Creo recordar que la conversación que ahora
evoco la mantuve con motivo del estreno en España de Nelly y el Sr. Arnaud, hace ya veinte años, el caso es que estaba hablando
con el siempre querido (aunque demasiado poco frecuentado) Miguel Ángel Barroso
sobre cine francés y, en un momento dado, reconocí mi pereza casi ancestral
ante ciertos nombres considerados popes, lo poco que me motivaba tener que ver
alguna película de ciertos cineastas con aureola intelectual y laureles de
maestría (en algunos de los que citamos he cambiado poco con el paso del tiempo,
he ido completando filmografías entre bostezos), y él me dijo que no era bueno
ir cargado de prejuicios, que así no dejaba a la obra expresarse, que para qué
me molestaba en ir a la proyección, a lo que le repliqué que, al margen de por
ser parte de nuestro trabajo (y en eso, como en otras muchas cosas, estuvimos
de acuerdo: hay tanto impostor suelto por aquí -y en este caso veinte años son
muchos para cómo ha evolucionado (?) el asunto-), una buena razón era,
precisamente, intentar abatirlos, que lo más negativo era no reconocerlos, es
decir, vender un análisis pretendidamente objetivo (aunque ya se sabe que este
adjetivo hay que utilizarlo con comilla y muchos matices porque, en realidad,
no es posible serlo) sin reconocer filias o fobias, dar gato por liebre, disfrazar
de juicio ecuánime, de reflexión propia, de sensaciones experimentadas, lo que
es una opinión dictada, aquello que, en muchas ocasiones y sin ningún tipo de
recato, se va pregonando antes de ver la película (y que no se altera ni en una
coma, los hay bien aleccionados o abducidos -cuando no untados-, los hay que
escriben o hablan -¡tantos!- sin haberse molestado en conocer lo que denuestan
-este tipo de “críticas” suelen darse casi con exclusividad cuando son
negativas, por no decir destructivas, sin argumentos ni consistencia más allá
de la mofa, el insulto, fijándose en lo exógeno, nunca han faltado pero ahora
se han multiplicado a mayor velocidad que un Gremlin si entra en contacto con
el agua-), hacer pasar por observación meditada e imparcial lo que responde a
intereses creados o por (querer) crear (y algunos consiguen su objetivo, saben
medrar, aunque luego sigan siendo juez y parte y pregonándose como
independientes). Lo más lastimoso de los prejuicios es cuando tienen su origen
en aspectos que poco o nada tienen que ver con la actividad de aquel que nos
los inspira (y aunque los llamemos así, en ocasiones son juicios asentados y
con cimientos, que se saben y pueden explicar, con justificación para
mantenerlos), cuando valoramos (o dejamos de hacerlo) la obra de alguien por
cómo viste, cómo habla, cuántas veces se ha casado o a qué partido político
presta su apoyo (o las simpatías y antipatías que reconoce); Clint Eastwood
está recibiendo las peores críticas de su carrera por sus declaraciones en
favor de Donald Trump (o por su silencio ante nuevas bravatas del candidato
republicano a la presidencia de EEUU -porque eso es por mucho que nos espante-),
y aunque uno no comparta en absoluto las simpatías del cineasta son palabras
que en el fondo no sorprenden puesto que el ideario de Eastwood lleva mucho
tiempo siendo claro y público, incluso en películas como Harry, el sucio y demás títulos de la serie (o en filmes tan
escandalosamente aplaudidos como Gran
Torino, por mucho que se ponga la piel de cordero), aunque más de una vez haya
demostrado una amplitud de miras de la que no gozan muchos de los que se sitúan
al otro lado del espectro político -ahí están Million Dollar Baby, Medianoche
en el jardín del bien y del mal, Cartas
desde Iwo Jima-, el caso es que han surgido voces dispuestas a negarle el
pan y la sal, que rebajan los elogios vertidos anteriormente, que analizan La gran pelea e incluso Por un puñado de dólares a partir del insultante
“generación de nenazas” con que nos obsequió hace poco (exabrupto que poco o
nada tiene que ver con el disfrute que se experimenta ante El intercambio o Sin perdón,
lo que no es óbice para decirle al ex alcalde de Carmel que son él y otros de
su cuerda los que tienen que superar muchas cosas de una puta vez -perdón por
la expresión, me limito a reproducir lo que Eastwood declaró en Esquire-).
Cuando Mario Vargas Llosa fue galardonado
con el Nobel, un colaborador del programa de radio que siempre tenía que hacer
patente (a veces sin venir a cuento) su pulsión libertaria, su inquebrantable
compromiso con la izquierda, su talante democrático (aunque ríanse ustedes de
cómo era cuando no había micrófonos de por medio), sin duda alguien muy formado
y culto pero tan dogmático como aquellos a los que zahería o desenmascaraba,
opinó que el galardón no era muy merecido porque no tenía una obra que fuese a
perdurar (la directora del espacio asentía, porque ella jamás discrepaba en
antena -ni en la vida si pensaba que eso le iba a reportar beneficios- de
aquellos de los que quería sentirse camarada -¡Pues ya vio cómo se lo agradeció
el susodicho!-), cuando me dieron paso para que valorase el tema, dije que cada
vez me sentía más lejos de la ideología que Vargas Llosa defendía personalmente
(o en muchos de sus, por otro lado, espléndidos artículos y reportajes -todo un
ejemplo de cómo construirlos y saber captar el interés del lector-), pero no
así de las tesis que sustentaban su labor puramente literaria, que eran muchos
los que hacían palpable su desconocimiento cuando afirmaban cosas o aseguraban
otras que novelas como La ciudad y los
perros o La fiesta del chivo desmontaban
en pocas páginas (pero, claro, hay que leerlas primero, para tener claro por
qué no nos gusta), que un señor cuyas tres primeras novelas se estudiaban en
universidades de medio mundo había hecho méritos suficientes para obtener el
Nobel, en mi humilde opinión. Cuando se hizo público el romance entre Vargas
Llosa e Isabel Preysler, hubo quien dijo (alguien, por cierto, que me merece
mucho crédito y con quien comparto muchos puntos de vista) que jamás podría
volver a leer Conversación en La Catedral,
La tía Julia y el escribidor o
cualquier otra porque le parecería falsa, irreal, porque no podría dejar de
pensar qué hay en la cabeza de alguien que, tenido por intelectual, elije como
compañera a alguien que no puede evitar resultar frívola, que habla
balbuceando, que ni siquiera para hablar de levedades o sobre sí misma mantiene
un discurso incoherente; piense uno lo que piense sobre el asunto en sí y sobre
esta mujer en particular, ya me dirán qué influencia puede tener en lo que
Vargas escribió hace más de cincuenta años e incluso en lo que publicó hace
cuatro, es como afirmar que La colmena es
pura filfa porque Marina Castaño se fue a bailar a Estocolmo (lo vergonzoso de
ciertas actitudes, de ciertas personas -me refiero a Cela, claro, ella no tiene
obra que defender o que se defienda por sí sola, ella es tan sólo su personaje,
su altivez, su caja registradora, sus ínfulas-, no quita grandeza a lo que la
tiene en su origen). Pero como había demasiado runrún, como uno de los asuntos
centrales de Cinco esquinas (su por
el momento última novela publicada por Alfaguara el pasado mes de marzo) es el
periodismo amarillo, como se mezclaban demasiadas cosas, opté por tomar cierta
distancia y retrasar la lectura para intentar que nada perturbase ni alterase
mis percepciones; y el caso es que, al final, me pongo a escribir el mismo día
en que Vargas Llosa (junto a Isabel Preysler, por supuesto) ocupa la portada de
la revista ¡Hola! -que, por cierto, acaba de lanzar su primer número en papel
de su versión para EEUU-, minando un poco más su aureola de intelectual,
especialmente teniendo en cuenta algunas cosas que ha escrito en otros momentos
sobre este tipo de “periodismo” (las comillas son mías), recordando su
(aparente, visto lo visto) denuncia de que “en la civilización del espectáculo,
el intelectual sólo interesa si sigue el juego de la moda y se vuelve un bufón”
(siempre queda la opción de seguir con el trabajo y si las cámaras no van, si
los medios se entretienen y llenan espacio con vacuidades, si todo el mundo
parece mirar hacia otro lado, resistir, permanecer, ser ese referente que algunos
buscan, ese faro que indicará el camino a quien lo desee, mantener la
coherencia.
Sea como sea, y lo diremos desde el
principio, Cinco esquinas es una
novela muy dinámica, fresca, jovial (puede que, en ese sentido, la ilusión
amorosa haya inyectado nuevos bríos), reflejo del Vargas Llosa que escribe sin
aparente esfuerzo, sin mayor pretensión que la de entretener, enhebrando
diálogos plenos de viveza con dibujos precisos e implacables de tipos muy
reconocibles (da igual cuál sea su nacionalidad, nos los creemos aunque nos
sean ajenos), desarrollando personalidades arrolladoras que pasan a engrosar la
nómina de creaciones como Lituma, la Chunga, Pantaleón, don Rigoberto, la niña
mala o la propia tía Julia (la Retaquita ya está junto a ellos, también, aunque
en menor medida, Rolando Garro y Juan Peineta, este último por el patetismo que
destila y la conmoción que a ratos provoca), manteniendo intacta su capacidad
para describir épocas, momentos o ambientes en unas cuantas frases, derivando
con facilidad hacia esa polifonía que maneja como pocos, hacia la ruptura de la
cronología en la que siempre se ha movido como pez en el agua (utilizada la
frase hecha con toda la intención). La conversión (o no tanto, tal vez es un
mero apunte del natural) de Vladimiro Montesinos, el Doctor, en personaje
grotesco, con trazos esperpénticos y caricaturescos, es todo un acierto (y por
más que les pese a tantos, aunque no se compartan las ideas ni el programa que
defendía, los hechos, el tiempo, la realidad dio la razón a Vargas en muchas cosas
que acusó/escribió durante la campaña electoral en que se enfrentó a Fujimori -El pez en el agua, ya se insinuó,
magnífica y reveladora lectura), se integra a la perfección en el tono general,
desinhibido y ratos procaz (los momentos más prescindibles o poco logrados), con
una crítica un tanto velada e incluso inane, tal vez poco elaborada, hacia ese
periodismo del que ahora se siente víctima el escritor (por mucho que él, y en
eso ha seguido sus propias palabras, haya entrado en el juego, haya consentido
y potenciado). No es por corporativismo, creo que ejerzo una casi constante autocrítica
que algunos califican de feroz y otros me censuran (sobre todo porque, dicen,
así no me va a contratar nadie, debería cohibirme -y, por tanto, faltar a la
ética profesional, esa en la que quiero seguir creyendo y manteniendo-, poner
en almoneda el oficio a cambio de un plato de lentejas), pero Vargas Llosa mezcla
un tanto lo que es un llamado periodismo que se basa en el escándalo más burdo,
en sacar a la luz las intimidades de gentes populares por otras razones, en
convertir en personajes a aquellos que como mérito o currículum sólo tienen sus
amoríos con famosos, que se labran una fama más o menos efímera a salto de cama
(o de cualquier lugar al que puedan tener acceso los objetivos de las cámaras),
en vender como “interés general” aquello que no tendríamos que conocer porque
es vida privada (e íntima -caso aparte están, faltaría más, aquellos que se
ocupan de pregonarla para darse a conocer y forjarse una “profesión”-), como
digo, Vargas mezcla esto con un periodismo digno de tal nombre, que salta
obstáculos, se la juega, investiga, se mancha las manos en el sentido de no
ponerse límites con tal de destapar la corrupción, las regalías, las prebendas,
las conductas poco o nada ejemplares, los delitos, los crímenes que se cometen
desde y en el poder, ese periodismo al que no le importa perecer, que se inmola
en aras de la libertad de expresión y, sobre todo, de la necesidad de
información, que pone el interés general por encima del particular, que airea
los trapos sucios y demuestra que no todo va bien. Por lo demás, aunque
precipita un poco el final (más bien es como si quisiera liquidarla en pocas
páginas, quitársela de encima a las bravas, la remata a la carrera -aunque sin
dejar cabos sueltos ni perder verosimilitud-), Cinco esquinas deja claro que el novelista aún tiene mucho recorrido
que, esperemos, no quede interrumpido por ese “vivir lo nuestro” que le tiene
día sí y día también en las páginas de lo que él mismo calificó como (hablando
de ¡Hola! y sus congéneres) “productos periodísticos más genuinos de la
civilización del espectáculo” (y entonces, en lo que venga o deje de venir, en
las futuras novelas -si las hay- sí podrán rastrearse las huellas de Isabel
Preysler -si es que son perceptibles-).