Los
odiosos ocho, la película de Tarantino estrenada recientemente, al margen
de resultar una agradable sorpresa (me sentía muy distante de su cine de un
tiempo a esta parte y, aunque no me parezca redonda, ha recuperado algunas de
las esencias que añoré en las anteriores), me hizo echar la vista atrás hasta
un recuerdo muy particular (en realidad, dos, pero uno ocupa un lugar más
especial y se convirtió en el epicentro de esta vorágine de evocaciones),
reminiscencia de aquellos años en que la Navidad me resultaba cómoda y deseada,
eco de ese momento en que había tantas expresiones culturales por descubrir:
nunca he sido un gran admirador del western (de “las películas del Oeste” como
decíamos entonces), algunos clásicos he tenido que verlos dos o tres veces para
comprender su carácter como tales, poco a poco fui acercándome al género y disfrutándolo,
pero sólo en ocasiones concretas y gracias a determinados nombres, por eso recuerdo
con especial nitidez la tarde de aquel 31 de diciembre de hace ya un porrón de
años que cayó en sábado y que estuvo amenizada por una de tantas maravillosas
primeras sesiones de TVE; mi padre y el tío Miguel iban a echar la siesta, la abuela,
la tía Carmen y mi madre decidieron que la cena estaba lo suficientemente lista
como para reposar un rato, había tiempo de sobra para los últimos retoques y
para empezar a preparar la mesa (cómo me gustaba ese ritual, incluyendo el de
preparar las uvas, pelándolas y eliminando el intragable hollejo y los duros
güitos), el caso es que nos dispusimos a ver Río Bravo, uno de esos títulos que la tía siempre citaba con
entusiasmo, debo reconocer que me coloqué frente al televisor con buenas expectativas
pero con cierto resquemor, todo me hacía anticipar otra más del Oeste, el
esquema habitual, los estereotipos que me fatigaban, sensaciones que fueron
cambiando su curso en apenas unos minutos, los necesarios para dejarme envolver
por la atmósfera de una de las películas que, desde ese momento, se convirtió
en una de mis favoritas, un regocijo incontenible se fue apoderando de mí, me
carcajeé, aplaudí, la viví con emoción creciente, con placer inagotable, el
mismo que sigo experimentando cada vez que la reviso. Fue, como digo, una tarde
mágica, una de esas en las que te sentías feliz por gustar del cine, en las que
aprendías sin traumas, en las que percibías cómo tu horizonte se ensanchaba,
cómo aún quedaba mucho por conocer, momentos en los que te sentías muy
orgulloso y pleno, como también lo fui cuando, en pantalla grande, en programa
doble (como en tantas ocasiones, ¡ay, ese chaval que consumía cine sin freno!),
vi La muerte tenía un precio, he ahí
el otro recuerdo a que antes hacía mención, menos marcado a fuego pero igual de
presente al ser conjurado por Tarantino.
Y tiene su aquel que esta inmersión en el
pasado (aunque en mi alma de espectador, lector, disfrutador de las artes es
casi permanente) haya tenido lugar justo cuando quería dar salida a lo que
experimenté hace ya unos meses cuando leí El
amante japonés, la última novela publicada por Isabel Allende, porque viví
una especie de epifanía similar, puesto que la autora chilena ha compuesto una
historia al modo en que lo hacía al principio de su carrera (corre el rumor -el
prejuicio- de que se limita a escribir siempre lo mismo, eso lo afirman, por
supuesto, los que no se han molestado en leerla, los que rechazan cualquier
libro que no posee lo que ellos consideran “altura intelectual”, es decir, los
que poseen un lenguaje culterano y abstruso, los escritos en contra del lector,
los de código restringido, los que rehúyen clasificaciones y géneros
reconocibles y/o de carácter popular). Me hice lector de la Allende en mi época
de instituto, gracias a la recomendación de una profesora de Ciencias Naturales,
Natividad Gutiérrez Val, con la que emparenté por la faceta lectora, puesto que
no me dio clase: llegó al centro el año en que cursábamos tercero de BUP y, por
lo tanto, ya había podido optar por las Humanidades y olvidarme de las
Matemáticas, la Física y demás, pero al ser nombrada secretaria del centro y
ser yo delegado de clase aquel conflictivo curso -el de las huelgas contra
Maravall-, al margen de ser docente de los que en ese momento consideraba mis
mejores amigos, tuvimos tiempo de conocernos bien, a lo que hay que sumar que
fue una de las profesoras que nos acompañaron en el viaje de fin de curso, por
lo que se convirtió en cómplice imprescindible y faro para alumbrar el
proceloso camino del lector omnívoro que no sabe a qué atender primero -como lo
fuese María Ángeles Ortiz, tutora del curso anterior, quien entre clases de
trigonometría e informática, destacaba la importancia de un saber lo más global
posible (al revés que mis compañeros quienes, al tener claro que iba a estudiar
la rama de Ciencias, llegaban a jactarse de no leer, sobre todo ficción, “porque
no nos hace falta”)-. Sé que ya le ha nombrado en alguna otra ocasión, pero
nunca agradeceré bastante su labor, acercándome tanto a Alejo Carpentier como a
Herman Hesse (al que ya conocía, pero, osado e inconsciente, había querido
empezar por El lobo estepario, y no
me reconcilié con él hasta que Nati me prestó Demian), a la Ana Diosdado novelista como a una Isabel Allende que
en ese momento vivía sus primeros éxitos, es decir, La casa de los espíritus y De
amor y de sombra. Puesto que gracias a María Ángeles en ese momento ya era
un lector impenitente y en reclinatorio de García Márquez, el universo de la
ópera prima de la chilena me resultó fácilmente reconocible y asumible, esa
gran crónica familiar que parece susurrada, revelada, confesada (Isabel no
esconde la inspiración, los puntos en común, la tradición que los aúna más allá
de los posibles -e inexistentes- plagios), un libro que, como tantos, empecé a
leer por la noche en la cama, como si el despertador no fuese a sonar dentro de
unas cuantas horas, como si el tiempo se detuviese y sólo fuese posible una
cosa: ¡leer! Bebiendo las páginas con ansia, disfrutando el momento, olvidando
la ingrata tarea que interrumpiría el deleite, esa espada de Damocles en forma
de exámenes, trabajos, lecturas obligatorias, clases de gimnasia, horarios que
cumplir, que te hacía sentir culpable por robar tiempo al descanso (aunque esos
minutos con el libro entre las manos eran un verdadero alivio, una recarga de
energía), esa sombra siempre agazapada que daba pocos momentos de tregua.
Y aunque he seguido con interés y bastante
agrado la trayectoria de Isabel Allende (toda su obra está publicada en Plaza y
Janés, su editorial desde el primer momento), lo cierto es que llevaba mucho
tiempo sin dejarme llevar del modo en que lo he hecho con El amante japonés, como si volviese a tener diecisiete años (¡Ay,
Violeta -a la que la Allende citaba, por cierto, no sé si al comienzo o al
abrir una de las partes en que dividía De
amor y de sombra-, qué bien lo dijiste!: “Volver a los diecisiete, /
después de vivir un siglo, / es como descifrar signos / sin ser sabio
competente. / Volver a ser, de repente, / tan frágil como un segundo, / volver
a sentir profundo / como un niño frente a Dios: / eso es lo que siento yo / en
este instante fecundo”), descubriendo a una autora, recobrando ese entusiasmo
de lo prístino, de lo que ocurre por primera vez, como si no me hubiese
estremecido Paula, como si no me
hubiese sorprendido El Zorro, como si
no me hubieran decepcionado Hija de la
fortuna o Retrato en sepia, como si
no hubiera reído y llorado con Eva Luna, como si no hubiera pasado un buen rato
con El juego de Ripper, como si no
hubiera vibrado con El plan infinito, casi como si no existiera La casa de los espíritus, la que siempre
quedará como su creación más acabada e impactante, la escrita por el mero gusto
de hacerlo, sin tener en la cabeza lectores, críticos, expectativas, dando
cauce a las voces que desde su pasado le hablaban e impelían a dar testimonio,
dejando fluir el caudal de una prosa acariciante y envolvente, fresca e
imparable. Isabel Allende ha regresado a un paisaje conocido (no es que lo
hubiese abandonado pero sí tratado de otra manera al incursionar en la novela
policiaca, en la de aventuras o en la juvenil -ha tocado diferentes géneros,
pero para algunos siempre escribe De amor
y de sombra, que tampoco tengo demasiado claro si habrán leído y que, por
cierto, un servidor promete revisar en algún momento porque la tiene muy lejana
y no fue todo lo justo que debía con ella después del shock que supuso La casa de los espíritus-), haciendo
avanzar la historia mientras recupera el pasado de los personajes, haciendo
guiños al lector habitual (señas de identidad diseminadas aquí y allá, ecos de
otras narraciones, reconocimiento de un universo en el que uno se siente a
gusto), ganándole desde la sencillez y el buen hacer, con su habitual sentido
del humor, transmitiendo calidez y emoción, haciendo tangible y real la magia
que nos rodea, esa a la que no prestamos atención, la que nos empeñamos una y
mil veces en racionalizar, en comprender, en explicar, olvidándonos de sentirla,
de canalizarla, de dejarnos ayudar, de vivirla. Y por espacio de unas horas,
habitando entre las páginas de El amante
japonés, volvió a brotar el entusiasmo lector, el placer de entrar en
comunicación con otras gentes a las que sientes muy cercanas, la gratitud por
trenzar amistades y conexiones que, como si no hubiera pasado el tiempo, te
abrigan el corazón y lo mantienen a temperatura constante (y no tiene precio
volver a sentir aquel temblor adolescente con que abrías ventanas a otras
realidades, a otros mundos, el que intentas no perder cada vez que te enfrentas
a una nueva lectura).