No es extraño
que titule este escrito recurriendo a esa maravillosa película titulada en
España El crepúsculo de los dioses,
una de las varias obras maestras que dio a luz el ingenio de Billy Wilder (uno
de esos privilegiados que nunca pasa de moda, alguien a quien disfrutar siempre
como si fuese la primera vez pero, al mismo tiempo, con el regocijo del
reencuentro con un querido cómplice), la historia que le hizo recibir los peores
epítetos por “morder la mano que te da de comer” (aunque la sentencia, tal y
como aparece citada en diversos lugares, según se supone que la profirió Louis
B. Mayer, fue más o menos ésta: “¡Deberíamos pegar a ese Wilder con un látigo
para caballos! ¡Deberíamos echarlo de este pueblo que le da de comer!”), el
guión que, firmado junto a Charles Brackett y D. M. Marshman Jr., tituló Sunset Boulevard y que, paradójicamente,
le sirvió para hacerse con el tercero de los seis Oscar que obtuvo a lo largo
de su carrera. No es extraño, como digo, puesto que 2016 ha comenzado bajo los
auspicios de esta inmortal historia, ya que los Reyes Magos han sido muy
generosos (si es que cómo vayan vestidos es lo de menos, pero en esas
trivialidades se enredan los que no tienen ilusión que repartir) y han llegado
con sendas entradas para gozar (porque no podrá ser de otra manera) dentro de
unos meses (en concreto, a principios de mayo) con la recuperación por parte de
Glenn Close del rol de Norma Desmond al que tantos laureles y parabienes debe,
en una versión como recital del musical que Andrew Lloyd Webber (con la
participación en el libreto y las letras de Don Black y Christopher Hampton)
creó, las cosas como son, para Patti LuPone, pero del que la inolvidable
intérprete de Las amistades peligrosas se
apoderó más allá de la propia Gloria Swanson. Ahora bien, tal y como aprendimos
gracias a Michael Ende esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión
(cuando hayamos cumplido el sueño), ciñéndonos al motivo por el que hoy suena
el arpa, la cita resulta igual de pertinente porque nos lleva a la época en que
el cine empezaba su vida, a la revolución que produjo el cine sonoro a finales
de los años 20 del pasado siglo, al modo en que intérpretes destacados y
estelares fueron despojados de su cetro porque su voz no resultaba adecuada,
porque no sabían utilizarla, porque no se adecuaron al nuevo medio, porque
quedaron en tierra de nadie, porque se buscó otro tipo de actores, porque ese
es uno de los asuntos sobre los que trata la muy interesante El hombre que amó a Eve Paradise, novela
galardonada con el último Premio Ateneo de Sevilla que publicó no hace mucho la
editorial Algaida.
Edmundo Díaz
Conde se fija en el Chicago de la Ley Seca (la historia comienza en 1928, tras
un breve prólogo que transcurre en 1900), la ciudad que empezaba a perder
actividad y prestigio en la naciente industria cinematográfica al continuar
anclada en el cine silente mientras que la pujante Hollywood apostaba por la
novedad del sonoro, y en ese escenario principal trenza una historia con ritmo,
energía y constantes sorpresas, un absoluto regalo para el amante del thriller,
del género negro, y también para todo que aquel que ha suspirado en alguna ocasión
(o en muchas) frente a una pantalla. Y Edmundo Díaz Conde tiene la amabilidad
de responder las preguntas que este lector impertinente y curioso le envía a
través del correo electrónico, respuestas que se reproducen a continuación con
pequeñas apostillas para ubicar a los futuros lectores de la novela y
desentrañar lo que a veces podría ser un código restringido a los que ya
conocen su contenido pero, por otro lado, sin anticipar ni desvelar nada que
estropee la lectura, esa que a ratos se hace con la boca abierta, anticipando,
elucubrando, intentando encajar las piezas antes de que el autor dé la
solución.
P.- En una
novela que toca tantos asuntos, ¿cuál fue el punto de partida? ¿Por dónde
comenzaste el desarrollo de lo que ahora es El
hombre que amó a Eve Paradise?
R.- Todo fue
culpa de una amiga maravillosa, a la que, por desgracia, no volveré a ver
nunca. Se llamaba Esperanza y era malagueña. Su abuelo había sido uno de los
más de 8000 españoles protagonistas de la llamada “emigración invisible”,
emigración que tuvo lugar entre 1900 y 1913, rumbo a Hawai. Los plantadores de
caña del archipiélago necesitaban jornaleros baratos y recurrieron a nuestros
compatriotas. A la llamada del Nuevo Mundo fue el abuelo de Esperanza, en el SS Orteric, un buque de carga repleto de
gente humilde; pero sólo el pasaje resultó gratuito. El resto fue pagado con
sudor y lágrimas. Esperanza me decía siempre que escribiera sobre aquello. Tal
vez fue preciso que esa mujer tan especial desapareciera de mi vida para que la
aventura de su abuelo acabase convirtiéndose en el germen de una intriga
criminal en los años locos.
P.- La estructura
de la narración te permite ir dosificando la información, revelar nuevos datos
que sorprendan al lector en el momento oportuno, dejar en penumbra los que
crean intriga, ir dosificando la tensión al romper la cronología, ¿cómo
apareció esa manera de contar la historia, algo que me parece un estupendo
homenaje a la novela negra (y al cine del mismo género) que, en tantas
ocasiones, recurre al flashback como columna vertebral?
R.- Urdir una
intriga negra, precisamente, cuando nace el género, y en su país y ciudad por
excelencia, significaba aprovechar ciertos recursos narrativos e iconos que nos
lo vuelven muy reconocible; pero el asunto era dar otro paso, si era posible.
La secuencia de sucesos primaria gira en torno a la investigación, en 1928 y en
la ciudad de Chicago, de cinco macabros crímenes que siguen patrones comunes;
ahora bien, para que la historia fluyera como a mí me interesaba, era necesario
no sólo echar mano de los flashbacks cinematográficos (analepsis narrativas),
sino de los flashforwards o prolepsis (que son justamente lo contrario). Esto,
que parece muy pedante, en el fondo no tiene nada de especial, y fue la mejor
alternativa que encontré para que la intriga fluyera tan suavemente como una
buena historia lineal, pero, a la vez, de forma mucho más inquietante que una
historia contada de cabo a rabo. Esa, digamos, fue la pretensión. Haberlo
logrado, por supuesto, es otra historia. [lo logra, sin duda, y aunque la
explicación pueda parecerlo, la novela jamás cae en la pedantería, deja fluir
la historia, eso sí, con abundancia de personajes, detalles y subtramas que
convergen en la principal]
P.- ¿Tuviste
claro desde el principio que lo que más te interesaba era el retrato
psicológico de la protagonista, que la época, el momento, su trabajo, todo lo
demás se explicaba y justificaba en función del retrato que dibujabas? [es,
para un servidor, uno de los aciertos más reseñables: no recarga la historia
con elementos innecesarios pero reproduce la época con trazos precisos que
ayudan a comprender un poco más los comportamientos de los personajes, hijos, y
a veces prisioneros, de las circunstancias que viven]
R.- Hubo mucho
trabajo y diseño esquemático desde el principio. Quiero decir que no me volqué
de lleno en una pieza del mecano a pesar, o en beneficio, del resto. Aunque es
verdad que los personajes, y no necesariamente Eve Paradise, fueron el elemento
al que más atención presté, sin olvidarnos de la intriga propiamente dicha. En
este aspecto, tienes mucha razón insinuando que al trabajar intensamente sobre
el corazón y las emociones de los personajes, sobre sus biografías y
cicatrices, el resto deviene comparativamente más fácil. Un poco, supongo, como
en la vida. Comparado con lo tortuoso y accidentado que es el camino del
corazón de un hombre, qué sencillo nos parece todo lo demás.
P.- La anterior
pregunta también quiere incidir en el hecho de que la acción jamás se detiene:
hay una estupenda reconstrucción del contexto histórico pero sin consentir que
éste gane la partida (error, por desgracia, demasiado frecuente en libros que
se anuncian como novelas pero pudieran pasar por tratados, por tesis, por un
alarde en el que el autor da buena cuenta de todo lo que ha investigado).
R.- Sí, eso era
importante, desde luego. Después de Flaubert, qué indecencia que los autores
levantemos el índice y nos hagamos notar de un modo tan pedestre en la trama,
¿no? Siempre en teoría (porque en la práctica, el lector y sólo el lector tiene
la palabra y la verdad), la idea era que el relato, la historia, la intriga y
quienes la protagonizaban, se ganasen la curiosidad emocionada del lector. Los
datos, la atmósfera, la recreación histórica, etc., debían servir de
acompañamiento, de tal modo que los lectores no pensasen que se le había
escamoteado nada por negligencia u holgazanería, ni tampoco que el autor había
deseado apabullarlos de manera pretenciosa. Un diseño, vamos a decir, en
apariencia sencillo, que no pareciera demasiado trabajado y sí lo bastante
encantador.
P.- La nómina de
secundarios es apabullante y muy lograda: dibujas a los personajes a través de
sus comportamientos, por su manera de hablar, los defines por lo que hacen y
dicen, por lo que esconden, por lo que temen, por lo que desean, mucho más que
por descripciones prolijas. ¿Fue algo más o menos premeditado o te fue llevando
a ello la necesidad de que la historia, con sus comprensibles incógnitas,
apareciese lo más diáfana posible ante los ojos del lector?
R.- Una mezcla
de ambas cosas, como bien sugieres. Yo he sido muy lector de novela y de
teatro. Además, ésta es una historia, por diferentes razones, muy
cinematográfica, y, por si fuera poco, todos hemos ido aprendiendo mucho del
cine. Según mi concepción, al personaje, en gran medida, hay que verlo actuar.
Lo contrario, supone retar la inteligencia y la atención de un lector que, en
estos tiempos, suele ser mucho más inteligente visual que verbalmente. Dicho
esto, la propia naturaleza de la historia, con la investigación, el juicio, el
reguero de sospechas y de pruebas, lo pedía. Y, sin embargo, tampoco deseaba
renunciar a una cierta introspección, dado que una de las líneas de fuerza de
la novela era la hipnosis.
P.- En ese
sentido, me gustaría destacar los diálogos: frescos, verosímiles, otorgando a
cada personaje unas particularidades, fluyendo y agilizando la lectura… [es de
esas ocasiones en que los diálogos resuenan en la cabeza del lector, tienen la
musicalidad necesaria, un gran acierto]
R.- Esto tiene
mucho que ver con lo anterior. Realmente no me gustan demasiado los diálogos de
transición, aunque a veces parezcan inevitables. Yo prefiero que los diálogos
no parezcan prescindibles y sí muy humanos. Me atrevo a afirmar que los
personajes no deben hablar como habla la gente; sólo al leer las réplicas y
contrarréplicas debe parecer que nosotros hablaríamos así. Esto es tanto como
decir que el verdadero artificio tiene poco que ver con el realismo; o que la
ficción artística miente de diversas formas para decir verdades. Me gustan los
diálogos eficaces; quiero decir, intensos, humanos, pero que hacen avanzar la
intriga como buenas ráfagas de viento.
P.- La narración
tiene un ritmo claramente cinematográfico, digamos que uno no puede evitar
pensarla en imágenes, en ocasiones casi podría empezar a dibujarse un
storyboard, el montador tendrá muy claro dónde van los insertos del pasado. Al
margen de imprimir vigor y la velocidad adecuada a la novela, ¿ese estilo fue
apareciendo, en parte, como homenaje a aquel mundo del cine que recreas?
R.- Quizá no
debiéramos hablar de homenajes salvo que haya una idea previa, muy asentada, de
homenajear. El diseño de la historia, el modo de contarla y los recursos y
hasta trucos para imprimirle agilidad tiene que ver, en parte, con el modo
propio de contar las historias, el modo en que me siento cómodo. En el caso de El hombre que amó a Eve Paradise, la importancia
que adquiere el cine mudo, en correspondencia con la profesión y el estatus de
la protagonista, es posterior a eso. En realidad, es que siento predilección
por las historias que combinan la agilidad con la inteligencia emocionada. Esta
predilección me impone, como autor-lector, severas prescripciones, como que la
historia nunca debe avanzar a trompicones o, al contrario, que el lector no
debe correr y correr hasta llegar al final con la lengua fuera y exhausto, como
si la novela hubiese logrado una marca, como si se tratara de medir la
intensidad del relato (ni siquiera digo “calidad”) por el tiempo récord en que
ha sido leído.
P.- En ese
sentido, al hablar de un mundo en franca decadencia e incluso a punto de
desaparecer (Chicago perdió la batalla frente a Hollywood, el sonoro se impuso
al mudo), la novela se apropia de una atmósfera a ratos melancólica que
potencia el tormento anímico de la protagonista…
R.- Me gusta eso
que dices. Y parece lógico. Que la novela tenga una atmósfera melancólica, por
momentos, puede responder al hecho evidente de que la protagonista, que jamás
se ha enamorado locamente, está en realidad enamorada de la juventud. Una
juventud que se le escapa. La pérdida de una juventud que afecta al propio
cine, que está volviéndose adulto, y por eso comienza a hablar. Esas
“pérdidas”, que empiezan a vislumbrarse, explican, me parece, el aire
melacólico. Pero, ¿explican el tormento, como tú dices, explican la violencia,
explican la esperanza...? No me permitas que replique [sería maravilloso dejar
replicar a Edmundo, pero tal vez en una conversación más personal porque en
ella convendría destripar los hechos que la novela narra y que no deben ser
explicados ni anticipados a los que aún no la han leído]
P.- Tengo debilidad
por Evelyn [la madre de Eve], es uno de esos personajes fastuosos que te
imaginas encarnando a una de las grandes señoras de la pantalla; me pregunto si
tal vez alguna de ellas revoleteó por ahí mientras le dabas vida…
R.- Era
inevitable tener ciertas referencias cinematográficas que, tal vez, sea más
sugestivo omitir. Grandes films en blanco y negro. En efecto, grandes damas
ficticias de la pantalla encarnadas por actrices que permanecen en nuestro
recuerdo; sin embargo, voy a confesarte que el modelo más genuino fue una dama
de carne y hueso. Al final, debo decir que Evelyn y la dama de carne y hueso no
resultaron tan parecidas, porque los autores, como el doctor Frankenstein,
reconstruimos nuestras criaturas a base de pedazos.
P.- ¿Cómo y por
qué tomaste la decisión de enviar el manuscrito al Premio Ateneo de Sevilla?
P.- Resido en
Sevilla hace casi veinte años. Sevilla en mi hogar, aunque mi tierra será
siempre Galicia. Pocos años después de trasladarme, mi segunda novela resultó
galardonada como única finalista del Premio Ateneo. Tenía una simbólica cuenta
pendiente, yo creo, con uno de los galardones más prestigiosos de nuestro
panorama. Y entonces, 14 años después, va y sucede. Sopló la suerte, como una
tibia brisa, en el mes de junio de este año que está a punto de consumirse [el
cuestionario llegó cuando 2015 daba sus últimos coletazos, pero 2016 es igual
de propicio para lanzarse a la aventura de leer El hombre que amó a Eve Paradise]