domingo, 20 de marzo de 2016

EL SILENCIO, ESE ASESINO IMPLACABLE






   Yendo al DRAE (del que discrepamos en muchas ocasiones, pero sigue siendo la máxima autoridad a la hora de ayudarnos con el idioma, su contenido emana del saber de los que trabajan con él, lo estudian, lo manejan, lo enriquecen, le dan carta de naturaleza, lo preservan, aunque en ocasiones lo restrinjan o coarten con definiciones poco acertadas o dictadas por instancias políticas, atendiendo a la moral que se impone u otras consideraciones similares), resulta que el vocablo “literatura” presenta ocho acepciones, siendo la primera la que explica que tal cosa es el “arte de la expresión verbal” y ninguna de las otras siete menciona que debamos guardar la palabra sólo para referirnos a obras de ficción, fundamental o básicamente a la novela (en concreto, la tercera habla del “conjunto de las obras que versan sobre una determinada materia” y pone como ejemplos la “literatura jurídica” y la “literatura médica”). Por lo tanto, a nadie debe sorprender ni molestar ni indignar ni nada por el estilo que el Premio Nobel de Literatura premie a dramaturgos y poetas (aunque, digámoslo así, aceptados siguen estando en minoría los galardonados que se han dedicado exclusivamente a estos géneros o que al menos el grueso de su obra se haya centrado en los mismos), del mismo modo que es lícito que lo gane un ensayista (hay que remontarse a 1927 para encontrar uno que pueda ser llamado con ese nombre: Henri Bergson -también está el caso de Winston Churchill, claro, tan controvertido, tan poco claro, aunque, para lo que estamos comentando, conviene recordar que el jurado también destacó “su brillante oratoria” que, volviendo al principio, se corresponde con lo que recoge el DRAE-), tal y como es una celebración (y un reconocimiento que ha tardado mucho en llegar) que en octubre de 2015 el jurado encargado de conceder el Nobel decidiese laurear la obra de una mujer a la que, fundamental y básicamente, se puede catalogar como periodista, puesto que García Márquez o Hemingway a buen seguro no hubiesen llegado a tanto de no haber escrito respectivamente Cien años de soledad y El viejo y el mar (por mucho que el primero tomase recursos, géneros, estilos de sus brillantes años como reportero, a pesar de que el segundo construyese su mejor ficción en torno a sí mismo, aplicase la más inspirada de las inventivas al modo en que narró experiencias propias).
   Svetlana Alexiévich se convirtió el Nobel de Literatura 2015 por su “obra polifónica, monumento al valor y al sufrimiento en nuestro tiempo”, obra que, gracias a este galardón, empieza a proliferar en nuestro país (anteriormente, sólo había aparecido Voces de Chernóbil, que recupera Debate con todos los honores coincidiendo con el lanzamiento de que hoy nos hacemos eco, y en torno a la fecha en que se hizo público llegó a las librerías El fin del “Homo sovieticus” publicado por Acantilado). Una mujer cargada de preguntas, de dudas, de mentiras, de esquemas inamovibles, de voces oficiales, de historias manipuladas, de grandezas contadas por los vencedores, alguien que no se conformaba con lo que se daba por bueno, cansada de formar parte de esa gente que era obediente hasta en la cama, atenta a los susurros, a las palabras musitadas o reprimidas, a los silencios ominosos, a los volantazos en la conversación para esquivar lo incómodo, a los pequeños detalles que resquebrajaban la aparente Arcadia que la URSS proyectaba hacia el exterior, a los temblores propios (“¿Qué cuál es mi primer recuerdo de la guerra? Mi angustia infantil en medio de unas palabras incomprensibles y amenazantes”), a los ecos ajenos que se imponían alrededor (“(…) las voces de la calle contaban a gritos otra historia, y esa historia me resultaba muy tentadora”), una mujer que quiso ser honesta y leal con aquellos que callaban por imposición y/o por propia voluntad (si puede llamarse así a lo que estaba cercenada, condicionada, anegada por el pavor, por las amenazas que podían materializarse sobre sí y sobre los suyos, por los traumas, por el dolor enquistado y solidificado), que no se resistió al compromiso que sintió nacer como una obligación, como una necesidad (“¿Con qué palabras se puede transmitir lo que oigo? Yo buscaba un género que correspondiera a mi modo de ver el mundo, a mi mirada, a mi oído”), que tan sólo pretendió (y consiguió) ser el canal a través del cual tantas personas pudieran contar su verdad, su experiencia, dar testimonio de lo que no podía ser borrado como si no hubiese sucedido, como si esas tragedias no tuviesen importancia, derrotando una vez más a los que, a pesar de pertenecer al bando considerado vencedor (“(..) éramos hijos de la Gran Victoria”), no podían considerarse de ese modo ante todo lo que habían perdido, fundamentalmente el derecho de ser personas con entidad propia, no un número o una medalla que tapaba miserias, mutilaciones, muertes, pérdidas irreparables. “Un día abrí el libro Ya iz ógnennoi derevni (Soy de la aldea en llamas), de A. Adamóvich, Y. Bril y V. Kolésnik. Sólo una vez había experimentado una conmoción similar, fue al leer a Dostoievski. La forma del libro era poco convencional: la novela está construida a partir de las voces de la vida diaria. De lo que yo había oído en mi infancia, de lo que se escucha en la calle, en casa, en una cafetería, en un autobús. ¡Eso es! El círculo se había cerrado. Había encontrado lo que estaba buscando. Lo que presentía”. Y, así, reconociendo como maestro, como guía, a Alés Adamóvich, en 1978, Svetlana Alexiévich empezó a esbozar su literatura, su forma de escribir, su manera de retratar el mundo, comenzó a recorrer el camino que le llevaría hasta el Nobel, sin tener muy claro aún qué sería o sobre qué versaría puso la primera piedra de lo que hoy es La guerra no tiene rostro de mujer, el título que Debate presentó poco antes de que ella recogiese su galardón en Estocolmo.
   Publicado en 1985 tras recibir muchos rechazos, editado con recortes a cargo de la censura y de la propia autora (“Mi autocensura, mi propio veto”), ya en su gestación fue un libro incómodo, rechazado incluso por muchas de sus protagonistas, acostumbradas a callar, temerosas de desprestigiar al Régimen, de transmitir una visión negativa o poco heroica de la guerra, de reavivar la estigmatización que tantas vivieron por pelear en el frente (ya se sabe que la guerra es cosa de hombres, y así se lo censuraban continuamente los y las que hubiesen debido agradecerles la entrega, la ayuda, la valentía, el socorro proporcionado, la voluntad, el sacrificio), de contribuir aunque fuese mínimamente al hundimiento de un dinosaurio que seguía vivo a base de purgas, exilios, mordazas legales, fanatismos y alienaciones. El censor se muestra en principio casi feminista (por así decirlo) pero, como suele ocurrir con aquellos que empiezan por decir lo que ellos consideran que no son para luego soltar todo el veneno (“yo no soy racista, pero…”), en su sublimación interesada y política deviene en misógino y, por supuesto, en simple voz de su amo: “Después de leer un libro como este, nadie querrá ir a la guerra. Usted con su primitivo naturalismo está humillando a las mujeres. A la mujer heroína. Al destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas. (…) Esas ideas no son nuestras. No son soviéticas. Se burla de los que yacen en las fosas comunes. Ha leído demasiados libros de Remarque… Aquí estas cosas no pasan… La mujer soviética no es un animal…”, pero son ellos los que llevan décadas tratándolas como tales, deshumanizándolas, primero en la refriega, en las batallas, en ese lugar en que se pierde hasta el nombre, rechazándola una y mil veces, recordándole que es inferior, negándole después su derecho a réplica, a la queja, al llanto. “Sí, es cierto que la Victoria nos ha costado mucho, debería usted buscar los ejemplos heroicos. Hay miles. En cambio, se dedica a sacar a la luz la suciedad de la guerra. La ropa interior. En su libro, nuestra Victoria es espantosa… ¿Qué pretende?” y cuando la autora responde, sencillamente, que busca la verdad, el censor saca la artillería pesada: “Para usted, la verdad está en la vida. En la calle. Bajo nuestros pies. Para usted es tan baja, tan terrenal. Pues se equivoca, la verdad es lo que soñamos. ¡Es cómo queremos ser!”. Claro, usted mismo lo dice, ¡oh, qué bonita es la guerra!, los que recuerdan las trincheras, los cuerpos mutilados, reventados, desangrados, enterrados quién sabe dónde, los pueblos arrasados, las poblaciones lanzadas a la nada, los que cuentan lo que no sean Legiones de Honor, medallas al valor, heroicidades épicas, resultados que no incluyen la partida de pérdidas, esos son subversivos, disidentes, enemigos del Régimen: “¡Esto es mentira! Es una difamación contra nuestros soldados, que salvaron a media Europa. Contra nuestros partisanos. Contra nuestro heroico pueblo. No necesitamos su pequeña historia, necesitamos una Gran Historia, la Historia de la Victoria. ¡Usted detesta a nuestros héroes! Detesta nuestras grandes ideas. Las ideas de Marx y de Lenin”.
   Pero Svetlana Alexiévich no se arruga, no se deja amilanar, vista a infinidad de mujeres, no sólo soldados, tiene tiempo para los múltiples oficios que se ven afectados por un conflicto bélico, no descuida lo que sucedía en retaguardia, los prolegómenos, los coletazos y embates que aún vivió la sociedad tiempo después de que se firmase el armisticio, recoge las sombras que tanto tiempo después oscurecen el ánimo de las que vivieron aquellos días, refleja las heridas que no han dejado de manar, se ocupa de los traumas imposibles de erradicar, se enfrenta a temores casi letales, a catástrofes que para sus víctimas parecen haber sucedido el día anterior, dramas que continúan fustigando como la primera vez. Es imposible leer La guerra no tiene rostro de mujer sin apartar la vista en algún momento, zarandeado, conmovido, horripilado, teniendo que abandonar la lectura, avanzando lentamente en la misma necesitando respirar, asimilar lo leído, contener las ganas de llorar (o no porque el efecto de las palabras es tan inmediato que no da tiempo a reprimirse antes de que las lágrimas afloren). Svetlana Alexiévich va más allá del reportaje, de la crónica, de la entrevista, es muy pudorosa con el material recopilado, apenas apunta algunos detalles para que comprendamos un poco mejor por qué estas mujeres hablan o por qué optan por el silencio o cuando menos por el anonimato, para que captemos tonos, intenciones, suspiros, pausas, luchas internas, palabras condicionadas, llantos, la autora se desdibuja para concederles el foco, actúa como periodista ética (sí, ya lo sé, con una intención muy concreta, alguien dirá -ya lo han hecho- que es partidista, sesgada, panfletaria -cuando no se puede argumentar en contra, lo que queda es descalificar-), no adjetiva ni adorna, apenas hay calificativos, transcribe lo que sus cintas han recogido -y ahí están para el que se atreva a escucharlas-, oficia como gran escritora porque va encajando las piezas con olfato de narradora para que el relato global tenga un sentido, una continuidad, con inevitables reiteraciones que demuestran que no estamos ante una mera sucesión de anécdotas personales, que los hechos se repetían en lugares muy alejados entre sí, que les ocurrían a personas diferentes, desplegando un tipo de literatura necesaria, imprescindible en este tormentoso siglo XXI que aún andamos estrenando. El Nobel ha hecho justicia, ha subido el volumen del altavoz, ha atendido la llamada de los desheredados, ha premiado una vocación, ha reivindicado el único tipo de periodismo posible, el que habla de la gente, el que clama contra las injusticias, el que abate los obstáculos que se ponen en su camino, el que comprende que “recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible”.