenido la generosidad de permitirme acceder
a parte de su intimidad), una maestra que me inoculó el dulce veneno de una
vocación que anduvo aletargada hasta que Luis Landero encontró la veta de la
que extraer el periodista que, cual David en un bloque de mármol, pugnaba por
brotar sin que un Miguel Ángel osase en aplicar el cincel (pero, por fortuna,
en mi caso llegó un tocayo del Buonarroti: Yáñez, instructor, mentor,
propiciador, piedra fundacional, ejemplo a seguir, amigo protector). Porque,
como tuve ocasión de contarle a ella misma, Mayra Gómez Kemp fue un rostro
popular y muy pronto querido (y buscado) que hablaba de cosas que me interesaban
(primero, en 625 líneas, después en
ese gozoso programa que tuvo varios títulos pero que jamás olvidaremos al
compás de aquella sintonía que decía “trata siempre de conservar la inocencia
para soñar: canta Dabadabadá”), hasta que llegó la resurrección del Un, dos, tres y, directamente, se
transformó en alguien fundamental, necesario, imprescindible, en, como ya he
dicho, alguien que cimentó mi pasión por el mundo de la comunicación, más allá
de mi experiencia como espectador, porque lo que yo quería era formar parte de
aquel maravilloso invento, colocarme detrás de la mesa de la subasta, dar paso
a lo que fuese o sorprenderme con el público ante la irrupción de algún cómico,
entregar calabazas y leer tarjetitas (sólo, por supuesto, hasta donde se
pudiese), en definitiva, yo quería ser rubia y presentar el concurso de nuestra
vida, el que nunca será superado pero tantas veces se pretende imitar (y sin
reconocerlo, que es lo peor).
Mayra es alguien en quien confiar porque sabe explicar con sencillez y
simpatía lo que vamos a ver durante la próxima semana en televisión (en la
época se criticaba a 625 líneas que
hacía parecer la programación mejor de lo que era -¡Ay, esos sabihondos que
hablan desde esferas superiores! ¡Ay, esos expertos que se consideran paladares
exquisitos y por eso han de denostar lo que gusta a una amplia mayoría!-),
alguien que te sorprende cantando y bailando con acierto y gracia (“claro –te cuentan
en casa-, si era una de las Acuario”), protagonizando sketchs junto a Andrés
Pajares en el programa Ding Dong (no
hay nada inventado y, además, no se daba gato por liebre –ahora, con el rubor habitual,
con el prejuicio clásico, se intenta camuflar como “contenido cultural” lo que
no deja de ser un divertimento (para quien lo sea, que esa es otra), es decir, MasterChef-), una amiga que habla a los
niños sin afectación ni infantilismos, de igual a igual, la única maestra de
ceremonias posible para llevar a buen puerto cada viernes ese enorme paquebote
que, con sus manos en el timón, parece casi que sucede en directo, con enorme
sencillez, como si no fuese un mastodonte al que conviene manejar con mimo pero
con firmeza, equilibrando continuamente para que no se desmande, imprimiendo el
ritmo y la viveza necesarios para que resulte corto, para que cuando se llega a
los tres últimos regalos siempre se te encoja el estómago y digas “no, por
favor, un poco más”, un mecanismo de relojería endiablado pero perfectamente
engrasado por Chicho Ibáñez Serrador para que, en un momento en que no hay
pinganillos ni teleprompter, Mayra se lo eche a la cabeza, a la espalda, a la
sonrisa, al carisma, a su preparación, a su templanza, a su condición de mujer
orquesta. Y lo cuento en presente para expresar la inmediatez con la que lo
viví, la callada y dulce manera en que fue fraguándose mi única realidad
posible porque, además, no conviene olvidar que Mayra es periodista de carrera
y también de ejercicio, por lo tanto me parecía lo natural que, para hacerse
cargo de un programa como Un, dos, tres,
al margen de otras cualidades y particularidades que pueden entrenarse,
aprenderse o conseguirse, además de ciertas facultades que uno debe poseer,
había que estudiar mucho, había que poseer un impresionante músculo cultural,
había que cursar estudios de Periodismo (luego, ya se encargarían unos y otros,
fundamentalmente los propios medios, de desengañarme, de desmentirme, de
frustrarme, pero no he cambiado un ápice mi apreciación: por mucho que en la
Universidad cada vez se enseñe menos, por mucho que no se tenga claro qué contenidos
son los idóneos, por mucho que la profesión lleve demasiado tiempo desvirtuada,
cautiva del intrusismo, amordazada por los conglomerados empresariales,
agonizando dramáticamente, hay que procurar imbuirse del espíritu de aquellos que
se pusieron al servicio del periodismo y no al revés, hay que mantener vivo el
talante curioso, crítico –hacia uno mismo y hacia el resto del mundo-, incluso
impertinente, el interés por lo que sucede, la capacidad analítica, las
enseñanzas de los que han escrito páginas brillantes, los que han traducido en
imágenes y palabras de las que todavía seguimos aprendiendo y extrayendo
conclusiones este lugar que llamamos mundo y que no valoramos ni preservamos
como merece).
Y llegó un día muy triste, preludio de unos cuantos más, pero éste se me
grabó a fuego tal vez porque fue el primero y porque no fui consciente (no
pudimos serlo: los análisis, los médicos, la manera en que mi padre hablaba, se
movía y se comportaba hasta casi el último momento) de que habíamos entrado en
tiempo de descuento hasta que era demasiado tarde (ya lo cantó Ana Belén: “La
muerte, siempre presente, nos acompaña en nuestras cosas más cotidianas” y uno
añadiría que nunca llega cuando se la espera, sino cuando le apetece, a
traición y con alevosía), un día a cuyo término escribí en Facebook “Hoy he
vuelto al barrio de mi infancia (y de muchos años más), como hago a menudo,
pero en esta ocasión mi ánimo estaba muy minado y me di de bruces, porque los
reviví, con aquellos domingos tristes, oscuros, con escasas posibilidades, con
casi todo cerrado, para colmo lloviznaba, un niño arrojaba al suelo una peonza,
entregado al juego con la rabia que proporcionan el aburrimiento y la soledad,
la noche se estaba enseñoreando del cielo, en el corazón se me abrió un
boquete. Y todavía faltaba llegar al hospital y recorrer esos lugares infectos
en que apiñan enfermos, esa permanente sensación de seres desvalidos,
desasistidos, desahuciados, ser testigo de cómo el hombre que te dio la vida se
consume, no puede valerse solo, queda con la cabeza gacha, sin energía, a punto
de ser fagocitado por el colchón. ¡Qué crueles han sido siempre los domingos!
Menos mal que llegué al hogar y me recibieron con un abrazo cálido y Dobby
retozó como si me hubiese ido hace diez años”; sí, mi padre había sido
ingresado en urgencias apenas veinticuatro horas antes, aún seguía en el box
porque querían hacerle nuevas pruebas, porque era fin de semana, porque no
había cama libre en la planta de Oncología, aunque se le veía tan mermado aún
parecía dispuesto a presentar batalla, nos decían que era una reacción más o
menos lógica al tratamiento de quimioterapia, todo se precipitó justo una semana
después (cuando ya estaba en una habitación) y con ese peso en el ánimo fui a
las oficinas de Penguin Random House en Madrid para entrevistar a Mayra con
motivo de la publicación de sus memorias. Se me notaba el fardo en los hombros,
en la mirada, en el rictus, pero en cuanto la tuve delante todo cambió: le hice
la reverencia que consideraba necesaria (y ella, sin poder evitar la risa pero
con cierto apuro, me pidió que “por favor, levanta, ¡no me hagas esto!”, porque
es humilde como sólo puede serlo alguien tan grande), le recordé que ya la
había entrevistado hacía muchos años y que me concedió el privilegio de, una
vez estuvo parada la grabadora, contarme las verdaderas razones de su ausencia
al frente del Un, dos, tres cuando
éste regresó en 1991, confidencia que me hizo porque “me has demostrado que
conoces mi trayectoria, no te lo has aprendido ahora, agradezco el interés y el
cariño”, algo que le custodié porque lo consideré un nexo de hermanamiento,
porque no podía creerme un vínculo tan íntimo con Mayra, y al rememorar el
hecho (algo que, además, sólo había compartido con Pablo, la tía Carmen y pocos
más, gente tan considerada como yo con los secretos de los demás) ella sonrió
diciendo que no se había equivocado, ahí estaba la prueba, que sabía que en
alguna ocasión lo había revelado y que si me escogió fue porque captó que podía
confiar en mí, “como así has demostrado”. Y hablamos, claro, del cáncer, de
todo lo que está en su libro, y me animó, me confortó, me habló con sinceridad,
como ella hizo y hace sobre su enfermedad, manteniendo a buen recaudo la
dignidad, sin desfallecer pero sin ñoñerías ni diminutivos (le conté cómo me
horripilaba el modo de hablar de algunas enfermeras y de la doctora de mi padre
y ella también renegó de ese discurso que se resume en “la mejor medicina es no
dejar de sonreír”), me reanimó, me hizo admirarme aún más, me concedió una hora
inolvidable con la que reconciliarme con la profesión e incluso conmigo mismo.
Como parte de lo que dio de sí aquella charla apareció publicado ya hace tiempo en
una web, pero siempre he pensado que su espacio natural era este blog, en lugar de poner el
link, por si alguien quiere recuperarla, volver a leerla, descubrirla, opto por
copiar la entrevista a continuación, como nuevo y
continuado homenaje al talento de esta mujer a la que siempre consideraba la
primera y casi única opción como presentadora en cualquiera de los formatos que
hube de proponer en diferentes asignaturas a lo largo de mis años
universitarios, la compañera soñada (para aprender en primera línea, para
babear aún más, para enamorarme de su personalidad sin remisión –aunque eso
sucedió hace mucho-), la maestra con la que, soñar es gratis y libre, no
descarto coincidir, puesto que, a pesar de ciertas limitaciones y de la merma
física, Mayra aún está ahí y puede hacer muchas cosas y si no es posible que,
como explica en el libro, pueda concursar en Tu cara me suena, me atrevo a proponer a Antena 3 que varíe el
formato, que los famosos, los profesionales se conviertan en mentores, en
entrenadores, que ayuden a unos desconocidos a progresar en el programa, vamos,
que Mayra y un servidor formemos equipo para esa aventura y, aunque canto
bastante mal, seguro que con su ayuda y magisterio salgo a flote y potencio
ciertas habilidades (voy haciendo pruebas y, sin pecar de inmodesto, hay unos
cuantos artistas a los que me aproximo bastante –e incluso me he atrevido a
ensayar en italiano, en francés, en portugués, en idiomas que hasta ahora han
quedado fuera en las imitaciones-); nada sería como que ella pudiese concursar,
pero creo que le haría sentir orgullosa (hasta he practicado con su voz, por si
hay que convertirse en Mayra Gómez Kemp, algo a lo que no he renunciado).
ANEXO: ENTREVISTA
Su libro de memorias, ¡Y hasta aquí puedo leer!, es un éxito de ventas
MAYRA GÓMEZ KEMP: “No quería que nadie contase
la historia por mí”
La presentadora aborda en el volumen publicado
por Plaza y Janés aspectos inéditos de su vida, desvela hechos que sólo
conocían sus íntimos y recorre sin tapujos su trayectoria profesional y su
lucha contra el cáncer.
Aunque
le da pudor ser considerada de ese modo, estamos ante uno de los rostros
legendarios de la pequeña pantalla, una profesional todoterreno que pasó de ser
una buena amiga de los niños (a los que siempre se dirigió como personas, sin
ñoñerías ni voz de pato) a convertirse en la presentadora más valorada, querida
y respetada cuando Chicho Ibáñez Serrador la puso al frente del concurso de los
concursos, el Un, dos, tres. Mayra ha
sido actriz, cantante, monologuista, una comunicadora versátil que conserva
intacta su energía, que superó las mejores expectativas de sus médicos, que
volvió a aprender a hablar para seguir siendo ella misma.
PREGUNTA.- Son unas memorias muy sinceras, se nota desde las primeras
líneas…
RESPUESTA.- Estoy muy orgullosa de que el público lo esté percibiendo de
esa manera porque mi mayor objetivo, una vez me embarqué en el proyecto, fue
ser honesta conmigo y con los lectores. Podía haber escrito algo al modo “Mayra
en el país de las maravillas”, pero no me pareció de recibo y por eso aquí está
mi verdad, lo que he vivido con sus luces y sus sombras.
P.-
Siempre has sido una persona muy prudente, muy pudorosa, cuidadosa
especialmente con tu vida privada y, a pesar de lo mucho que exteriorizas, te
mantienes fiel a esa esencia…
R.-
¡Me encanta que digas eso de pudorosa porque recuerdo que en un reportaje que
nos hicieron cuando Acuario un pie de foto decía que María [Durán] y Beatriz
[Escudero] estaban monísimas y yo llevaba un “bañador anti porno”, jajajaja! Hablando
en serio, por eso el título, al margen de ser una frase tan popular, viene como
anillo al dedo: me he callado muchas cosas, las que no me parecían necesarias,
y he reescrito infinidad de páginas hasta que me parecía que todo quedaba claro
y era justa con las personas involucradas. Además, como decía antes, no quería
edulcorar o mentir, no quería defraudar…
P.-
Hablas de tus padres y no ocultas cómo su matrimonio estuvo a punto de
romperse…
R.-
Por momentos, la escritura del libro ha sido una auténtica catarsis, he
comprendido que verbalizar algo es superarlo: hasta hace poco, hasta que lo
escribí, no podía escuchar el chirrido de las ruedas de un coche sin sufrir un
ataque de ansiedad (referencia al momento
en que su padre tuvo que abandonar la casa familiar debido a una relación
extramatrimonial) y ahora ya no me lo tomo igual… Pero, por encima de todo,
quería revisitar los muchos momentos felices compartidos y reconocer la deuda
de gratitud que siempre tendré con mis padres, el apoyo que de ellos recibí, lo
mucho que me enseñaron personal y profesionalmente.
Su
padre, Ramiro Gómez Kemp (eligió presentarse ante los demás con sus dos apellidos
“por el deseo de que si algún cubano me veía en el teatro o en la televisión me
reconociera inmediatamente como [su] hija”), fue escritor, cantante, guionista
y director de televisión, mientras que su madre, Velia Martínez Febles, fue
actriz, cantante y presentadora. Mayra habla de ellos con orgullo y amor, con
un brillo especial en la mirada, el mismo que se agudiza cuando en la
conversación surge el nombre de su marido, el actor argentino Alberto Berco.
P.-
¿Cómo le contaste que ibas a escribir tus memorias?
R.-
Lo cierto es que en alguna ocasión me había dicho que debería hacerlo, que
tendría que dar mi versión sobre algunas cosas y ese fue uno de mis mayores
empujes: no dejar que nadie contase la historia por mí. Además, creo que
Alberto merecía leerlas, no tenía sentido escribirlas más tarde, es una
satisfacción compartida: para él, poder hacerlo y para mí, saber que lo ha
hecho. Le consulté cómo o en qué forma quería que contase su lucha contra la
depresión, los momentos más oscuros, pero él me dio total libertad, me dijo que
confiaba plenamente en mí y que sólo leería el original cuando estuviera
terminado. Y así lo hizo: un día, llegué a casa y sólo me dijo “ya lo leí,
Mayra”, y cuando le pedí que me explicase qué le había parecido apostilló “he
llorado”. ¡Fue un gran alivio porque vi su emoción y reconocimiento!
Como
no podía ser de otra manera, el Un, dos,
tres ocupa gran parte del libro (“quería que el público conociese el backstage”), ese programa mítico cuya
grandeza se refuerza con el paso del tiempo (“fue el último programa que se vio
en familia”), ese espectáculo que, bajo la batuta certera e incluso implacable
de Chicho, Mayra condujo con sabiduría y pulso firme en un momento en que no
había pinganillos ni teleprompter, ausencias que aún complicaban más un
programa que en sí mismo era como varios en uno solo.
P.-
Muy pocos pensaban que saldrías airosa del reto…
R.-
Sólo creían en mí Alberto y Chicho, todos los demás esperaban que me diese el
batacazo… ¡Una mujer al frente de un concurso y, para colmo, el buque insignia
de TVE! Además, como en este país todo se veía por parcelas, se pensaba que la
que presentaba un programa infantil no podía dar el salto a otro tipo de
contenidos… Todos tenemos límites, por supuesto, pero sólo los que el talento
nos pone. Por fortuna, las mujeres se convirtieron en mis mejores aliadas, al
margen de los niños, claro.
P.-
¿Cómo fue esa primera bajada de escalera?
R.-
¡Lo peor fue el temblor de manos e intentar disimularlo! Pero en cuanto comenzó
la grabación todo fue fluyendo y me fui relajando… Era consciente de que me
habían regalado un caramelo envenenado que bien podía elevarme o hundirme sin
remisión. ¡Es algo que también experimentó Andy García y caigo en la cuenta de
que no lo he contado en el libro! Trabajó con mi madre cuando era jovencito y
siempre fue un encanto con ella; en una ocasión coincidimos y le pregunté qué
sintió cuando le llamaron para El Padrino
III y me dijo exactamente lo mismo: no puedes dejar pasar esa oportunidad
aunque seas consciente del riesgo que comporta.
P.-
Y, tras muchos años sin responder a nada relacionado con tu salida del Un, dos, tres o a tu ausencia en el
programa del vigésimo aniversario, lo explicas con mucha calma en el libro…
R.-
Como decía, esa era una de mis intenciones, pero sin reproches, sin escarbar en
la herida: sencillamente, contando las cosas como las viví. Ahora que Chicho y
yo volvimos a acercarnos y dejamos claros los malentendidos era la ocasión
perfecta para contarlo y creo que he sido bastante justa con todo el mundo.
Con
esa misma calma y con esa misma honestidad, sin victimismos pero sin
eufemismos, Mayra aborda el asunto de sus dos enfrentamientos al cáncer, de sus
dos victorias sobre la devastadora enfermedad que, a pesar de las visibles
secuelas físicas, no ha impedido que, en contra de los pronósticos, siga
sonriendo y comunicándose.
P.-
Cuentas este episodio casi desde la asepsia, pero llamando a las cosas por su
nombre…
R.-
Mi sentido del humor es a prueba de bombas, no puedo evitar llevarlo todo al
tono más distendido posible, sin tomarme a broma lo que no debe ser tomado de
esa manera, por supuesto. En este caso, puedo afirmar en primera persona que el
enfermo sólo quiere la mayor normalidad posible, que no podemos ocultar lo que
sucede ni evitar pronunciar la palabra maldita, que eso supone una carga tan
amarga como el propio cáncer.
P.-
Echas por tierra con apabullante sencillez ese mito de “mucho ánimo y alegría,
que eso cura más que los tratamientos”, te consientes lágrimas lo que no impide
que plantes cara a la adversidad…
R.-
¡Claro que sí! Es que dar palmaditas en el hombro, decir frases bonitas es como
un castigo, como si no te comprendiesen, parece que estás obligado a poner
buena cara y que quejarte está mal. A más de uno, cuando se comporta así, le he
dicho “pierde primero el pelo por efecto de la quimioterapia y ya luego me
cuentas lo contento que estás”. Si mi testimonio puede servir para reconfortar
a alguien, y al mismo tiempo para demostrar que no pasa nada por protestar
cuando vienen mal dadas, me doy por satisfecha.
Y
bien puede estarlo al comprobar que incluso las generaciones posteriores al Un, dos, tres la quieren, respetan y
consideran parte de su vida, de recuerdos heredados que sienten como propios.
Ella, que no necesita apellidos para ser identificada –“mi nombre es raro, las
cosas como son”- y que está pletórica por las muestras de cariño que recibe constantemente,
“aunque sólo espero sobrevivir a la promoción, jajaja”. A buen seguro, aún nos
dará ocasiones para celebrarla y aplaudirla, pero… ¡hasta aquí puedo leer!