Robo la frase
del título de una mis canciones favoritas del gran Alberto Cortez, aunque la
cambio un poco porque de ese modo resume mucho mejor el punto de conexión que
he encontrado (y que más me ha tocado) entre los relatos que conforman Corrientes de amor, el primer libro de
cuentos de Ovidio Parades (publicado, como toda su obra hasta el momento, por
la editorial Trabe), aunque para los seguidores de su blog o aquellos que
tenemos la fortuna de estar conectados con él mediante Facebook no resulta
sorprendente su acierto a la hora de resumir sentimientos, historias, peripecias,
apuntes de vida que superan lo meramente escrito en pocas palabras (las justas,
ya lo decía el maestro Cortázar: “La novela ha de ganar al lector a los puntos,
pero el cuento debe hacerlo por KO” -o algo así, la cita no es textual, pero sí
el mensaje-). El cantautor argentino decía “Prefiero, más que llegar, pensar
que ya voy llegando” en el estribillo de Andar
por andar andando, tal vez inspirado por aquello del imprescindible Antonio
Machado que nunca nos cansaremos de evocar, “Caminante, son tus huellas / el
camino y nada más; / caminante, no hay camino, se hace camino al andar” (y
nadie como él para saberlo, puesto que, como reflejó en sus versos, era alguien
que había andado muchos caminos, abierto muchas veredas, navegado en cien mares
y atracado en cien riberas, alguien que, paradójica y cruelmente, murió
mientras huía, volviendo la vista atrás para ver esa senda que nunca volvería a
pisar, la que le hubiese devuelto a su patria, a su hogar, a sus gentes,
haciendo un camino que podía sentir suyo puesto que lo emprendió obligado por
las circunstancias, huyendo de una cita inapelable, la que él y su madre tenían
en Colliure). Y es que el proceso hasta llegar al destino (sea deseado o
inevitable) es lo realmente interesante, lo que imprime carácter, lo que nos
forma y conforma, lo que nos define, lo que nos enriquece, en ese recorrido es
donde mejor se resume lo que entendemos, sentimos, extraemos, pensamos sobre la
vida, buenas o malas aún tenemos nuestras expectativas intactas o en
realización, aún hay tiempo para la ilusión (y también para la desolación), mientras
nos dirigimos a un lugar vamos recordando, anticipando, dialogando con el
pasado, preparando el futuro, teniendo la conversación que nunca seremos
capaces de mantener cara a cara con alguien (por miedo, por vergüenza, por
incapacidad, por imposibilidad, porque por una vez los augurios nefastos no se
cumplen, porque ya no hace falta), planificando respuestas agudas, argumentos
sólidos, frases brillantes que, al final, se quedan en nuestro interior (o que
no brotan hasta después, cuando es tarde, cuando no se puede enmendar el error,
cuando ya no quedan ni palabras, cuando resultan superfluas, cuando serían una
redundancia, cuando nadie va a escucharlas). Y es el caso que Ovidio Parades
construye varias de sus narraciones de ese modo, monólogos interiores, apuntes
en un cuaderno, soliloquios incontenibles que diseccionan existencias, almas
que se abren en canal intentando encontrar esas respuestas que nunca llegan,
que nunca satisfacen porque abren nuevos interrogantes, ese deambular que
llamamos vivir (y que tiene muchos momentos maravillosos, por supuesto, pero el
resto del tiempo andamos haciendo equilibrios para no despeñarnos).
Al poco de
publicarse el volumen que ahora tengo junto al teclado (en octubre de 2015, he
tardado demasiado en ponerme a la tarea -ya se sabe lo que pasa donde hay
confianza, que se atiende primero a las obligaciones y se arrincona lo que
apetece-), leí que alguien decía que no terminaba de entender el título, que no
le gustaba; son apreciaciones personales, cada lector es (y es fantástico que
así suceda) un mundo, pero creo que Corrientes
de amor expresa muy bien la multiplicidad de sensaciones que uno puede
extraer de esta colección de cuentos, el autor consiente y abona que cada cual
haga su camino al andar (al leer), tiene muy claro lo que quiere contar y cómo
contarlo pero no impone su visión, disemina detalles aquí y allá, cita
películas, libros, actividades, lugares concretos y abstractos, hechos tomados
de su cotidianidad, otros imaginados, muchos (como todos los escritores)
reelaborados a partir de los que protagonizaron otros o tal vez narrados sin
literatura, en caliente (una de las virtudes de Ovidio es que no maquilla nada,
si acaso se contiene para no dejarse llevar por el tremendismo -por desgracia,
demasiado presente en este mundo terrible e inhóspito en que damos boqueadas-,
pero expone con crudeza y contundencia injusticias, maltratos, odios, abusos
tildados de “normales” incluso por sus víctimas), dejando fluir estas ficciones
tan realistas (tan reales) con las que puede que se empatice o puede que se
discrepe, respiran, laten, se palpan, se reconocen, por eso cada uno
reaccionará de una manera, estimulado por la lectura, provocado (como debe ser)
por la misma. Ya en eso, por lo tanto, al menos es como yo lo percibo, nos
encontramos con una corriente, tomando simplemente la primera acepción del
DRAE, la más básica, es decir, “que corre”, que “viene, pasa o se extiende de
una parte a otra”, que sale desde las páginas del libro al encuentro del que lo
sostiene abierto entre sus manos, es una literatura que busca interlocutores
con un estilo que fluye (el diccionario también sanciona esto como “corriente”),
elaborado pero nada culterano ni enrevesado.
“El amor es como
una corriente de agua, fluye continuamente, no para nunca”, así lo afirmaba la
fascinante Gena Rowlands en Love Streams (a
la que en España conocimos como Corrientes
de amor, traducción literal del original), con esa frase se abre el volumen
en lo que es toda una declaración de intenciones, otra de las virtudes de
Ovidio Parades, quien jamás disfraza sus pulsiones, el porqué de su escritura,
no rechaza géneros que el elitismo vacuo (esto no deja de ser un pleonasmo en
el mundo cultural que nos rodea, muy certeramente lo retrató Paolo Sorrentino
en La gran belleza) considera “menores”,
todo lo contrario, los reivindica, los frecuenta, los ensancha, no se anda por
las ramas, va al grano, al meollo, a lo fundamental, a lo insoslayable, a lo
que nunca sabremos definir pero sí reconocer (precisamente, reducirlo a
esquemas, a lo que han vivido y dicho otros, sublimarlo, provoca que lo
confundamos, que lo tergiversemos, que lo ridiculicemos), al final siempre se
trata del amor, no del meramente romántico (para colmo, los hay que se empeñan
en querer ser como Romeo y Julieta, sin tener ni idea de la tragedia que
vivieron), de quiénes somos cuando interactuamos con los demás, de las
corrientes (¿por qué no decirlo) que se establecen entre dos personas, sea por
parentesco, por amistad, por competencia, por trabajo, por rechazo. Aunque uno
siempre procura llevar un libro a mano para los traslados en transporte público
cuando va solo, en muchas ocasiones no puedo concentrarme en la lectura porque
la cita a la que me dirijo se me impone, bien porque voy pensando en el
personaje al que voy a entrevistar y repasando mentalmente aquellos puntos que
no quiero olvidar en la conversación, bien porque voy apurado de tiempo y eso
provoca un inevitable nerviosismo que me hace estar pendiente del reloj, bien
porque me dirijo hacia la sesión de quimioterapia de mi padre y no logro evitar
los temblores, el agujero en el estómago que se va agrandando según quedan
menos estaciones, bien porque vengo de un episodio que me ha dejado mal sabor
de boca y no sé muy bien cómo encarar el siguiente, porque me gustaría volver
atrás para actuar de otra manera, porque me hago demasiados reproches pero
terminar cayendo en los mismos errores (o en los que me parecen tales). No soy
especial, nada más lejos de mi ánimo que sentirme como tal, todos hemos sido
esa persona que toma un café (o una cerveza) a solas con el amargor del
desencanto en la boca, aquella enferma de soledad que busca desesperadamente
clavos ardiendo a los que aferrarse, la que se asoma al abismo de su vida mientras
va hacia un trabajo que no le satisface, mal pagado, en el que se vive un
ambiente hostil, en el que la mediocridad tiene la sartén por el mango, todos a
veces hemos sentido un peso que nos hace caminar encorvados, con los ojos a
punto de llover (o soltando alguna lágrima), replegados en nuestro dolor, en
nuestra pena. Con elegancia y pudor, Ovidio Paredes no duda en dejar al aire
las heridas, en orearlas, en intentar restañarlas a fuerza de sacarlas a la
luz, de no consentir que se enquisten, de desterrar traumas y extirpar tumores
anímicos, sin que la literatura se coma la vida, sin que la sustituya,
haciéndolas convivir, estableciendo una corriente de amor entre ambas.