Antes de saber quién era Faulkner ya vivía
(y esperaba con impaciencia) el largo y cálido verano -título, por cierto, que
corresponde a una de las partes en que divide El villorrio, no es el de ninguna de sus novelas como a veces
afirman gentes sin conocimiento por mucho que publiquen, hablen, aparezcan en
medios de comunicación-, así es cómo recuerdo esos meses si me remonto a mis
primeros años, fueron varias las ocasiones en que no hubo posibilidad de salir
de veraneo, no eran años muy boyantes, y, por lo tanto, fui niño (aún más)
urbanita, viví eternas sobremesas en las que el sopor, el silencio, un sol
implacable y aplastante se imponía, pero era agradable resguardarse en casa de
la tía, bajaba todas las persianas, mantenía el fresquito, yo me tumbaba en una
sábana vieja en el sueño, dormitaba un poco después de la serie de sobremesa
(mientras el tío Miguel dormía el final de la etapa del Tour), escuchaba música
con los cascos, esperaba que el calor fuese dando tregua, que los rayos del sol
perdiesen fuerza y no diesen directamente en el patio para salir a sentarme y
leer junto a la abuela que cogía una revista y “echaba un rato” antes de
ponerse con la cena (también salía la señora Matilde, una vecina de toda la
vida, también con alguna revista -se las intercambiaban-, aunque le gustaba mucho
pegar la hebra y a veces era imposible concentrarse en el libro). No negaré que
en algún momento la rutina se hacía un poco cuesta arriba, que a veces me
apetecía algo más de actividad, incluso hubo ocasiones en que estaba deseando
que algún fin de semana fuésemos a ver a los Cela a Morata de Tajuña (ya ven
qué desesperado puede llegar a estar uno a veces -aunque no negaré que hubo
momentos muy divertidos e inolvidables, entre ellos los asociados al tiempo en
que Emilio, el hijo de la familia que tenía mi misma edad, y yo empezamos a
juguetear, a sobarnos, a tener relaciones -pero eso, hasta que algún día me
anime a contarlo más prolijamente, queda por el momento sólo esbozado,
explicando, eso sí, que cuando empezamos con la historia ya teníamos unos trece
años o así-), que me agobiaba un poco el momento de regresar a las aulas y
escuchar como la mayoría de mis compañeros habían dejado Madrid al menos unos
días, pero en ese sentido siempre he sido de fácil conformar, al menos venían
de visita los nietos de la señora Matilde que vivían en Bilbao y alquilábamos
películas (cuando llegó el vídeo), siempre íbamos al Parque de Atracciones,
hacíamos alguna excursión, al margen de que teniendo cerca libros o los cines
del barrio que en esa época aún funcionaban a pleno rendimiento, mis
entretenimientos más queridos (y para los que no necesitaba a nadie -bueno,
algunos sábados iba con los tíos, primero a comer una hamburguesa, y vimos
maravillas como Papillon, El color púrpura, Carros de fuego, Amadeus y
algunas otras-, pero no había que ), pudiendo dedicar todo el tiempo del mundo
a mis pasiones, sin interrupciones molestas (es decir, clases, deberes,
exámenes), parecía que el verano no iba a terminar nunca, es por eso por lo que
antes decía que, a pesar de los rigores de Madrid en esos meses (sí, ahora
andaremos con lo del calentamiento global, las olas de calor africanas y todo
lo demás, pero antaño había que economizar, las casas no estaban
acondicionadas, las altas temperaturas -y las bajas- se sentían con más
intensidad), el verano era una meta, una liberación, un triunfo, una enorme
alegría que se iba fraguando meses antes, sobre todo en lo que a acumular
libros se refiere, aunque siempre he sido voraz en ese terreno, aquellos tomos
de Los Cinco Investigadores que se me antojaban más apasionantes (bien porque
Joaquín ya los había leído y decía que era los mejores, bien porque sólo el
título ya prometía emoción a raudales), algunos de Agatha Christie que quedaban
aparcados, libros de mayor enjundia según fui creciendo y la complejidad (o
volumen) de lo estudiado obligaba a dedicarle muchas horas, siempre iba
elaborando una lista para el verano, inacabable, imposible cumplir los
objetivos, hubiese necesitado más meses, pero sí fueron cayendo La historia interminable, El nombre de la rosa, Cumbres Borrascosas, El largo adiós, Jane Eyre, Capitanes y reyes,
no me cabe duda que esos los leí en verano -Madame
Bovary no, El amor en los tiempos del
cólera tampoco-, también en verano (ya en la época universitaria) intenté
el Ulises, era una promesa que le
había hecho a mi querida Mercedes, esa maestra, incluso leí primero la Odisea -que me entusiasmó-, pero Joyce
pudo conmigo -como me decía una amiga de aquel momento, se me veía el
sufrimiento mientras pasaba páginas, intentando convencerme de que me gustaba-,
nadie es mejor ni peor por el hecho de haberlo terminado y comprendido, sobre
todo porque más de uno de los que afirman haber hecho ambas cosas seguro que
mienten, sobre todo en lo segundo -hay quien confiesa, exigiendo anonimato y
discreción, no soportarlo pero no lo dice en voz alta “porque me mirarían mal”-.
Y el caso es que para este verano
achicharrante reservé una lectura que me apetecía porque la esperaba como ha
sido, refrescante, adictiva, veloz, emocionante, se trata de la segunda novela
que Maurizio de Giovanni ha dedicado al inspector Lojacono, Los bastardos de Pizzofalcone, que
apareció a principios de año en la tantas veces aplaudida en este blog
colección Roja & Negra de Reservoir Books (con traducción de Celia Filipetto, dato que incorporo gracias a la indicación de una amable lectora -¡Qué pocas veces reconocemos la labor de aquellos que nos permiten el acceso a tantas obras literarias que, de otro modo, no podríamos leer!-). El arpa sonó hace un tiempo al ritmo
que el escritor napolitano inspiró desde la serie que le ha hecho tremendamente
popular y que en España publica Lumen, las historias protagonizadas por el
comisario Ricciardi en el Nápoles de los años 30 en pleno apogeo del fascismo,
era tiempo de regresar a sus páginas y detenerse un poco en estos libros que
retratan una ciudad que el escritor conoce muy bien porque es la suya, porque sigue
residiendo allí, porque la convierte en uno de esos escenarios que tienen
influencia sobre los personajes, que a ratos parece uno más, porque no hay
reconstrucción histórica, porque habla de ahora mismo, del momento en que
escribe, porque es un castigo para Lojacono, le destinan allí como destierro,
para que pague unos crímenes que no ha cometido, porque es alguien
permanentemente desubicado, también (o sobre todo) en las relaciones personales
(de Giovanni parece tener predilección por héroes que no pretenden serlo, que
arrastran cargas muy pesadas, que por unas razones u otras se enclaustran en un
comportamiento poco comunicativo cuando no directamente asocial), porque, sin embargo,
va aceptando que ese es ahora su lugar (decir “hogar” tal vez sea decir mucho),
que lo mejor que puede hacer es seguir siendo fiel a sí mismo pero asumiendo
que pertenece a Nápoles, que ahí debe sobrevivir, y el caso es que su
perspectiva ha cambiado del primer título -El
método del cocodrilo- a este segundo, ha adquirido otros matices, “el
inspector iba cambiando de idea sobre aquel lugar tan extraño. Había dejado de
considerarlo sólo una especie de cárcel, un destierro al que lo habían
condenado a causa de una maldita difamación, una pena impuesta sin juicio ni
procedimiento contradictorio, y estaba intentando conocerlo mejor, aunque más
no fuera para poder trabajar ahí; un policía, pensaba, debe respirar la ciudad
en que trabaja. Debe saborear sus silencios, sus vacilaciones; olfatear el
miedo y la desconfianza, la indiferencia y la arrogancia para poder
combatirlas, de lo contrario, está acabado”.
Y ahí es donde de Giovanní entronca con
Simenon, pendiente del estado anímico de los involucrados en un crimen más que
del propio crimen, primando esas emociones que van a proporcionar claves, nos
van a ayudar a comprender por qué se cometió ese asesinato y de ese modo, la
explicación va a ser siempre coherente, verosímil, en ocasiones ha estado
delante de nuestros ojos desde el principio, sin duda hay que aplicar la
lógica, hay que mover las células grises de Poirot, pero también utilizar el
corazón, atender al comportamiento humano como hacen la señorita Marple o el
padre Brown, desentrañar el lenguaje oculto de gestos, rutinas, ruptura de las
mismas, analizar los afectos y desafectos de la víctima (y de los sospechosos),
así lo escribe de Giovanni en un momento dado hablando del trabajo policial, “Llegarán.
(…) Escarbarán en las frases, en las expresiones. Tratarán de captar el dolor
de los sentimientos, husmearán como perros en busca de un motivo para el odio.
(…) no hurgarán en el amor. Sin embargo, a veces es precisamente el amor lo que
pone fin a la vida”. Puesto que en Italia ya se han publicado tres títulos más,
podemos afirmar que El método del
cocodrilo fue una presentación, una especie de estimulante prólogo para que
la serie cogiese impulso, y que con Los
bastardos de Pizzofalcone ésta arranca sin remisión, claramente tributaria
de las novelas de Ed McBain pero con su propio aliento, con particularidades
que la caracterizan, emparentando con la de Ricciardi por el tono amargo, por
cierta estructura a la que de Giovanni parece aferrarse pero con la que siempre
consigue despistar o al menos sembrar dudas cuando todo puede parecer bastante
claro, por su ritmo implacable pero jamás acelerado, por el retrato preciso y
detallista de personalidades que enriquece la trama, la bifurca, por una
ambigüedad muy medida en las páginas en primera persona, recurso que es una de
sus señas de identidad, a veces redundante o un tanto forzado, pero en general
muy acertado y controlado para que no rompa las costuras de lo meramente
policiaco. Y es ahí donde se permite reflexiones, emociones, confesiones,
textos en apariencia inconexos que van encontrando su lugar según el lector
avanza, que incluso variarán el tono con que fueron leídos al tener claro quién
los pronuncia, quién se lamenta, quién habla consigo mismo, que se interpreten
de forma diferente cuando se acoplen definitivamente, cuando las piezas que de
Giovanni gusta disgregar durante muchas páginas van encajando en la posición
adecuada, pistas lanzadas al aire que a veces se desechan y otras se captan a
la primera, no importa, más allá del necesario y bien trenzado interés por
quién cometió el crimen, lo que al autor le preocupa aún más, lo que atrapa al
lector, es la telaraña de pasiones que siempre teje, empezando por la que se
establece entre los personajes principales, esos que, junto a los ya conocidos
Lojacono, a Letizia, a Marinella, a la dottoressa Piras, son presentados aquí y
dan título a la novela, ese grupo de policías conocido como “los bastardos de
Pizzofalcone” y que, a buen seguro, nos van a hacer pasar muy buenos ratos (si
se publica pronto el siguiente tomo, tal vez no espere en esta ocasión hasta el
próximo verano: de Giovanni engancha).