Es muy difícil
plasmar la vida tal cual, ese concepto tan inaprensible, tan etéreo, tan
indefinido e inconcreto, tan particular, tan subjetivo, uno no puede dejar de
rendirse y pasmarse ante los creadores capaces de reproducir atmósferas,
intimidades, sensaciones, afectos y desafectos, reacciones reconocibles aunque
sean opuestas a las nuestras, sucesos con los que nos identificamos aunque nos
sean totalmente ajenos, sentimientos tal vez muy alejados de los propios (o
desconocidos por no experimentados) pero que nos recuerdan anécdotas,
vivencias, gentes de nuestro entorno o con las que nos hemos topado en algún
momento o, cuando menos, nos resultan verosímiles, creemos que alguien pueda comportarse
de esa manera o decir esas palabras que el autor pone en boca de algún
personaje. Por lo demás, hay que asumir ciertos códigos porque, por mucha
veracidad que las páginas de un libro contengan, a pesar de que el narrador sea
claramente realista tanto en paisajes y escenarios como en psicologías, aunque
se describa con acierto notarial (pero con prosa más vivaz y expresiva), la
existencia de cada uno se compone en una proporción muy amplia (puede que excesiva,
pero uno así lo tolera e incluso propicia y desea) de rutinas, de convencionalismos,
de momentos anodinos (especialmente para los demás -ya me dirán qué tendría de
divertido e interesante que en uno de mis escritos me pusiera simplemente a
reflejar lo que estoy haciendo ahora y repito durante muchas horas, es decir,
estar sentado frente a la pantalla mientras golpeo el teclado imperiosamente
(es lo que hago, no puedo evitar: tecleo con demasiada energía, lo sé, pero
cuando pillo la idea me pasa como cuando hablo, quiero decirlo todo de tirón,
se me acumulan las palabras y me precipito), igual Dobby se baja un momento del
sofá en que dormita para beber un poco de agua, yo mismo echo un trago de la
botellita que tengo a mano y sigo con la tarea-), si no hubiese una cierta
sublimación, una necesaria dramatización, un contenido que dar al relato, una
labor de reescritura (en el sentido de tomar algo del natural y reelaborarlo,
no contarlo en crudo como acabo de hacer un poco más arriba), pocas creaciones
literarias interesarían a los posibles receptores más allá del ombligo de cada
autor (aunque los hay que sólo saben dar vueltas en torno al suyo y eso no es
óbice para que vendan miles y miles de ejemplares, va en gustos). Y, no
obstante, hay algunos privilegiados capaces de crear historias apasionantes a
base de recoger aquí y allá lo que una de las maestras de esta literatura
sutil, íntima, cotidiana, llamó fragmentos de interior, eso que está oculto
entre visillos y a lo que se da poca o ninguna importancia, la cotidianidad a
la que sólo damos cauce en el cuarto de atrás, asumiendo nuestra insignificancia,
quitándonos importancia (ejercicio inteligente porque no somos para tanto, pero
que hay que practicar en la justa medida para no anularnos -y especialmente no
consentir que nos anulen-), porque lo raro es vivir y que de nuestra existencia
pueda extraerse un relato que despierte curiosidad.
Es curioso el
modo en que uno va estableciendo vasos comunicantes entre los libros que va
leyendo, uniendo en el ánimo y los latidos escritos separados incluso por
siglos, poniendo en común a escritores que tal vez (o con toda seguridad) no se
conozcan, pero no he podido dejar de pensar en la llorada Carmen Martín Gaite
mientras devoraba la por ahora última novela de Colm Tóibín, la que por fortuna
no se ha hecho esperar demasiado en el mercado español gracias a la firme
apuesta que la editorial Lumen está haciendo por el autor irlandés (ojalá
recupere su producción anterior y regresen a las librerías los escasos títulos
que han sido traducidos a nuestro idioma). Nora
Webster es, sin duda, una novela narrada a ritmo lento, fruto tal vez del
modo en que se ha ido fraguando y forjando durante doce años, los que ha
necesitado Tóibín para enfrentarse a sus propios recuerdos, para encontrar las
palabras precisas con que homenajear y plasmar la figura de su madre, la de
tantas mujeres que quedan viudas con hijos pequeños y han de erigirse en
pilares de su hogar (aún más de lo que ya lo eran por mucho que la sociedad les
conceda un papel secundario -no es que las cosas hayan avanzado tanto como
algunos pretenden hacer creer, como sería deseable, pero la historia nos lleva
a lo que sucede en una ciudad irlandesa en la década de los 60 del siglo XX-), mujeres
que se convierten en cabeza visible de la familia, en el ejemplo a seguir, que
deben ocultar su pena para no agrandar la de sus hijos, disimular las lágrimas,
reprimir suspiros, sonreír sin aparente esfuerzo, atender el dolor de los
demás, impedir que el duelo se instale permanentemente, si el libro de
instrucciones de los padres siempre está por escribir (el de la vida en general
también, ya decíamos al comenzar que es indefinible por definición -aunque
suene paradójico-), sus páginas son en una circunstancia así de un blanco tan
impoluto que llega a herir. Uno nunca sabe qué decir ni cómo comportarse ante
alguien que ha perdido a un ser querido, da igual que hayamos pasado por una
experiencia similar, lo que a nosotros nos fue útil puede no serlo para otros
(no hay dolores, hay dolientes), por mucho que lo procuremos parece inevitable
caer en la conmiseración, en la lástima, en mirar a la persona como si le
faltase un miembro, como si el hueco que deja el ausente en el interior se
materializase, como si (en este caso) la viuda llevase adherido un agujero que
nos impide mirarla como un ser completo, del mismo modo esa madre no tiene
claro cómo gestionar ese espacio que ha quedado vacío en el hogar, cómo atender
a las necesidades de sus hijos sin remarcar la ausencia, con naturalidad,
haciendo equilibrios para que puedan seguir con sus vidas sin que parezca que
dan carpetazo al episodio relativo a su padre, no pasando por encima de él pero
sin hacer girar cada minuto del día en torno a su muerte, consintiendo que la
herida siga manando con la intensidad del primer día.
Nora es humana,
se equivoca, delega funciones, no sabe comunicarse, no es capaz de expresar sus
sentimientos, no comprende los ajenos (aunque sean similares a los suyos), yerra
y abunda en el error, opta por el silencio, es lo que Tóibín recuerda: “Mi
padre era profesor en un colegio y cuando falleció, aquel septiembre, yo tuve
que ir al colegio donde él trabajaba, recibir clases donde él las daba y estar
con los profesores que eran sus compañeros. Fue muy duro. Lo que hicimos en
casa para sobrevivir fue no hablar de él. Era una ausencia muy presente. Mi
madre volvió a trabajar en el lugar donde lo hizo de soltera. Cada día, al
volver a casa, nos contaba todo lo que había hecho y visto”. Y en esos
silencios, en lo que no se cuenta, en lo que se percibe sin que se verbalice,
en las elipsis, en los sobrentendidos, el autor es un maestro, sus
interlineados son prodigiosos, en sus puntos y aparte cabe todo un mundo, en
sus pausas sucede toda una vida, la otra vida, lo que no hace falta explicar, “el
objetivo es que el lector sepa más que el narrador”, es otra de las
declaraciones que Tóibín hizo recientemente a Winston Manrique Sabogal para El
País. Nora Webster es una novela
amarga, triste, perturbadora, pero lo consigue a base de sugerencias, de ecos,
de puntos suspensivos, de enfrentarnos a nuestros propios vacíos, los que han
quedado tras la marcha de nuestros seres queridos, los que sentimos en lo más
profundo, de expresar sin virulencia ni palabras la impotencia que nunca deja
de asaltarnos cuando en ocasiones querríamos consultar algo con ellos,
compartirlo físicamente aunque los sintamos con nosotros y percibamos su
impulso, su energía, su apoyo, su fuerza, su beso de buenas noches, su
satisfacción, también su disconformidad, su oposición, su desconcierto cuando
no hacemos lo que ellos hubiesen hecho o nos hubiesen aconsejado que
hiciésemos. En su prosa diáfana y minimalista, en su falta de pretensiones, en
su deseo de desaparecer como autor para que la novela, los personajes, se
comuniquen directamente con el lector, en su despojamiento, en su aparente
ausencia de estilo aflora el poeta, el creador capaz de expresar emociones, de
estimularlas, de provocarlas, de regalarlas con unas pocas palabras, las
precisas, las que sólo un escritor de su fuste puede encontrar y reunir, las
que sólo alguien tan talentoso puede insuflar en el receptor para que éste las
sienta como propias, para que desarrolle su propio discurso, para que se adueñe
de la novela y la haga suya.