Recordaba ayer con
Pablo mientras recogíamos los platos y demás enseres utilizados a la hora del
almuerzo (mira que me cuesta no escribir “comida”, como hemos dicho toda la
vida, aunque eso haga suponer que las otras ingestas del día no son tal
-comida, quiero decir-) cómo, cuando éramos chavales, vivíamos el anuncio de un
nuevo programa de televisión como si de un acontecimiento se tratase: aunque no
entendíamos -ni siquiera utilizábamos- el concepto de “temporada” (simplemente
decíamos “van a echar los nuevos capítulos”), ríase usted de las campañas que
se montan ahora antes del estreno o el regreso de una serie, porque entonces
podíamos estar comentando el asunto sin parar y durante muchos días desde que
se hiciera público (a través de 625
líneas o programa similar, gracias al TP, revista básica en aquel momento
para preparar la agenda televisiva -sí, ya, sólo teníamos dos canales y hemos
comentado en otras ocasiones que, en la práctica, era como tener sólo uno, porque
no hacíamos más que contadas escapadas al UHF, pero había tanto por disfrutar
que se hacía necesario una especie de cuaderno de campo-), estábamos horas y
horas elucubrando sobre lo que estaba por llegar, sobre el programa de esa
noche, sobre el capítulo del día anterior, sobre las nuevas aventuras del
matrimonio Hart, la abuela y la señora Matilde se congratulaban de la
reposición de El conde de Montecristo,
la tía Carmen me decía qué películas no había que perderse del ciclo de Marlene
Dietrich o del de cine negro (aunque nos las veíamos todas), esperábamos que Vacaciones en el mar regresase pronto (y
a horas que no supusieran una lucha para que no nos mandasen a la cama antes de
que su finalización -aunque yo tuve mucha suerte en ese sentido, no siempre
podía esquivar las órdenes de mi madre porque el programa que más gustaba era
el que cerraba la emisión-), incluso la madre de Joaquín (esa señora bastante
rancia, las cosas como son, que se asustaba por casi todo porque le parecía
tremendo, escandaloso, inaceptable, impropio de niños) nos metía prisa para que
terminásemos la cena porque había que ver el primer capítulo de El nido de Robin (el estreno de la serie
coincidió con uno de los fines de semana que pasé con ellos en su chalet). Y en
esa permanente curiosidad por la ficción, gracias a los buenos oficios de TVE,
siempre tuvo un lugar preponderante el teatro porque nos aficionamos al mismo
sin dolor ni esfuerzo, como algo básico que terminábamos necesitando casi como
respirar, como espectáculo imprescindible que había que paladear en directo (lo
que se veía en la pequeña pantalla no era un sustitutivo ni un sucedáneo, era un
impulso, un acicate, una toma de contacto, algo con valor por sí mismo pero que
abría las ganas de ir más allá), pero del que no se prescindía en televisión
porque posibilitaba acceder a numerosos títulos y autores que no estaban en
cartel en ese momento o que nos estaban vedados porque el presupuesto semanal
no daba para tanto. Y, lo que son las cosas, al margen de por otra
circunstancia que pronto se hará realidad (el primer texto dramático que Pablo
va a estrenar y dirigir hace un guiño en su título, La voz hermana, al clásico de Cocteau), este pasado jueves entré en
la Sala Fernando Arrabal de las Naves del Español con la sensación de estar a
punto de asistir a un acontecimiento, con el mismo grato escalofrío que
recorría mi columna vertebral cuando, hace ya un porrón de años, me disponía a
ver el estreno de una nueva serie dramática de TVE que tomaba su nombre del que
era el primer monólogo que ofrecía, es decir, La voz humana, un absoluto despliegue de talento que Amparo
Rivelles ya había llevado a cabo sobre las tablas y que inmortalizaba en
imágenes (gracias sean dadas mil veces a los que lo hicieron posible) para que
nadie se lo perdiese y, una vez más, mis expectativas como espectador quedaron
saciadas.
Sabía que el
teléfono era un elemento clave de Muñeca
de porcelana, el último texto que David Mamet había estrenado en Broadway a
finales de 2015, por lo que no era raro que Cocteau sobrevolase por ahí y que,
al modo de magdalena proustiana, obrase el efecto de que el corazón volviera a
latirme aceleradamente mientras refrescaba las emociones sentidas frente al
televisor (las que, por cierto, voy a actualizar en breve porque corre por la
red una copia de la hazaña de la Rivelles y no pienso perdérmela -aunque lo
deseable sería que, al igual que está haciendo con tantos contenidos, TVE
recuperase en su web toda la serie de monólogos o textos para dos o tres
personajes que reunió bajo la denominación general de La voz humana-); el hecho de que el montaje hubiera supuesto una
enorme decepción en su estreno neoyorquino no me preocupaba demasiado (sólo en
lo referente a lo que se decía sobre el texto, tal vez tuviese grandes e
insolubles problemas estructurales o un desarrollo que hiciese naufragar la
propuesta), puesto que La anarquista ya
supuso un fracaso por aquellos lares y disfrutamos de lo lindo con el montaje
español (de hecho, creo que es la única vez que he aplaudido -y mucho- una
interpretación de Magüi Mira), los envidiables y suntuosos teatros de por allá,
esos enormes coliseos que parecen no tener fin, no son el escenario adecuado
para obras de pequeño formato con un par de personajes, el drama se pierde en
la inmensidad de la sala y a partir de cierta distancia los actores deben parecer
hormiguitas, por otro lado, las críticas arreciaban sobre Al Pacino, para el
que Mamet había diseñado la función, y aquí no íbamos a verle (aunque fuese en sus
horas bajas, ¡quién pudiese echarse esa experiencia a la mochila de espectador
cuyo peso no cansa pero satisface para siempre!). Como digo, iba con los
mejores auspicios, algo especial vibró en mi interior desde el momento en que
supe que era José Sacristán, el gran Pepe, el elegido para dar vida a este
millonario que ha comprado a su prometida un avión como regalo de bodas, no
pude (ni quise) evitar que las ganas por asistir fuesen aumentando en
progresión geométrica al saber que el propio Mamet había elegido España como el
primer lugar en que estrenar la obra fuera de EEUU y que se encargase de la
producción TalyCual, gracias a los cuales habíamos podido ver Razas en nuestro país, el círculo de
buenos auspicios se cerraba al saber que la dirección iba a estar en las sabias
manos de Juan Carlos Rubio, persona que ama la profesión en general, el hecho
teatral en particular, y se entrega a cada nueva propuesta con las mismas ganas
y pasión de un debutante, sin perder el entusiasmo, sin echarse a dormir en
laureles pasados, poniéndose a favor y al servicio del texto, potenciando sus
virtudes (e incluso encontrándoselas si es que éste no las tiene a la vista),
cediendo el foco a los que están en escena, desapareciendo entre cajas para no
interferir en el espectáculo, siendo esa su mayor seña de identidad por mucho
que a más de uno les parezca una paradoja o una ida de olla del que suscribe
(algunos se empeñan tanto en que la platea recuerde en cada cuadro que el
espectáculo es DE Fulano de Tal que pasan por su tamiz -y rebajan, utilizan,
quieren apropiarse, descolocan los acentos- a autores con sello propio a los
que sólo se enriquecen colocándose al cobijo de su sombra no intentando
opacarles o reinventarles, cuando no plagiarles sin reconocerlo).
Y Juan Carlos
Rubio ha vuelto a hacerlo, ha orquestado un espectáculo muy sólido, que atrapa
al espectador desde los primeros minutos, las sombras van apareciendo sin
freno, en realidad están ahí desde el comienzo, ya hay algo inquietante que
flota en el ambiente, cuando comienza la acción se percibe el peso del pasado,
de lo que aún no se ha descubierto pero ha sucedido afectando irremisiblemente
el devenir de los personajes, lo que no se escucha tiene tanta importancia
(incluso más) que lo que se dice, los interlocutores de José Sacristán hacen
avanzar la trama, van provocando sus cambios de tono, su evolución dramática,
su manera de hacernos comprender lo que le están contando es absolutamente
prodigiosa, abracadabrante, sólo un actor de su categoría y recursos puede
transmitir tanto con apenas un movimiento de cejas, con el modo en que
permanece atento a lo que le cuentan a través del auricular, lo mismo cabe
decir de Javier Godino, en un cometido muy generoso pero imprescindible para
que la obra funcione como debe hacerlo, anticipando réplicas que su jefe y
mentor recibe, poniendo el cuerpo en tensión mientras espera su reacción,
escudriñando como si de un ave rapaz se tratase, oteando el horizonte para
desentrañar el silencio, sin necesidad de texto para dotar de sangre y latidos
a su personaje, sin perder en ningún momento la réplica sobre la que José
Sacristán seguirá creciendo como no deja de hacer desde que irrumpe en escena
hasta la frase final que mastica y arroja hacia la platea con poderío y
energía, pero sin excederse, resultando más terrorífico (o doloroso o patético,
depende del momento) cuando musita, rebaja tono, consigue que esa impresionante
voz fustigue y electrocute al público sin elevarla, usándola con inteligencia y
magisterio, rozando lo sobrehumano en más de una ocasión. David Mamet es un
estupendo autor que en ocasiones se pierde en sí mismo, en lo que se espera de
él, en querer resultar impactante, controvertido, poderoso a costa de las
emociones de sus personajes, enredándose en textos alambicados en que cada
frase pretende pasar a la historia, ser la definitiva, no sabemos si aquí ha
huido de eso, la metáfora (la realidad) se comprende sin necesidad de soflamas
ni doctrinas, tal vez este aspecto es el que ha provocado que parte de la
crítica neoyorquina, más allá de señalar las carencias de Al Pacino, la notoria
merma de sus facultades (cuentan que no ha podido memorizar todos sus
parlamentos y sale a escena con un pinganillo para que le vayan soplando lo que
debe decir), haya arremetido contra el libreto, el caso es que la versión de
Bernabé Rico es magnífica porque no recurre a un vocabulario restringido o culterano,
puede que haya quien lo encuentre demasiado convencional o poco elaborado, pero
consigue su objetivo, ser verosímil, despojar a las palabras de cualquier tentación
arquetípica, ser el trampolín para que los intérpretes les incorporen vida, y,
por supuesto, dando la importancia debida a los silencios, el peso que deben
tener, cargarlos de contenido y significado, provocando que los habitantes de
las butacas contengan la respiración en varios momentos. Puede que la conclusión
resulte un tanto precipitada, al fin y al cabo el montaje dura apenas 80
minutos y todo se desarrolla a velocidad de vértigo, puede que el colofón
parezca abrupto pero sobre todo por inesperado, porque no hay subrayados,
porque nadie se recrea, por lo demás hay que alabar (y mucho) la prudencia con
que maneja las bridas de la función Juan Carlos Rubio, sin titubeos pero
midiendo los tiempos a la perfección, convocando miradas, pausas, gestos, consintiendo
que José Sacristán y Javier Godino encuentren los muchos sonidos del silencio
que David Mamet ha ido diseminado entre las líneas, en los puntos y aparte.
Perdonen que me repita, pero lo de Muñeca
de porcelana (sólo hasta el 10 de abril en las Naves del Español, pero
estén atentos porque merece una larga y fructífera gira) es todo un
acontecimiento teatral.