sábado, 19 de marzo de 2016

PENSAR MIENTRAS VOY LLEGANDO





  Robo la frase del título de una mis canciones favoritas del gran Alberto Cortez, aunque la cambio un poco porque de ese modo resume mucho mejor el punto de conexión que he encontrado (y que más me ha tocado) entre los relatos que conforman Corrientes de amor, el primer libro de cuentos de Ovidio Parades (publicado, como toda su obra hasta el momento, por la editorial Trabe), aunque para los seguidores de su blog o aquellos que tenemos la fortuna de estar conectados con él mediante Facebook no resulta sorprendente su acierto a la hora de resumir sentimientos, historias, peripecias, apuntes de vida que superan lo meramente escrito en pocas palabras (las justas, ya lo decía el maestro Cortázar: “La novela ha de ganar al lector a los puntos, pero el cuento debe hacerlo por KO” -o algo así, la cita no es textual, pero sí el mensaje-). El cantautor argentino decía “Prefiero, más que llegar, pensar que ya voy llegando” en el estribillo de Andar por andar andando, tal vez inspirado por aquello del imprescindible Antonio Machado que nunca nos cansaremos de evocar, “Caminante, son tus huellas / el camino y nada más; / caminante, no hay camino, se hace camino al andar” (y nadie como él para saberlo, puesto que, como reflejó en sus versos, era alguien que había andado muchos caminos, abierto muchas veredas, navegado en cien mares y atracado en cien riberas, alguien que, paradójica y cruelmente, murió mientras huía, volviendo la vista atrás para ver esa senda que nunca volvería a pisar, la que le hubiese devuelto a su patria, a su hogar, a sus gentes, haciendo un camino que podía sentir suyo puesto que lo emprendió obligado por las circunstancias, huyendo de una cita inapelable, la que él y su madre tenían en Colliure). Y es que el proceso hasta llegar al destino (sea deseado o inevitable) es lo realmente interesante, lo que imprime carácter, lo que nos forma y conforma, lo que nos define, lo que nos enriquece, en ese recorrido es donde mejor se resume lo que entendemos, sentimos, extraemos, pensamos sobre la vida, buenas o malas aún tenemos nuestras expectativas intactas o en realización, aún hay tiempo para la ilusión (y también para la desolación), mientras nos dirigimos a un lugar vamos recordando, anticipando, dialogando con el pasado, preparando el futuro, teniendo la conversación que nunca seremos capaces de mantener cara a cara con alguien (por miedo, por vergüenza, por incapacidad, por imposibilidad, porque por una vez los augurios nefastos no se cumplen, porque ya no hace falta), planificando respuestas agudas, argumentos sólidos, frases brillantes que, al final, se quedan en nuestro interior (o que no brotan hasta después, cuando es tarde, cuando no se puede enmendar el error, cuando ya no quedan ni palabras, cuando resultan superfluas, cuando serían una redundancia, cuando nadie va a escucharlas). Y es el caso que Ovidio Parades construye varias de sus narraciones de ese modo, monólogos interiores, apuntes en un cuaderno, soliloquios incontenibles que diseccionan existencias, almas que se abren en canal intentando encontrar esas respuestas que nunca llegan, que nunca satisfacen porque abren nuevos interrogantes, ese deambular que llamamos vivir (y que tiene muchos momentos maravillosos, por supuesto, pero el resto del tiempo andamos haciendo equilibrios para no despeñarnos).
   Al poco de publicarse el volumen que ahora tengo junto al teclado (en octubre de 2015, he tardado demasiado en ponerme a la tarea -ya se sabe lo que pasa donde hay confianza, que se atiende primero a las obligaciones y se arrincona lo que apetece-), leí que alguien decía que no terminaba de entender el título, que no le gustaba; son apreciaciones personales, cada lector es (y es fantástico que así suceda) un mundo, pero creo que Corrientes de amor expresa muy bien la multiplicidad de sensaciones que uno puede extraer de esta colección de cuentos, el autor consiente y abona que cada cual haga su camino al andar (al leer), tiene muy claro lo que quiere contar y cómo contarlo pero no impone su visión, disemina detalles aquí y allá, cita películas, libros, actividades, lugares concretos y abstractos, hechos tomados de su cotidianidad, otros imaginados, muchos (como todos los escritores) reelaborados a partir de los que protagonizaron otros o tal vez narrados sin literatura, en caliente (una de las virtudes de Ovidio es que no maquilla nada, si acaso se contiene para no dejarse llevar por el tremendismo -por desgracia, demasiado presente en este mundo terrible e inhóspito en que damos boqueadas-, pero expone con crudeza y contundencia injusticias, maltratos, odios, abusos tildados de “normales” incluso por sus víctimas), dejando fluir estas ficciones tan realistas (tan reales) con las que puede que se empatice o puede que se discrepe, respiran, laten, se palpan, se reconocen, por eso cada uno reaccionará de una manera, estimulado por la lectura, provocado (como debe ser) por la misma. Ya en eso, por lo tanto, al menos es como yo lo percibo, nos encontramos con una corriente, tomando simplemente la primera acepción del DRAE, la más básica, es decir, “que corre”, que “viene, pasa o se extiende de una parte a otra”, que sale desde las páginas del libro al encuentro del que lo sostiene abierto entre sus manos, es una literatura que busca interlocutores con un estilo que fluye (el diccionario también sanciona esto como “corriente”), elaborado pero nada culterano ni enrevesado.
   “El amor es como una corriente de agua, fluye continuamente, no para nunca”, así lo afirmaba la fascinante Gena Rowlands en Love Streams (a la que en España conocimos como Corrientes de amor, traducción literal del original), con esa frase se abre el volumen en lo que es toda una declaración de intenciones, otra de las virtudes de Ovidio Parades, quien jamás disfraza sus pulsiones, el porqué de su escritura, no rechaza géneros que el elitismo vacuo (esto no deja de ser un pleonasmo en el mundo cultural que nos rodea, muy certeramente lo retrató Paolo Sorrentino en La gran belleza) considera “menores”, todo lo contrario, los reivindica, los frecuenta, los ensancha, no se anda por las ramas, va al grano, al meollo, a lo fundamental, a lo insoslayable, a lo que nunca sabremos definir pero sí reconocer (precisamente, reducirlo a esquemas, a lo que han vivido y dicho otros, sublimarlo, provoca que lo confundamos, que lo tergiversemos, que lo ridiculicemos), al final siempre se trata del amor, no del meramente romántico (para colmo, los hay que se empeñan en querer ser como Romeo y Julieta, sin tener ni idea de la tragedia que vivieron), de quiénes somos cuando interactuamos con los demás, de las corrientes (¿por qué no decirlo) que se establecen entre dos personas, sea por parentesco, por amistad, por competencia, por trabajo, por rechazo. Aunque uno siempre procura llevar un libro a mano para los traslados en transporte público cuando va solo, en muchas ocasiones no puedo concentrarme en la lectura porque la cita a la que me dirijo se me impone, bien porque voy pensando en el personaje al que voy a entrevistar y repasando mentalmente aquellos puntos que no quiero olvidar en la conversación, bien porque voy apurado de tiempo y eso provoca un inevitable nerviosismo que me hace estar pendiente del reloj, bien porque me dirijo hacia la sesión de quimioterapia de mi padre y no logro evitar los temblores, el agujero en el estómago que se va agrandando según quedan menos estaciones, bien porque vengo de un episodio que me ha dejado mal sabor de boca y no sé muy bien cómo encarar el siguiente, porque me gustaría volver atrás para actuar de otra manera, porque me hago demasiados reproches pero terminar cayendo en los mismos errores (o en los que me parecen tales). No soy especial, nada más lejos de mi ánimo que sentirme como tal, todos hemos sido esa persona que toma un café (o una cerveza) a solas con el amargor del desencanto en la boca, aquella enferma de soledad que busca desesperadamente clavos ardiendo a los que aferrarse, la que se asoma al abismo de su vida mientras va hacia un trabajo que no le satisface, mal pagado, en el que se vive un ambiente hostil, en el que la mediocridad tiene la sartén por el mango, todos a veces hemos sentido un peso que nos hace caminar encorvados, con los ojos a punto de llover (o soltando alguna lágrima), replegados en nuestro dolor, en nuestra pena. Con elegancia y pudor, Ovidio Paredes no duda en dejar al aire las heridas, en orearlas, en intentar restañarlas a fuerza de sacarlas a la luz, de no consentir que se enquisten, de desterrar traumas y extirpar tumores anímicos, sin que la literatura se coma la vida, sin que la sustituya, haciéndolas convivir, estableciendo una corriente de amor entre ambas.