Ya he contado en otras ocasiones que lo mío
con el periodismo fue un amor a primera vista pero no supe considerarlo como
tal, tan sólo me parecía una afición, un disfrute como lector, oyente o
espectador, algo que ni de lejos me planteaba como futuro profesional (dicho
por lo de trabajar en ello, no que me esté llamando algo que, en realidad,
siempre seré, es decir, “futuro profesional”, eterno aprendiz de un oficio en
el que hay que estar reinventándose cada día, en el que siempre queda casi todo
por aprender); fue un mundo que me cautivó mucho antes de elegir carrera
universitaria (hasta que se cruzó en mi vida Luis Landero, a la recurrente pregunta
de qué sería de mayor siempre respondía que abogado o catedrático –aunque no
tuviese nada claro de qué ni en qué consistía, tan sólo era parte de mi sueño
de estar rodeado de libros-), me sentía atrapado por él sin ser capaz de
discernir que lo que ahí latía era mi auténtica vocación, todo lo relacionado
con la radio y la televisión me resultaba enormemente atractivo, fingía
intervenciones en los programas que escuchaba, fabulaba con estar en un estudio
o en un plató, imaginaba programas (incluso “presenté” uno vinculado a la
publicación semanal en la que nos divertíamos y aprendíamos con Petete, era mi
manera de entretener la espera antes de comer para regresar después al colegio),
quería formar parte del Un, dos, tres
pero por ganas de participar en ese programa maravilloso no porque sintiese que
ese mundillo me llamaba imperiosamente –o al menos no era consciente de ello- (por
encima de todo, como expliqué cuando tuve la oportunidad de charlar con ella
con motivo de la publicación de sus memorias, quería ser Mayra, es decir, vivir
la experiencia de llevar el timón de un espectáculo de semejante calibre
-recuerdo que, cuando glosaba sus para mí indudables méritos, cuando cantaba
sus excelencias, siempre hacía hincapié en que era periodista, llave maestra
que le permitía pasar de un programa infantil a un concurso que requería una
amplia cultura para poder abordar el tema de cada semana más allá del guión o enfrentarse
a cualquiera de las tareas que asumía con esos aplomo y efectividad que
desplegaba como si no le costase-), me lancé a leer periódicos (bueno, en
realidad cualquier cosa que caía en mis manos) compulsivamente, buscaba los
artículos de opinión con fruición, leía cualquier tipo de reportaje sin
discriminar, sin faro orientativo que me ayudase a discernir, aprendiendo
intuitivamente, absorbiendo como una esponja, y es que lo mismo me daba que se
tratase de alguna de las revistas políticas del momento –Cambio 16, Época,
Tiempo, Tribuna (gracias a una compañera de trabajo del tío Miguel todas
llegaban a casa)- como de otro tipo de publicaciones –Interviú, Pronto, Lecturas,
nada estaba prohibido en casa aunque Hola no cayese demasiado bien porque era “la
revista de los pudientes” (tampoco crean que las leía con siete años, ¿eh?,
pónganle al menos diez, aunque es cierto que cualquier cosa que tenía letras
despertaba mi curiosidad desde que tengo memoria y así lo confirma todo el
mundo en casa –sí, puede parecer precoz e inadecuado, pero la mayoría de las
cosas se escuchaban en el Telediario y nadie tapaba los oídos de los chavales-),
teniendo así la primera toma de contacto con el entonces aún tibio y casi
ingenuo circo mediático montado en torno al asesinato de los marqueses de
Urquijo o a cómo se narró todo lo concerniente a la conocida como “dulce Neus”,
por no hablar de la intoxicación por aceite de colza desnaturalizado, esa
canallada que provocó centenares de muertos y demasiados miles de afectados
(uno solo ya hubiese sido un crimen), o de la tragedia vivida en el camping de
Los Alfaques, sucesos susceptibles todos ellos de ser teñidos de amarillismo y exacerbarse
y recrearse en sus aspectos más escabrosos, no hemos cambiado tanto, pero sí es
cierto que también en esas páginas se nota el descenso en la calidad, el
descuido, el lenguaje desaseado, la escasa o nula ética periodística empleada,
antes daba tiempo a recrearse con una prosa que enseñaba a contar, a plasmar
atmósferas, a especular pero partiendo de hechos, de investigaciones, captando
el color local, narrando con efectividad y oficio, en definitiva, un
aprendizaje rudimentario pero lo más ecléctico posible acerca de los distintos
géneros, tonos y secciones periodísticas.
Y el caso es que, como también he contado
por activa y por pasiva en cuanto he tenido oportunidad (soy muy redundante,
incluso dentro de la misma frase: al modo de Escarlata O´Hara, a Dios pongo por
testigo de que hago propósito de enmienda casi cada hora pero luego vuelvo a
dejarme llevar y resulto incontenible e incluso incontinente), un buen día me crucé
con Luis Landero en el instituto en que impartía clases de Literatura y creaba
lectores apasionados antes de que sus propias novelas le facilitasen el trabajo
(ya hablaremos dentro de poco de una obra que es un inmenso placer leer) y él
supo sacar ese periodista que pugnaba por salir a la superficie y al que yo,
absurda e irracionalmente, me había empeñado en acallar, en no poner en valor,
en dejarle exponer sus razones para ver si me convencían. Y, echando la vista
atrás, no fue difícil darme cuenta de lo cegato que estaba (sí, ya, soy miope
desde que tenía diez años, pero se supone que de cerca veo fenomenal –de hecho,
las gafas me estorban cuando manejo el móvil o leo letras muy pequeñas-), de
cómo esquivaba los requiebros del oficio no sólo como consumidor de información
sino en mi gusto por ficciones que, aunque no podía apreciar en su totalidad
por mi inexperiencia y corta edad, me parecían irresistibles como Lou Grant (esa serie que debería formar
parte del temario de cualquier lugar en que se pretenda enseñar periodismo), Todos los hombres del presidente (nunca
olvidaré lo mucho que temblé la primera vez que la vi, en televisión, junto a
los tíos, sin comprender muy bien por qué me interesaba tanto aquel embrollo
que no terminaba de comprender, del que apenas conocía más que un nombre fácil
de retener –Nixon-, pero del que no podía despegar la mirada) y una serie de TVE
que, precisamente, se emitió un año antes de que Landero me preguntase “oye,
¿tú no has pensado en ser periodista”: Página
de sucesos, la misma que he revisado recientemente (aunque sólo recordaba a
su trío protagonista y algún detalle muy secundario).
Programada en esa hora mágica de los viernes
por la noche en que todo predisponía a la diversión, al ocio, a la libertad, a
quitarse de encima las obligaciones, tenía un mejor recuerdo de esta supuesta
crónica de la peripecia de periodistas que se dedican a redactar la de sucesos,
en realidad una mera excusa para reunir unas cuantas historias (algunas
inspiradas en crímenes celebres) con un mínimo hilo conductor del que se
encargaban los personajes interpretados por Patxi Andión, Iñaki Miramón y María
Asquerino, más algunos secundarios que tenían más o menos presencia según el
capítulo. Con el esquematismo y sosería habituales en Antonio Giménez-Rico, su
director, la serie queda como un somero y mínimo acercamiento a un oficio que
dio páginas gloriosas a la profesión como lo demuestran los nombres de
Margarita Landi, Antonio D. Olano, Enrique Rubio, Francisco González Ledesma o
tantos otros que dignificaron un género que cimentó las bases y fue escuela, durante
muchos años la única posibilidad de desarrollar y practicar un periodismo de
investigación; a pesar de ello y de su escasa enjundia dramática, Página de sucesos se ve con esa
nostalgia que agrada, evocando aquella mirada ingenua de entonces, volviendo a
admirar a los pioneros a los que quiere homenajear, aplaudiendo a un puñado de
actores irrepetibles (quienes, por desgracia y salvo muy contadas excepciones,
se limitan a encarnar arquetipos, personajes sin dimensiones, son meras
apariciones), esos repartos soñados en que coincidían Luis Escobar, Margot Cottens,
Alicia Sánchez, Chus Lampreave, Amelia de la Torre, Aurora Redondo, Margarita
Calahorra, Juan Diego, Álvaro de Luna, Sancho Gracia, Asunción Balaguer, tantos
y tantos, incluso un Juan Echanove antes de despuntar en Turno de oficio, una Marisa Porcel mucho antes de hacerse
enormemente popular como la Pepa de Escenas
de matrimonio o un niño prodigio llamado David Zarzo. Aunque sólo sea
porque, sin sentir sus efectos, fue parte del abono que dio fuerza a lo que
quería germinar tanto tiempo atrás, ha sido emocionante reencontrarse con aquel
chaval que, en realidad, sigue muy presente y muy vivo en mi ánimo y en mi
entrega a una profesión que jamás podré abandonar (y de la que sigo
enamorándome cada día, con brío renovado gracias al empeño de Pablo por volver
a sentarme frente a un micrófono en un estudio de radio, tal y como sucede cada
semana en Destino: Wonderland en Onda
Arcoiris - http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/cultura-lgtb/autor/708-destinowonderland
-).