Yendo al DRAE
(del que discrepamos en muchas ocasiones, pero sigue siendo la máxima autoridad
a la hora de ayudarnos con el idioma, su contenido emana del saber de los que
trabajan con él, lo estudian, lo manejan, lo enriquecen, le dan carta de
naturaleza, lo preservan, aunque en ocasiones lo restrinjan o coarten con
definiciones poco acertadas o dictadas por instancias políticas, atendiendo a
la moral que se impone u otras consideraciones similares), resulta que el
vocablo “literatura” presenta ocho acepciones, siendo la primera la que explica
que tal cosa es el “arte de la expresión verbal” y ninguna de las otras siete
menciona que debamos guardar la palabra sólo para referirnos a obras de
ficción, fundamental o básicamente a la novela (en concreto, la tercera habla
del “conjunto de las obras que versan sobre una determinada materia” y pone
como ejemplos la “literatura jurídica” y la “literatura médica”). Por lo tanto,
a nadie debe sorprender ni molestar ni indignar ni nada por el estilo que el
Premio Nobel de Literatura premie a dramaturgos y poetas (aunque, digámoslo
así, aceptados siguen estando en minoría los galardonados que se han dedicado
exclusivamente a estos géneros o que al menos el grueso de su obra se haya
centrado en los mismos), del mismo modo que es lícito que lo gane un ensayista (hay
que remontarse a 1927 para encontrar uno que pueda ser llamado con ese nombre:
Henri Bergson -también está el caso de Winston Churchill, claro, tan
controvertido, tan poco claro, aunque, para lo que estamos comentando, conviene
recordar que el jurado también destacó “su brillante oratoria” que, volviendo
al principio, se corresponde con lo que recoge el DRAE-), tal y como es una
celebración (y un reconocimiento que ha tardado mucho en llegar) que en octubre
de 2015 el jurado encargado de conceder el Nobel decidiese laurear la obra de
una mujer a la que, fundamental y básicamente, se puede catalogar como
periodista, puesto que García Márquez o Hemingway a buen seguro no hubiesen
llegado a tanto de no haber escrito respectivamente Cien años de soledad y El
viejo y el mar (por mucho que el primero tomase recursos, géneros, estilos
de sus brillantes años como reportero, a pesar de que el segundo construyese su
mejor ficción en torno a sí mismo, aplicase la más inspirada de las inventivas
al modo en que narró experiencias propias).
Svetlana
Alexiévich se convirtió el Nobel de Literatura 2015 por su “obra polifónica, monumento
al valor y al sufrimiento en nuestro tiempo”, obra que, gracias a este
galardón, empieza a proliferar en nuestro país (anteriormente, sólo había aparecido
Voces de Chernóbil, que recupera
Debate con todos los honores coincidiendo con el lanzamiento de que hoy nos
hacemos eco, y en torno a la fecha en que se hizo público llegó a las librerías
El fin del “Homo sovieticus”
publicado por Acantilado). Una mujer cargada de preguntas, de dudas, de
mentiras, de esquemas inamovibles, de voces oficiales, de historias
manipuladas, de grandezas contadas por los vencedores, alguien que no se
conformaba con lo que se daba por bueno, cansada de formar parte de esa gente
que era obediente hasta en la cama, atenta a los susurros, a las palabras
musitadas o reprimidas, a los silencios ominosos, a los volantazos en la
conversación para esquivar lo incómodo, a los pequeños detalles que
resquebrajaban la aparente Arcadia que la URSS proyectaba hacia el exterior, a
los temblores propios (“¿Qué cuál es mi primer recuerdo de la guerra? Mi angustia
infantil en medio de unas palabras incomprensibles y amenazantes”), a los ecos
ajenos que se imponían alrededor (“(…) las voces de la calle contaban a gritos
otra historia, y esa historia me resultaba muy tentadora”), una mujer que quiso
ser honesta y leal con aquellos que callaban por imposición y/o por propia
voluntad (si puede llamarse así a lo que estaba cercenada, condicionada,
anegada por el pavor, por las amenazas que podían materializarse sobre sí y
sobre los suyos, por los traumas, por el dolor enquistado y solidificado), que no
se resistió al compromiso que sintió nacer como una obligación, como una
necesidad (“¿Con qué palabras se puede transmitir lo que oigo? Yo buscaba un
género que correspondiera a mi modo de ver el mundo, a mi mirada, a mi oído”),
que tan sólo pretendió (y consiguió) ser el canal a través del cual tantas
personas pudieran contar su verdad, su experiencia, dar testimonio de lo que no
podía ser borrado como si no hubiese sucedido, como si esas tragedias no
tuviesen importancia, derrotando una vez más a los que, a pesar de pertenecer
al bando considerado vencedor (“(..) éramos hijos de la Gran Victoria”), no
podían considerarse de ese modo ante todo lo que habían perdido,
fundamentalmente el derecho de ser personas con entidad propia, no un número o
una medalla que tapaba miserias, mutilaciones, muertes, pérdidas irreparables. “Un
día abrí el libro Ya iz ógnennoi derevni (Soy
de la aldea en llamas), de A. Adamóvich, Y. Bril y V. Kolésnik. Sólo una vez
había experimentado una conmoción similar, fue al leer a Dostoievski. La forma
del libro era poco convencional: la novela está construida a partir de las
voces de la vida diaria. De lo que yo había oído en mi infancia, de lo que se
escucha en la calle, en casa, en una cafetería, en un autobús. ¡Eso es! El círculo
se había cerrado. Había encontrado lo que estaba buscando. Lo que presentía”.
Y, así, reconociendo como maestro, como guía, a Alés Adamóvich, en 1978,
Svetlana Alexiévich empezó a esbozar su literatura, su forma de escribir, su
manera de retratar el mundo, comenzó a recorrer el camino que le llevaría hasta
el Nobel, sin tener muy claro aún qué sería o sobre qué versaría puso la
primera piedra de lo que hoy es La guerra
no tiene rostro de mujer, el título que Debate presentó poco antes de que
ella recogiese su galardón en Estocolmo.
Publicado en
1985 tras recibir muchos rechazos, editado con recortes a cargo de la censura y
de la propia autora (“Mi autocensura, mi propio veto”), ya en su gestación fue
un libro incómodo, rechazado incluso por muchas de sus protagonistas,
acostumbradas a callar, temerosas de desprestigiar al Régimen, de transmitir
una visión negativa o poco heroica de la guerra, de reavivar la estigmatización
que tantas vivieron por pelear en el frente (ya se sabe que la guerra es cosa
de hombres, y así se lo censuraban continuamente los y las que hubiesen debido
agradecerles la entrega, la ayuda, la valentía, el socorro proporcionado, la
voluntad, el sacrificio), de contribuir aunque fuese mínimamente al hundimiento
de un dinosaurio que seguía vivo a base de purgas, exilios, mordazas legales,
fanatismos y alienaciones. El censor se muestra en principio casi feminista (por
así decirlo) pero, como suele ocurrir con aquellos que empiezan por decir lo
que ellos consideran que no son para luego soltar todo el veneno (“yo no soy
racista, pero…”), en su sublimación interesada y política deviene en misógino y,
por supuesto, en simple voz de su amo: “Después de leer un libro como este,
nadie querrá ir a la guerra. Usted con su primitivo naturalismo está humillando
a las mujeres. A la mujer heroína. Al destrona. Hace de ella una mujer
corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas. (…) Esas ideas no son
nuestras. No son soviéticas. Se burla de los que yacen en las fosas comunes. Ha
leído demasiados libros de Remarque… Aquí estas cosas no pasan… La mujer
soviética no es un animal…”, pero son ellos los que llevan décadas tratándolas
como tales, deshumanizándolas, primero en la refriega, en las batallas, en ese
lugar en que se pierde hasta el nombre, rechazándola una y mil veces,
recordándole que es inferior, negándole después su derecho a réplica, a la
queja, al llanto. “Sí, es cierto que la Victoria nos ha costado mucho, debería
usted buscar los ejemplos heroicos. Hay miles. En cambio, se dedica a sacar a
la luz la suciedad de la guerra. La ropa interior. En su libro, nuestra
Victoria es espantosa… ¿Qué pretende?” y cuando la autora responde,
sencillamente, que busca la verdad, el censor saca la artillería pesada: “Para
usted, la verdad está en la vida. En la calle. Bajo nuestros pies. Para usted
es tan baja, tan terrenal. Pues se equivoca, la verdad es lo que soñamos. ¡Es
cómo queremos ser!”. Claro, usted mismo lo dice, ¡oh, qué bonita es la guerra!,
los que recuerdan las trincheras, los cuerpos mutilados, reventados,
desangrados, enterrados quién sabe dónde, los pueblos arrasados, las
poblaciones lanzadas a la nada, los que cuentan lo que no sean Legiones de
Honor, medallas al valor, heroicidades épicas, resultados que no incluyen la
partida de pérdidas, esos son subversivos, disidentes, enemigos del Régimen: “¡Esto
es mentira! Es una difamación contra nuestros soldados, que salvaron a media
Europa. Contra nuestros partisanos. Contra nuestro heroico pueblo. No necesitamos
su pequeña historia, necesitamos una Gran Historia, la Historia de la Victoria.
¡Usted detesta a nuestros héroes! Detesta nuestras grandes ideas. Las ideas de
Marx y de Lenin”.
Pero Svetlana
Alexiévich no se arruga, no se deja amilanar, vista a infinidad de mujeres, no
sólo soldados, tiene tiempo para los múltiples oficios que se ven afectados por
un conflicto bélico, no descuida lo que sucedía en retaguardia, los
prolegómenos, los coletazos y embates que aún vivió la sociedad tiempo después
de que se firmase el armisticio, recoge las sombras que tanto tiempo después
oscurecen el ánimo de las que vivieron aquellos días, refleja las heridas que
no han dejado de manar, se ocupa de los traumas imposibles de erradicar, se
enfrenta a temores casi letales, a catástrofes que para sus víctimas parecen
haber sucedido el día anterior, dramas que continúan fustigando como la primera
vez. Es imposible leer La guerra no tiene
rostro de mujer sin apartar la vista en algún momento, zarandeado,
conmovido, horripilado, teniendo que abandonar la lectura, avanzando lentamente
en la misma necesitando respirar, asimilar lo leído, contener las ganas de
llorar (o no porque el efecto de las palabras es tan inmediato que no da tiempo
a reprimirse antes de que las lágrimas afloren). Svetlana Alexiévich va más
allá del reportaje, de la crónica, de la entrevista, es muy pudorosa con el
material recopilado, apenas apunta algunos detalles para que comprendamos un
poco mejor por qué estas mujeres hablan o por qué optan por el silencio o
cuando menos por el anonimato, para que captemos tonos, intenciones, suspiros,
pausas, luchas internas, palabras condicionadas, llantos, la autora se
desdibuja para concederles el foco, actúa como periodista ética (sí, ya lo sé,
con una intención muy concreta, alguien dirá -ya lo han hecho- que es
partidista, sesgada, panfletaria -cuando no se puede argumentar en contra, lo
que queda es descalificar-), no adjetiva ni adorna, apenas hay calificativos,
transcribe lo que sus cintas han recogido -y ahí están para el que se atreva a
escucharlas-, oficia como gran escritora porque va encajando las piezas con
olfato de narradora para que el relato global tenga un sentido, una continuidad,
con inevitables reiteraciones que demuestran que no estamos ante una mera
sucesión de anécdotas personales, que los hechos se repetían en lugares muy
alejados entre sí, que les ocurrían a personas diferentes, desplegando un tipo
de literatura necesaria, imprescindible en este tormentoso siglo XXI que aún
andamos estrenando. El Nobel ha hecho justicia, ha subido el volumen del
altavoz, ha atendido la llamada de los desheredados, ha premiado una vocación,
ha reivindicado el único tipo de periodismo posible, el que habla de la gente,
el que clama contra las injusticias, el que abate los obstáculos que se ponen
en su camino, el que comprende que “recordar asusta, pero no recordar es aún
más terrible”.