Con motivo de la histórica reposición de Cinco horas con Mario vivida hace pocos
meses (ya es histórico el montaje en sí mismo, lo que supuso, lo que provocó,
el hito en que se convirtió, aún más lo ha sido que treinta y siete años
después de su estreno Lola Herrera, aunque ya lo había hecho con anterioridad,
se haya reencontrado con un texto y un personaje que nadie puede habitar,
defender, lanzar al público como ella -pasarán los siglos, vendrán otras, a
muchas ya no las veremos, tal vez en el siglo XXIII tengan su propia y
magnífica Carmen Sotillo, por ahora resulta imposible imaginarla con otro
rostro, otra voz, otra piel-), apareció una crítica en la que su autor decía
que ahora por fin había comprendido lo que Delibes quería contar, que la
primera vez que leyó la obra sacó la conclusión de que Carmen era una bruja que
había hecho la vida imposible a Mario, que tantos años después había podido ser
ecuánime y sentir lástima, compasión, simpatía por ambos, especialmente por
ella (no he podido encontrar el artículo original, cito de memoria y
reiventando, lo que sí es literal es lo que afirmaba sobre sus primeras
impresiones). Ignoro cuándo tuvo este señor su primer encuentro con una novela
(ese es el origen: por desgracia aún se oye en el teatro antes de la función a
mucha gente que desconoce tal dato), pero el caso es que Cinco horas con Mario se publicó en 1966, tenía la urgencia de lo
inmediato -la esquela que servía de introito a la narración da testimonio de
que el óbito tuvo lugar el 24 de marzo de 1966-, era un testimonio en carne
viva, un reflejo de lo que estaba sucediendo, de lo que se consideraba “normal”,
de lo que era reflejo de “una moral intachable” y un respeto a “las buenas
costumbres”, era un auténtico grito, tal vez tan estupendamente camuflado por
el autor para sortear la censura, la reprobación, el rechazo, para conseguir sus
objetivos antes de ser descubierto, tan sutil e inteligentemente armado y
presentado que a muchos pudo/debió parecerles algo inocuo, incluso
intrascendente (al fin y al cabo, se trataba de “asuntos de mujeres”), más de uno
no supo captar lo revolucionario, lo transgresor, lo valiente, lo implacable de
la novela (de hecho, el propio Delibes confesó que, cuando llevaba como cien
páginas de una primera versión muy diferente en estructura, tono y estilo, tuvo
que frenar “porque aquello no funcionaba con Mario vivo. Afortunadamente esta
vez vi la luz, ayudado por la censura, porque lo que decía Mario no lo iba a permitir”
y, por lo tanto, optó por “matar a Mario y verlo a través de su mujer, cuyos
juicios eran oficialmente plausibles”). El caso es que pensé en regresar a la
novela, que no he vuelto a leer desde que estaba incluida como uno de los
textos sobre los que podían preguntar en Selectividad (en ese momento fue una
relectura, porque desde que cayó en mis manos El camino -conocida gracias a la adaptación televisiva que dirigió
Josefina Molina, directora asimismo del montaje teatral que nos ocupa-, precisamente
el mismo año en que Los santos inocentes se
convertía en un triunfo absoluto en los cines de medio mundo, había devorado
cualquier título de Delibes al que hubiese tenido acceso), pero los tomos con
las obras completas del autor vallisoletano se encontraban ocultos y con
difícil acceso (había tenido que poner a mano otros, los volúmenes se acumulan
en lugares insospechados) y, por así decirlo, se me fue pasando la fiebre
(aunque, dicho queda, sé que terminaré por cumplir ese deseo).
Lo que no dejó de rondarme fue cierta
comezón, cierto malestar porque alguien hubiese malinterpretado de ese modo el
personaje de Carmen, esa lectura aún la hacía más víctima de una (mala)
educación plagada de dogmas, prejuicios, imposiciones, obligaciones,
servidumbres, incluso ella misma es implacable consigo por momentos (la
connivencia con los verdugos es el peor lastre, el más difícil de erradicar,
esa es su mayor victoria), un magnífico retrato (por veraz, por comprensivo,
por altavoz) de una mujer que, lamentablemente, aún nos es (o debería serlo: no
miremos hacia otro lado) muy próxima, muy reconocible, muy contemporánea. Y, al
evocar esos años de instituto, me vino a la cabeza otro de los títulos
obligatorios para Selectividad, Nada de
Carmen Laforet, un libro sin duda importante más allá de ser el primer Nadal, toda
una sorpresa y un triunfo que se alzase con el triunfo y fuese publicado (y
adaptado al cine poco tiempo después), parece impensable que en 1945 se
consintiera el acceso a una voz que se expresaba sin filtros ni manierismos ni
reparos (la autora siempre marcó ciertas distancias y dijo en innumerables
ocasiones que no era una autobiografía, pero sus hijas han declarado que lo
hacía para que su familia no se ofendiese o afectase más de lo debido), una voz
joven que denunciaba (desde lo aparentemente anodino, para algunos sería algo
trivial, no fueron capaces -nunca lo eran más allá de las obviedades, eso que
salimos ganando a pesar de todo-) el aburrimiento existencial a que se veían
abocadas tantas mujeres con inquietudes, ese caldo espeso en que se anegaban y
cercenaban anhelos, curiosidades, aptitudes, manifestaciones, intelectos,
sensibilidades, incluso frivolidades y veleidades, potencialidades, realidades.
Pero, aun captando y reconociendo sus virtudes, nunca me atrapó la prosa de
Laforet, volví a leerla en la Universidad pero seguí sin pillarle el punto,
puede que todo se debiese a que, casi al mismo tiempo que leía Nada por primera vez, descubrí a Carmen Martín
Gaite, Entre visillos, otro premio
Nadal, y con ella sí me sentí arrebatado, de hecho recuerdo que la leí
compulsivamente, que debió durarme dos o tres días porque me absorbió
completamente, que se convirtió desde ese temprano conocimiento en una de mis
escritoras (y escritores) favoritas, que sin ella pretenderlo anuló al resto (a
ella sí estoy regresando, precisamente en estos días, también incorporaré algún
título que aún tengo pendiente, tiempo habrá para que el arpa suene bajo los
auspicios de LA Martín Gaite -¡Ay, ese “la” admirativo, cómo me place!-).
Y el caso es que Pablo me había regalado en
nuestro último aniversario El volumen de
la ausencia, novela con la que Mercedes Salisachs ganó el Ateneo de Sevilla
en 1983, ella misma sirve como ejemplo de lo mal mirada que estaba una mujer
con aspiraciones artísticas, más habiendo recibido lo que entonces se llamaba “una
educación esmerada” y formando parte de una familia “con posibles” o “pudiente”
o, directamente, “rica”, tuvo que enfrentarse a los suyos y pelear por lo que,
en contra de lo que algunos afirman, no le regalaron ni pusieron fácil, siempre
se enfrentó a los prejuicios de los que la veían como una diletante, una
mojigata, una dogmática conservadora, una cosa es o puede ser lo que ella
votase, defendiese, rezase o dejase de rezar en su vida privada, pero sus
novelas cuestionan a la sociedad del momento, a la burguesía, a los que se
erigen en autoridades morales, socava los cimientos de la doctrina dominante,
da voz a mujeres (y hombres) que se sienten atrapados en los esquemas heredados
o impuestos, tiene personajes que, por supuesto, mantienen y reproducen los
clichés imperantes, no para defenderlos o difundirlos como algunos (los que no
se molestan en leerla) creen, sino para escrutarlos, para desenmascararlos,
para abatirlos. Como andaba con estas reflexiones, abrí el libro, lo antepuse a
otras lecturas, y muy pronto encontré puntos en común con Carmen Sotillo, con
lo que su irrupción en las páginas y después en escena supuso, puesto que la
narradora de El volumen de la ausencia,
Ida Sierra (siempre aparece así nombrada, por cierto, con el apellido del
marido, al modo de otros países, dependiente del macho, nadie parece tener
curiosidad por cómo se llama ella en realidad, es tan sólo “la señora de”), dice
en pocas palabras lo que ha sido el pan de cada día para tantas (y tantos): “Callar;
eso era lo que hacíamos todos. Cubrir con piel sana los furúnculos más
purulentos”. Aunque, sin duda, los párrafos más reveladores y dolorosos (porque
cuentan algo que ha sucedido, que aún sucede en muchos lugares) son los que Ida
dedica a hablar sobre su madre, son un reflejo de la incomunicación, de la
sumisión, de la resignación, del modo en que se ha anulado a varias
generaciones (nos quedamos en las madres porque, tengamos la fortuna de que aún
vivan o no, están todavía cerca, puede rectificarse, pero podríamos, claro,
hablar de nuestras abuelas, bisabuelas, por supuesto tías, vecinas, incluso
hermanas) y nadie ha movido un dedo por evitarlo (y quien sí ya sabemos cómo ha
terminado): “Creo que fue en aquella ocasión cuando de verdad conocí yo a mi
madre. Hasta entonces lo único que sabía de ella era que había pasado por la
vida, como tantas mujeres de su época, sometida al destino ancestral de su
sexo, volcada hacia su marido, cuidando de mí cuando yo era pequeña y dedicada
luego a Jacobo porque era hijo mío y yo no podía ocuparme de él.
>>Nunca supe en realidad cuáles fueron
sus verdaderas luchas internas. Ni siquiera llegué a saber si las tenía. Ignoro
si alguna vez sintió la necesidad de rebelarse, o si llegó a experimentar por
un hombre que no fuera mi padre lo mismo que yo sentía por ti.
>>Me chocaba, eso sí, su forma de
comportarse con todo el mundo; aquella necesidad de entrega que casi nadie
apreciaba, aquel volcarse con los que sufrían o enfermaban y, sobre todo,
aquella paz que irradiaba incluso en los momentos de mayor apuro: “Dios
proveerá, hija; hay que confiar en Él.”
>>Para ella no había más ideología que
la de auxiliar al prójimo; jamás se definió políticamente ni le importaba la
gente que aspiraba al poder. Al contrario; la compadecía: “Situarse en las
alturas es perder el derecho a la tierra. Y eso es grave, Ida. Mientras
vivimos, es nuestro verdadero feudo.”
>>Su máxima ambición consistía en no
ser ambiciosa; en tener lo suficiente pero no lo demasiado. (…)
>>Sus alusiones a la fe eran siempre
veladas; no quería abrumar a nadie con sus creencias: “Lo importante no son los
sermones, sino el ejemplo.” Por eso nunca se preocupaba en averiguar si tal o
cual fulano era de derechas o de izquierdas, si era creyente o no lo era. Lo
único que le impulsaba hacia él era saberlo en desgracia (con o sin culpa) y
procurar, como fuera, sacarlo a flote. Luego lo olvidaba. Decía que tan malo
era recordar los agravios que nos habían hecho, como evocar los favores que
hacíamos a los demás: “Ambas situaciones conducen a la soberbia.” (…)
>>Eso era lo que solía practicar ella,
Juan: cegueras voluntarias; sorderas sistemáticas para todo lo que la hería.
>>Decididamente antiextremista,
procuraba evitar entusiasmos vanos, precipitaciones torpes e inquietudes
meramente materiales. Todo lo que, en definitiva, podía hundir al entusiasta en
lo ridículo”.
Todo esto viene a resumirse en una frase que
Ida escribe poco después: “Así era mi madre, Juan. Un camino de renuncias
sembrado de querencias que pocas veces manifestaba”. Ese silencio ancestral fue
el que vino a romper Delibes (como ya habían hecho antes otras autoras, ya lo
hemos visto), por eso resulta desolador que alguien pudiese ver a Carmen
Sotillo como una arpía, como una indeseable, cuando sólo le preocupaba guardar
las formas, cuando se arrepiente de aquello que tan sólo ha imaginado o
magnificado en su recuerdo, cuando ha sido obediente hasta en la cama, cuando
ha sido fiel guardiana de las esencias de “lo correcto”, eso que se transmite
en las páginas de la revista La Dona
Catalana, revista semanal publicada entre 1925 y 1938, de la que Montserrat
Roig recoge algunos avisos en su vibrante Adiós,
Ramona: “Toda mujer que cuida de su higiene tiene siempre a mano una
pastilla de jabón de almendra”, “Leyendo La
Dona Catalana se protegen los intereses del hogar”, “Sabéis que la mujer
catalana ha sido siempre la más fiel guardiana de nuestra fe y de nuestras
tradiciones ancestrales, sabéis que son vuestras virtudes raciales”, “La
sensatez que no excluye la alegría, la discreción en el mando, la docilidad en
la obediencia, la honestidad en las costumbres”. Y también aparece una escuela,
academia o similar que se llama La Cultura de la Dona en la que sólo se
imparten clases de taquigrafía, bordado, ortografía y costura (lo que me lleva
al estupor de ser consciente de que, en este tiempo en que descubría a Laforet,
Martín Gaite y otras -también en ese tiempo empecé a leer a Ana María Matute-,
es decir, en los años que van de 1984 a 1988, aún se impartía una asignatura
optativa que se llamaba Hogar, según decían algunos profesores evolución de lo
que antes eran nociones de “economía doméstica” y en aquel momento se centraba
en manualidades varias, todo muy fútil y ñoño, recubierto de una ranciedad
vomitiva -pero curricular y, si se suspendía, cosa que llegaba a suceder, había
que hacer un septiembre de examen sobre nutrición-). Montserrat Roig, con la
brillantez que la caracterizaba, retrata sin aspavientos y con contundencia a
tres mujeres de la misma familia, estableciendo la cronología y genealogía de
los esquemas mentales, de la cortedad de miras, de los dogmas de fe (religiosa
y social), porque la abuela, en 1894, escribe en su diario: “No sé por qué me
caso. Pienso que es muy difícil prever qué nos tiene reservado el destino. Una
mujer necesita a un hombre a su lado, por miedo a encontrarse sola, de ser el
hazmerreír de la gente. Sobre todo, por miedo a llegar a vieja sin salud y con
el alma reseca”. ¡Qué escalofrío pensar que tantas lo han rubricado con sus
hechos, creyendo ciegamente que era lo justo, sin plantearse que existen otras
opciones, sin el valor o la posibilidad de oponerse, siendo cruelmente
castigadas si se atrevían a discrepar! Por lo tanto, no es extraño que, ya en
1960, esa misma mujer le diga a su nieta cuando va a ir por primera vez al
Liceo al haber cumplido dieciocho años: “Tienes que sentarte con las piernas
cerradas y las puntas de los zapatos hacia adentro. Sobre todo no pongas esa
cara de juez. Saluda a los conocidos con elegancia, les sonríes si se acercan
pero no hables demasiado, no te rías si no viene a cuento, has de mantenerte
distante. No debes exagerar: una señorita ha de hacerse valer sin que nadie
sospeche cuáles son sus intenciones. Te has de mostrar reservada. (…) has de
comportarte, cuando estés dentro del palco, como si la música te interesara de
verdad. Nada de llevar gemelos, no los necesitas, nada de mirar con
indiscreción a los lados: una chica ha de estar bien educada por fuera y por
dentro”. Uno se atrevería a decir “bien amaestrada”, “bien domada”, “bien
abducida”, “bien domesticada” (dicho con mucha ironía, por aquello de que en
las aulas se aprendía “economía doméstica” -hablarían del precio de los
garbanzos o de las telas más prácticas para hacer cortinas, de cómo llegar a
fin de mes, ¡mira, que se apunte Esperanza Aguirre si aún imparten lecciones de
este tipo en algún sitio!-).
Tengo pensado escribir dentro de no mucho
(ya saben los fieles que igual pasan meses antes de ello) sobre los prejuicios
y, por lo tanto, apenas esbozaré ahora cómo, por culpa de una espantosa
profesora de Literatura que sufrimos durante la carrera, una mujer incapaz de
transmitir el más mínimo amor por los libros, alguien que les convertía en
obstáculos, en cargas pesadas, una tal Milagros Arizmendi por la que, en parte,
nunca me entusiasmó Carmen Laforet (tal vez si ella nos la hubiese hecho vivir,
explorar, tal vez si ella hubiese hecho volar nuestra imaginación, si hubiese
animado a nuestros corazones, si hubiese creado lectores y no papagayos, si le
hubiesen preocupado nuestras sensaciones, nuestros análisis, nuestros puntos de
vista, si hubiese transmitido alguna emoción, tal vez así mi relectura de Nada hubiera sido más placentera -o la
de Tiempo de silencio de
Martín-Santos, otro de esos títulos nimbados de prestigio que nunca se han
ganado mi devoción y que también leí primero para la Selectividad-), como esta
señora nos arrojó unos veinte libros que había que leer para un examen que iba
a tener lugar un mes después, así, sin avisar, sin que le temblase el pulso,
haciendo que muchos se desanimasen y considerasen la lectura como algo
prescindible porque ya vienen otros a imponerla, cogí mucha prevención a Rosa
Chacel, porque las más de 700 páginas de La
sinrazón se sumaban a otras muchas que era imposible leer a tiempo (había otras
cinco asignaturas, la mayoría con mucho que memorizar y estudiar). Pero en esta
época por la que transito me decidí a abrir Memorias
de Leticia Valle y la experiencia ha sido gratificante, gloriosa,
refrescante, una novela en apariencia ingenua pero con unas cargas de
profundidad que aún hoy son muy pertinentes, por debajo de su voz de niña (si
bien es cierto que muy leída, tendente a la reflexión, en absoluto simple, muy
despierta y observadora) asoma la madurez de una escritora -la publicó con más
de 45 años- poseedora de una mirada certera y penetrante, otra de esas que no
consintieron mordazas ni grisuras, sacando a la luz la miseria moral de una
sociedad (y aunque las circunstancias no cambiasen demasiado o lo hiciesen muy
lentamente, dejar testimonio de ello es imprescindible, para que no se olvide,
para procurar que quede en el pasado, para que Carmen Sotillo no sea quemada
por bruja).