No es la primera ocasión en que tengo delante
a alguien a quien sólo puedo mirar con ojos llenos de admiración por la labor
que desarrolla, la profesión me ha puesto en varias ocasiones en el camino de
una persona para la que la palabra “héroe” se me queda pequeña: gente que lo
entrega todo sin esperar nada a cambio, que lucha contra las injusticias,
contra la desigualdad, contra la miseria, contra el dolor, contra las
catástrofes, gente que se involucra, se la juega, se implica, actúa, se coloca
en primera línea, sin temor al fuego cruzado, a la violencia, al escaso o nulo
valor que tiene la vida humana en determinados lugares (cada vez más numerosos,
no se trata sólo de contabilizar cadáveres, ese es el último extremo, hay
muchas maneras de asesinar, algunas lentas y perversas, como bien cantaba Massiel
“una firma, un disparo, tanto nos da”), gente que (así lo señalan: es uno de
los atributos del verdaderamente valiente) mantiene el miedo a raya para no
paralizarse, lo exorciza tomando la dirección contraria a la que la prudencia y
el anhelo de seguridad aconsejarían, pasan por encima de cualquier otra
consideración abandonando lo cómodo, los privilegios, una cama caliente y una
nevera con alimentos para procurar el bienestar de los demás, para ayudar, para
facilitar, para intentar que el mundo sea un poco más habitable, para cubrir
una pequeña parte de las necesidades más básicas, esas que se dan por hechas,
esas que no se valoran porque se tienen satisfechas. Como ya me ha sucedido en
esas oportunidades que ahora evoco, Paula Farias no puede evitar una sonrisa
cansada con la que quitarse la importancia que le da el que contempla, el que
no se ve capaz ni de lejos de hacer algo como lo que ella hace a diario, la
expresidenta de Médicos sin Fronteras asume con cierta resignación la aureola
con que la recubre alguien (un servidor) que tiene demasiado bajo el umbral del
dolor, especialmente del anímico, del que carcome, del que deja sentir su huella
mucho tiempo después de haberse producido la herida, la actual coordinadora de las
labores de rescate que la organización desarrolla en el Mediterráneo está acostumbrada
a que la celebren con epítetos gloriosos y sabe quitarles importancia de un
plumazo, no se considera mejor que nadie, “es lo que toca hacer y se hace: por
mucho que pienses lo contrario, reaccionarías igual si te vieses sobre el
terreno” (pero, a pesar de lo que cuenta y del modo en que sabe hacerlo llegar,
sigo creyendo que los cooperantes son de otra raza, que hay que tener unas
cualidades de desprendimiento, empatía y fortaleza que, por mucho que me empeñe
y por mucho que pueda parecer que tengo desarrolladas –especialmente las dos
primeras-, jamás lograré poseer en ese grado).
Hace ya diez años, Paula Farias publicó Dejarse llover, una breve novela que ha
reeditado Suma de Letras al haberse estrenado su versión fílmica a cargo de
Fernando León de Aranoa, titulada Un día
perfecto, un proyecto que ha estado fraguándose casi desde aquel momento: “Conocí
a Fernando justo cuando se publicó la novela porque él ya estaba participando
en Invisibles [película nacida como
homenaje a la labor de Médicos sin Fronteras en la que participaron cinco
directores], trabajando en el norte de Uganda para hablar sobre los niños
soldado y nos encontramos en un lenguaje muy común. Le atrajo en seguida ese
punto irreverente que tenemos los cooperantes, poder contar cómo somos de
verdad, sin mitificaciones, sin compararnos con misioneros, sin sufrimientos.
Partió de las imágenes que evoco en la novela, hubo un primer guión muy
aproximado a la historia tal cual, pero no funcionaba porque el cine no puede
permitirse la pausa que la literatura facilita, se precisaba más acción, más
personajes,… aparecieron otras situaciones y otras anécdotas aunque hubiesen
pasado en otros lugares; por insólito que algo pueda parecer, creo que hay muy
poco inventado en la película, ¡incluso hubo cosas que se rebajaron para que
fuesen verosímiles!. Lo importante era que Fernando se apropiase de la
historia, como ha hecho, y la transformara en algo suyo, no se puede narrar
igual con palabras que con imágenes”. Y si bien es cierto que León de Aranoa ha
recuperado parte del pulso que parecía haber perdido con Amador, esa película que se atascaba en los primeros minutos y se
veía incapaz de remontar el vuelo, querer alejarse del tono y estilo que le
dieron popularidad y prestigio (las lacerantes y espléndidas Barrio y Los lunes al sol) ha dejado esta cinta a mitad de camino de lo que
podría o debería haber sido, un filme que se ve con facilidad e interés pero
que provoca desapego, que deja poco rastro (por mucho que la complicidad entre
Tim Robbins y Benicio del Toro funcione con gran efectividad, por mucho que el
carisma de cada uno se potencie al contacto con el otro y el espectador no
pueda sino sentirse atrapado e implicado) porque carga demasiado las tintas en
lo cómico, en ocasiones parece buscar sin más el chiste, la carcajada, no
querer perturbar al público; sí, Paula Farias reconoce ese talante en sí misma
y en sus compañeros, pero una cosa es cómo lo vive cada uno y otra muy distinta
cómo se ofrece a ojos extraños, cómo resulta forzado el cambio de registro,
cómo se rehúye el dramatismo implícito del texto original –o cuando menos cómo
se arrincona o atenúa-, por mucho que el retrato que ambas estrellas llevan a
cabo sea creíble, muy realista, dos camaradas que llevan toda la vida envueltos
en semejantes fregados, un modo habitual de comportarse entre los cooperantes: “Son
personas que están a su faena, no se les puede poner más carga emocional que de
la que quieren tener, están trabajando, pensando en la tarea que tienen que
llevar a cabo; los que hacemos cooperación rechazamos esa intensidad que
continuamente nos atribuyen, parece que estamos todo el día con el dramatismo a
cuestas, al borde del abismo, dejándote la vida, y así no es posible trabajar.
Hay algunos que no saben salir de ese papel que se han adjudicado a priori y
hay que hacerles espabilar porque, además, es obsceno estar en un lugar así y
permitirte pensar que comprendes lo que les está pasando y, para colmo, ponerte
más dramático aún; esa actitud es una auténtica falta de vergüenza porque si
las cosas no van bien te vuelves a lo confortable, a la comodidad en que has
nacido, es una falta de respeto total hacer el numerito. Lo normal es un
ambiente de equipo bestial, la sensación del codo con codo, tenemos un punto
gamberro, pero hay una enorme cohesión de equipo, nos sentimos como los legionarios
en Astérix, “¡en posición tortuga!”, y así vamos a por todas y movemos
montañas, es una energía positiva, no en lamento o pesadumbre, porque juntos
podemos con todo”.
Dejarse
llover es una historia muy sutil, aparente y engañosamente leve, un
cuaderno de notas que, a pesar de la urgencia, de ir brotando sobre la marcha, de
nacer cuando las emociones aún están funcionando a pleno rendimiento, esboza con
la necesaria distancia lo que pasa por la cabeza de una persona situada en pleno
conflicto, da pinceladas certeras y tenues (jamás brochazos furiosos) para que
el lector se deje llevar (y llover) por la cadencia de una prosa tenue (por lo
sencilla y delicada) que dibuja atmósferas en las que detenerse e ir rellenando
los huecos, masticando los silencios, asumiendo realidades, deteniéndose en las
páginas en blanco para reposar, para meditar, para no precipitarse: “Me alegra
mucho que lo digas porque quería contar ese silencio de las guerras: entre las
bombas, entre tanto ruido, hay mucho tiempo, hay mucho espacio en el que pasan
muchas cosas cotidianas, y eso es lo que yo quería contar. Busco y provoco esa
pausa que, en realidad, es mi forma de escribir: midiendo el ritmo, la
puntuación, que haya cadencia, si me apuras es buscar algo de poesía en la
prosa; aunque esta novela lo busque, siempre parece que escribo con metrónomo,
me sobran cosas porque no entran en el ritmo no porque la frase no las necesite”.
En ese sentido, reconoce el magisterio de su padre, Juan Farias, finalista del
Nadal en 1965, reconocido autor de literatura infantil y juvenil (Premio Nacional
en esta categoría en 1980 con Algunos
niños, tres perros y más cosas), alguien que “hacía prosa poética aunque no
lo pretendiese, buscaba la palabra precisa tanto en significado como en tiempo,
y tal y como él me enseñó no quiero que sobre nada, procuro que no haya paja, hay
mucho trabajo de ir puliendo, de quitar capas, dejando sólo un trocito pequeño
pero sabroso. Son notas de campo que se van reduciendo hasta la frase que mejor
define y el argumento es una mera excusa para transmitir sensaciones”. Una de
las características que más sorprende y al mismo tiempo cautiva de Dejarse llover es la distancia que la
autora sabe tomar con los acontecimientos narrados, una cierta frialdad que
consigue traspasar con más intensidad que si recurriese a un vocabulario
extremo, a una adjetivación grandilocuente, a un tono exacerbado y muy
trillado, a la repetición de determinados tópicos, es una prosa que cala por
calmada e irrebatible, porque permite respirar pero va acumulándose hasta que
asfixia al lector sin que éste quiera impedirlo ni suelte el libro: “Todo lo
que voy viendo, lo que me va pasando, lo voy transformando automáticamente en
una narración, en un cuento, lo escribo todo y así me lo guardo, es mi manera
de tomar fotografías. Pero la distancia ya estaba ahí, desde su propia esencia,
sale de las tripas pero se transforma en el cuento que quieres contarte para
explicarte lo que ocurre: no coloco bien las cosas hasta que no me las cuento,
soy así. Escribo para saber quién es cada pieza del cuento, no lo hago por simplificar,
al revés: lo que no puedes transformar en un cuento es porque no lo has
comprendido bien, porque no has llegado a la esencia de lo que te está
ocurriendo, es un ejercicio muy sano intentar encontrar el cuento y en estas
situaciones de conflicto es más fácil ver el cuento que hay debajo porque,
emocionalmente hablando, hay mucho menos ruido, las cosas están muy a flor de
piel, expuestas sin tapujos; en general, en el día a día, hay demasiadas capas,
la cebolla es muy compleja y hay factores de confusión que te despistan”.
Dentro de esa evanescencia que caracteriza
al modo de escribir de Paula Farias (define a los personajes con una frase, por
un mero rasgo, insinúa más que muestra), el paisaje, el escenario, el
continente está absolutamente desdibujado, podría ocurrir en cualquier parte,
aunque es inevitable que el velo no consiga taparlo todo: “No quería situar la
acción, pero no me salió del todo, al final se ven los Balcanes y en parte
comprendí que viene bien una cierta localización; aunque la idea inicial era
abstraerlo completamente, los personajes no tenían nombre, pero fui haciendo
aterrizar cosas, ya que de otro modo me quedaba demasiado en el aire y regresé,
sólo un poquito y en parte, al lugar en que nació la historia, pero nunca quise
contar los Balcanes en sí. De hecho, Fernando se planteó ubicar la película en África,
pero había cosas que no funcionaban y al final volvimos al origen; pero yo
quería narrar esa sensación de vulnerabilidad, la volatilidad de las cosas, ese
constante vivir con miedo: nunca podré olvidar el aire tan denso, había
francotiradores dispersos por todos lados, no sabías qué podía pasar, quise
reflejar esa atmósfera tremenda que se vive como algo natural, hay que tragarse
el miedo porque no queda otra, no se puede vivir asustado permanentemente, todo
eso es algo universal, dónde ocurre no cambia lo que se siente”. Es inevitable
hacer preguntas que no apelan a la Paula escritora sino a la volcada en su
labor humanitaria porque la actualidad así lo demanda, porque el todavía
cercano verano nos ha encogido el alma en demasiadas ocasiones, porque las
soluciones aún no han llegado, porque el considerado mundo civilizado tropieza
cada día, porque se diría que sólo sabemos fracasar: “El mundo ha sido siempre
un lugar tremendamente desigual, pero a veces las cosas se hacen más
mediáticas, nos dan más de cerca, como sucede con los refugiados sirios, por
ejemplo: es fácil empatizar con ellos, se nos parecen tanto, nos duele porque
nos vemos a nosotros mismos. Estoy en primera línea y me parece… no sé, no es
que me indigne, es que me deja perpleja la actitud de Europa, cómo se mira
hacia otro lado; pero cosas tremendas ocurren en muchos lugares del mundo y no
las sentimos igual. Y, al mismo tiempo, también suceden cosas muy hermosas, no
creo que ahora vayan peor, lo que sí pasa es que ahora son más visibles y nos
pillan muy cerca, y el mundo es cada vez más desigual, las diferencias de
siempre se hacen más palpables; pero no me quedo con la visión catastrófica, me
niego a ello”. Y, al mismo tiempo, no duda en señalar con el dedo a los máximos
responsables de que la situación no mejore, antes bien, se agrave a cada
minuto: “La gente que nos gobierna se ha vuelto muy cortoplacista, quizás antes
se tenía otra altura de miras, había una ética diferente, ahora sólo se miran
los resultados inmediatos, lo que pueda afectar a mi micromundo, cómo mantenerme
en mi puesto un rato más. Y eso es lo que da tanta tristeza en las reacciones
de Europa, que nadie está pensando en los críos que están en la frontera, sólo
en su trocito de mundo que cada vez se vuelve más miserable. Antes había una nobleza
que ahora se ve muy poco”.
Y de eso habla Dejarse llover, de personas que no se conforman con que eso sea lo
que hay, que piensan que es posible mejorar, que pelean porque este mundo sea
menos absurdo, menos inhóspito, menos cruel, menos devorador, esté menos
maniatado por imposiciones y restricciones que abundan en el error, por
recomendaciones (con muchas comillas) que frenan, impiden y coartan: “Nos
dejamos llover muy poco, no nos dejamos en paz, nos imponemos una gran cantidad
de normas y a veces están para saltártelas, para ponerlas en tu propia escala y
decidir cuáles aceptas y cuáles no; es un constante en la vida del cooperante:
las trabas burocráticas que te hacen perder innumerables horas en una frontera
discutiendo para que nos dejen pasar el material, para obtener un salvoconducto,
discusiones eternas que son absurdas. Además, la traba suele aparecer muy lejos
de lo que está ocurriendo, en realidad no entiende su propia razón de ser, es
una imposición de salón; no sólo en estos contextos, en infinidad de
situaciones del día a día lo que se decide en un despacho está muy lejos de la
trinchera y por eso sólo te queda abrir mucho los ojos y preguntar “¿de qué me
estás hablando?” e intentar esquivar el obstáculo”. Es una lectura sugerente y
reveladora, que casi deberíamos considerar obligatoria (no como imposición,
sino como forma de despertar, de actuar, de posicionarse, de involucrarse),
empaparnos de esta lluvia que, despacio pero persistentemente, empapa nuestra
mente y nos lleva a preguntarnos qué podemos hacer (y a procurar llevarlo a
cabo).