Durante el tiempo en que, a trancas y
barrancas, arañando minutos aquí y allá para poder desarrollar el asunto (siempre
a contrarreloj, esquivando el desinterés de quien, por otro lado, me había
pedido que lo hiciera –pero, claro, pronto se dio cuenta de que su verborrea no
era necesaria y entonces el trámite había que pasarlo a velocidad de crucero
para ir a otra cosa-), pude poner en marcha en la radio una sección llamada La hora del lector (intentando recuperar
el espíritu y plagiando el nombre de aquel estimulante programa que Luis
Carandell –y posteriormente, Olga Barrio- presentaba en la tantas veces añorada
TVE, cuando la cultura brotaba espontáneamente en la parrilla y a cualquier
hora, de hecho éste se emitía a las ocho de la tarde–aunque mi auténtico sueño
sería poder repetir tal cual ese formato en que el invitado no venía a hablar
de su libro, sino de uno que hubiese leído, ¡la de títulos que anoté y descubrí
de ese modo!-), en aquellas charlas que me vi obligado a emitir troceadas y
recortadas para no invadir el espacio, haciendo hincapié en que el personaje
interesaba también y mucho como lector (por ello, no sólo desfilaron escritores
como Eduardo Mendicutti, Scott Turow o Nuria Barrios, sino los buenos amigos Fernando
Cayo –quien explicó a la perfección cómo asume la lectura de guiones u obras de
teatro antes de optar por un trabajo u otro- y Jacobo Dicenta, un productor e
intérprete inquieto como Carlos Sobera –más allá de su imagen televisiva- o un
respetado y querido colega como Ramón Sánchez Ocaña), la conversación siempre
concluía con “la pregunta del millón” (y el irónico, jocoso y fantástico José María
Pou, justo cuando daba una nueva muestra de su magisterio encarnando a Orson
Welles –precisamente escribo en el día en que hubiese cumplido 100 años, tal
vez el único momento en que algunos se acuerden de su nombre-, retrucó “¿me lo
pagas si acierto?”), ese interrogante que, querámoslo o no, no tiene una única
respuesta porque depende de estados de ánimo, del momento en que se haga, de
cómo nos sorprenda, esa terrible pregunta (porque en el fondo nos pone en la
cuerda floja, nos enfrenta a nuestro recorrido libresco y queremos hacerle
justicia, porque en muchas ocasiones se responde más de cara a la galería que
con auténtico sentir lector) que suele formularse en los términos “¿cuál es tu
libro favorito?” (en las ondas prefería que el invitado respondiese cuál era el
que más veces había regalado o el que sentía muy adentro o el que recomendaría
en esos momentos o ese que nunca iba a olvidar, cada uno ponía los adjetivos
que considerase pertinentes a la hora de explicar su decisión, daba muchas
opciones porque se trataba de ir construyendo una biblioteca ideal con las
aportaciones de personas conquistadas por la letra impresa, no de un examen
para saber quién era el más listo de la clase). En millones de cuestionarios
suele aparecer la misma cuestión con el añadido de una isla desierta (¿Qué
libro te llevarías?) y en una ocasión (por desgracia, no recuerdo quién) alguien
respondió que no podía escoger ningún título porque la lectura de cualquiera le
llevaría a evocar, anhelar, pensar en otros y el suplicio de no poder
echártelos a la vista y al corazón sería aún peor que el de estar condenado a
imitar a Robinson Crusoe (y sin un Viernes cerca con el que soportar la
condena) –por cierto, nunca he terminado de comprender esta pregunta porque si
es decisión propia, o sea si quiero huir del mundanal ruido y ser uno de los pocos
sabios que glosaba Fray Luis de León, seguro que me preparo una biblioteca bien
nutrida entre otras comodidades en ese buscado retiro, pero si tengo la mala
fortuna de naufragar y encuentro cobijo en un islote a lo personaje de viñeta
de Forges, ¿aparecerá entre mis manos el volumen deseado por arte de magia?-.
He pensado muchísimo en esa inteligente
respuesta porque últimamente he acometido varias lecturas que, aunque ninguna
me llevó a la otra directamente, se han ido relacionando entre ellas, por sus
puntos en común, por los asuntos tratados, porque me han pillado en un momento
en que, precisamente, estaba especialmente receptivo a determinados aspectos,
porque tienen vasos comunicantes por los que, a través de los siglos, sigue
fluyendo la savia que los alentó, la realidad que los motivó (o que, sobre
todo, intentó que no salieran a la luz), son el mejor testimonio del modo en
que a la mujer se la relegaba a un papel secundario (seré benévolo: lo
escribiré en tiempo pretérito aunque el talante, el sentir, las políticas
directa y plenamente discriminatorias no han hecho sino adquirir nuevos bríos y
maneras de atacar, incluso auspiciadas y sancionadas por leyes, tantas veces
reprobadas sólo con la boca pequeña por los que podrían y deberían extirparlas
de raíz, amparadas en el silencio cómplice que es en sí mismo un delito), cómo
se cumplía a rajatabla el lastimoso dicho “con la pata quebrada y en casa”,
cómo se la sojuzgaba, cómo se la consideraba una propiedad, un derecho, cómo se
le negaba cualquier aspiración (y, a pesar de eso, tal vez precisamente por
eso, la Historia está llena de mujeres fascinantes, poderosas –no sólo en el
sentido del acumulado, del ostentado, sino del que emana de cada quien-,
inteligentes, osadas, que han hecho avanzar el mundo, que lo han enriquecido,
aunque no se deje de lamentar cuántas potencialidades se han quedado sólo en
eso, cuántas carreras se han impedido, cuánta riqueza se ha desperdiciado). Puede
decirse que todo comenzó con la lectura de un texto delicioso que, como tantas
veces, Pablo rescató, un título hoy prácticamente inencontrable (aunque hay
ediciones más o menos recientes que aún pululan por ahí) que en su época causó
auténtico furor (se publicó por primera vez en 1898) y que, precisamente,
apareció anónimamente, puesto que su autora prefería pasar inadvertida, en gran
parte para no ensuciar el apellido familiar, para no llamar la atención, porque
no estaba bien visto que una mujer (especialmente ella, casada con un
aristócrata prusiano) se dedicase a esos asuntos (ni a ninguno creativo,
artístico, intelectual): Elizabeth y su
jardín alemán de Elizabeth von Arnim, más o menos popular en estos momentos
gracias a Un abril encantado (aunque
de la película protagonizada por Miranda Richardson ya haga más de veinte años,
demasiados para la velocidad y el ansia de constante novedad que se ha impuesto
como forma de vida). Estas breves memorias de sus primeros años en la propiedad
familiar de Nassenheide en Pomerania son un testimonio vivaz y agudo, escrito
con brío y complacencia, por el puro deleite de narrar, una confesión
emocionante por honesta, por prístina, por delicada, por bella (en el sentido
más estético del término) de una mujer que crea literatura porque tiene mirada
lectora y un talento natural para escoger las palabras más certeras, para dejar
fluir sus emociones, sus pensamientos, para transformar un momento rutinario y
muy personal en algo inolvidable que nos implica e importa, para convertir su
intimidad en paradigma, para, sin darse ninguna importancia, enhebrar una
historia con mucho trasfondo, con un interlineado apabullante y revelador.
“¡Qué mujer tan feliz soy viviendo en un
jardín, con libros, niños, pájaros y flores y todo el tiempo del mundo para
disfrutarlos! Y sin embargo mis conocidos lo ven como si estuviera en una
prisión, o enterrada en vida, y no sé qué otras cosas; cortarían el aire con
sus alaridos si se vieran condenados a una vida así. A veces siento como si
hubiera sido agraciada entre mis congéneres por poder encontrar tan fácilmente
la felicidad. Sólo necesito que brille el sol para sentirme bien, y en un día
radiante sería feliz incluso en Siberia. ¿Y qué placeres puede ofrecer la vida
de la ciudad equiparables a la delicia de cualquiera de las apacibles noches
que he pasado este mes, sentada a solas en los escalones de la terraza, rodeada
por el perfume de los brotes de alerce y la luna de mayo colgada bajo las
hayas, y el hermoso silencio que se hace todavía más profundo en su paz con el
distante croar de las ranas y el ulular de los búhos?”. Uno, que es urbanita
convencido, que nunca ha experimentado los supuestos placeres de la paz
campestre, que reconoce su alma burguesa en lo que a estar cómodamente
arrellanado en el sillón escogido con un libro entre las manos, no puede menos
que sentirse conmovido y reconocido en esta declaración de intenciones que hace
Elizabeth von Arnim ya en las primeras páginas, especialmente cuando no mucho
después cuenta una cena en la que coincide con las esposas de algunos vecinos,
todas extrañadas de que haya soportado el invierno en la finca, “apartada de todo
el mundo y en ocasiones aislada por la nieve durante semanas”, casi indignadas
porque ella se declara feliz ante lo que las demás consideran un encierro,
negando la posibilidad de sentirse dichosa en semejante situación, y ella les
explica que ha dado paseos en trineo, ha patinado, compartía el tiempo con sus
hijos y tenía muy a mano “estantes y estantes llenos de… -Iba a decir libros
pero me detuve. La lectura es una ocupación de hombres; para las mujeres es una
reprobable pérdida de tiempo”. ¿Han sentido el cosquilleo? Es inevitable
sentirse cómplice de alguien que lee porque no le parece posible poder hacer
otra cosa, una persona dispuesta a silenciar su pasión, a coartar sus loas, a
negar su afición delante de los demás, pero no a ignorarlo, a cruzar la frontera
de lo prohibido, a reírse en privado de los prejuicios, de las imposiciones, de
los inquisidores (e inquisidoras, muy importante aquí la distinción de género a
la hora de calificar; de hecho, una amiga que la visita una Navidad coincide en
la finca con Minora, amiga de una amiga de Elizabeth, la cual le ruega
encarecidamente que la reciba porque no tiene otro lugar al que ir en fechas
tan señaladas –y von Arnim, el marido al que ella nombra en el texto como “el
Hombre Airado”, al escuchar que en la carta se la presenta como “muy
trabajadora” afirma que “eso significa que no es bonita. Sólo las mujeres feas
trabajan duro” y cuando se añade que “es muy inteligente” completa la
brutalidad verbal con un “no me gustan las chicas inteligentes, son tan
estúpidas”- y cuando ambas coinciden y se entera de que Minora viene dispuesta
a escribir un libro no puede por menos que decir “¡esto es peor de lo que
imaginaba! Una chica rara puede ser un aburrimiento entre buenos amigos, pero
generalmente una puede soportarlo. Pero una chica que escribe libros… ¡pues eso
no es muy respetable!”).
Y se dio el caso que, de Elizabeth von Arnim
(también leí Un abril encantado, pero
ya le dedicaremos espacio en otra ocasión), pasé a un título que recomendé no
hace mucho en Celuloide y Candilejas, la página que Pablo creó: El sabor de las penas de Jude Morgan,
una apasionante novela sobre la vida y obra –imposible disociarlas- de mis muy
admiradas hermanas Brontë (http://pablovilaboy.wix.com/celuloideycandilejas#!LAS-HERMANAS-BRONT%C3%8B-Sangre-en-el-papel/c1kod/55292df20cf21d84af948c1b
), tres mujeres que se enfrentaron a todo, que puede decirse dieron la vida por
sus escritos, que se mantuvieron firmes en su propósito, que se volcaron en las
palabras que salían de su pluma con furia, como un torrente imparable, como
única opción de vida, continuando el juego infantil de crear un mundo propio e
imaginado al que volver tangible a través de la escritura, empapándose de
realidad para dar aliento a algunas de las páginas más tormentosas y
atormentadas que puedan hallarse, también de las más rutilantes y maravillosas.
E inmerso como uno está en el año de Santa Teresa, la encuentra reavivada en Malas palabras de Cristina Morales, del
que hablábamos no hace mucho (pueden encontrar en este mismo blog la reseña
publicada a mediados del mes de abril), y, tal y como ella misma hace en
abundantes ocasiones a lo largo de su Libro
de la vida (del que en breve daremos cumplida, merecida y necesaria
cuenta), la Santa, la escritora, duda, teme, recela, porque no se tiene por
letrada, porque no se cree merecedora de tantos dones y satisfacciones (“Sea el
Señor bendito por todo, que a una como yo quiere y consiente hablar en cosas
suyas, tales y tan subidas”) y así podemos leer, resultando muy creíble que Teresa
de Jesús se dirigiese en esos términos a su confesor, “pensará vuestra
reverencia (…) que hago literatura, como una dama cualquiera aburrida de festines
que se lanza a las novelas”, teniendo muy en mente que “la Inquisición, si
quiere, me procesará por el hecho de ser una mujer y escribir sobre Dios, y ni
eso: por ser una mujer y escribir, por ser una mujer y leer. Por ser una mujer
y hablar”. ¡No se lo crean: no hemos evolucionado tanto! (pero, le pese a quien
le pese, podemos seguir leyéndolas y esa es la mejor de las venganzas –aunque soy
consciente de que la abulense no compartiría este sentimiento y diluiría el
posible rencor en versos encendidos-).