No hace mucho, cuando tuvimos oportunidad de
abrazarnos de verdad, sin artilugios de por medio, sin iconos ni palabras
escritas, cuando abandonamos la virtualidad para compartir unas horas con el
magnífico espectador y lector, con un cómplice afectuoso conocido a través de
las ondas, cuando Mario Zapa y su marido, Frank, se vinieron a Madrid para ser
también testigos de la histórica reposición de Cinco horas con Mario (y, por lo tanto, de la aún más histórica y
legendaria interpretación de Lola Herrera), hablando de mil y una cosas,
fundamentalmente de las pasiones comunes, el primero querido oyente y ahora buen
amigo a pesar de la distancia Mario me dijo que una de las cosas que más le
enganchó de mi hacer profesional, aquello que le llevó a tener en cuenta mis
valoraciones antes de decantarse por un espectáculo u otro, fue la emoción con
la que aplaudía lo que me entusiasmaba, el ardor con el que valoraba lo que
veía o leía, el desencanto e incluso fobia feroz dependiendo del momento y/o
del intérprete (director, dramaturgo, escenógrafo, escritor,…) que expresaba
sin cortapisas, transmitiendo sensaciones vívidas, argumentando el porqué de mi
dictamen; le dije que era cuestión de años, que ya vería cómo, poco a poco, no
todo le satisfacía tanto, que iría eligiendo, que se iría decantando, que de
hecho hay gente a lo que no piensa volver a leer, y él me explicaba que en
literatura tal vez podía mostrarse algo más selectivo (aunque es omnívoro,
devora sin verse saciado -y lo mejor es que le aprovecha, saca conclusiones,
dialoga con los textos, se muestra activo, está perdidamente enamorado de la
actividad lectora y no tiene reparos en expresarlo-), pero que en teatro era,
por así decirlo, muy fácil engañarle, que reconocía que los efectismos le
ganaban, que se dejaba llevar sin recato y a veces sin analizar demasiado, sin
querer hacerlo, sin ponerse en actitud crítica para no desvirtuar el momento y
vivir la experiencia lo más prístina e intensamente posible. Le recordé que uno
de mis (nuestros) géneros favoritos es el musical y, por lo tanto, me pirran
los momentos espectaculares, un helicóptero descendiendo sobre el escenario (y
el viento de sus hélices despeinando a los espectadores en aquella Miss Saigón que jamás olvidaremos), un
inmenso zapato sobre el patio de butacas con una drag queen burbujeante que se
contonea y despliega alma de diva a los compases del Sempre Libera de La Traviata (espléndido
montaje australiano que gozamos en Londres y que en España anda de gira dejando
patente cómo hacer un musical dignamente y a la altura del original -y que en
ese momento en concreto se beneficia de un esplendoroso Christian Escuredo-,
Mary Poppins elevándose por encima de las cabezas de los ocupantes de la platea
(y no pudiendo reprimir una sonora exclamación que restalló en un teatro
emocionadamente silencioso ante el milagro artístico), han sido tantas las
ocasiones en que me he quedado con la boca abierta, voy siempre predispuesto a
la sorpresa, disfrutando de la ceremonia de llegar pronto al teatro, contemplar
la marquesina (si la hay), los carteles, las fotografías, caminar hasta la
butaca como si flotase, apretar la mano de Pablo y cruzarnos un guiño
emocionado (disfrutar junto a él es un valor añadido, que en ocasiones mejora
en mucho lo que contemplamos en escena), esperar que se alce el telón con
nerviosismo (en eso soy muy clásico, me gusta que lo haya, aunque en algunas
ocasiones su ausencia provoca la aparición de los primeros suspiros, los
primeros temblores, las primeras emociones al contemplar la escenografía o el
espacio vacío tenuemente iluminado, los objetos, muebles, trajes u otros
enseres dispersos, puede que incluso haya actores en escena iniciando alguna
acción o en silencio, quietos, esperando el momento de iniciar la ceremonia
aunque ésta ya empiece en el corazón del espectador que intuye, imagina, sueña,
intenta adivinar por dónde van a ir los tiros, lo que suele disgustarme,
hastiarme, irritarme, y así se lo conté a Mario, es cuando esos elementos u
otros, mal utilizados, hurtan la comunicación teatral, se convierten en el
elemento central, cuando se privilegian, cuando se abusa de ellos, cuando
intentan paliar (u ocultar) otras carencias, lo huero, la necedad, apropiarse
de un clásico para pisotearlo, cuando el lugar donde tiene ídem la
representación es en realidad el atractivo, el reclamo, lo único que se ofrece,
cuando lo que debería ser primordial pasa a ser secundario, cuando uno sale con
los oídos llenos de gritos, ruidos, música estridente, cuando todo se basa en
provocar en el sentido más básico, es decir, cuando el público se ve obligado a
participar, a actuar, a ser el ingrediente principal, cuando es él quien, de
muchas maneras, debe escribir, concluir, ejecutar la función. ¡Que aprendan de
La Cubana o de aquel montaje de La
Celestina de Robert Lepage o de la Fuenteovejuna
que Marsillach -con la imprescindible colaboración del no menos grande
Carlos Cytrynowski- dirigió en 1993 para la Compañía Nacional de Teatro
Clásico, esa que dejaba sin respiración desde antes de comenzar gracias a
aquella estructura metálica que invadía el patio de butacas y que se utilizaba
con sabiduría, con criterio, con poderío teatral y no al revés!
Y aunque, como digo, sigo siendo muy clásico
en lo que a los telones respecta (no puedo evitar contener la respiración
cuando empieza a alzarse y vamos abandonando quiénes somos, cuando somos
abducidos desde nuestra butaca para formar parte de comienza a desarrollarse sobre
las tablas, allí, al alcance de la mano, frente a nuestros ojos), hay
ocasiones, también se ha señalado, en que la atmósfera empieza a cambiar antes
de que el regidor dé la señal de inicio, en que se involucra al espectador
antes de que ocupe su localidad, en que es inevitable sentirse atrapado por la
magia teatral, así lo viví hace como un año y medio cuando entré en la Sala de
la Princesa del María Guerrero para asistir a una representación de La piedra oscura (si a los que
participamos en medios pequeños suele/puede sernos difícil conseguir una
invitación para glosar un espectáculo y/o hacer una entrevista, no digamos dos,
y como fui a verla para cumplir con una entrevista que aún debía a una web que
Pablo y yo habíamos abandonado recientemente, como el compromiso profesional
-por mi talante, por mi vocación, no por a quien tenía que enviar el texto- tuve
que ir solo). Según llegué al umbral de la sala no pude evitar un
estremecimiento, un sobrecogimiento, incluso algo de pena y dolor (conocía el
argumento de la obra, a buen seguro eso ayudó algo), era imposible no quedarse
noqueado al encontrarse las creo que algo menos de cien butacas del lugar cubiertas
con unas camisas ensangrentadas, testimonio del drama, del fratricidio, de la
constante sangría (en su momento y también todavía, aún se experimentan los
estragos, aún hay muchos que se consideran vencedores y, por lo tanto, tratan a
los demás, a los otros -separando, golpeando sobre los hematomas-, como
vencidos, aún hay muchos que hablan de rencor mientras no dejan de hurgar en la
herida para recordar la derrota, para que siga lacerando como tal) que los
libros de Historia llaman Guerra Civil Española, el estómago se me encogió, el
corazón se me aceleró aunque, paradójicamente, la sangre pareció congelarse
durante unos momentos, me senté tembloroso y permanecí tenso, empequeñecido,
oteando la penumbra, la en algunos puntos oscuridad absoluta, con estupor y
miedo. Sólo cuando llevaba sentado dos o tres minutos pude darme cuenta de que
uno de los intérpretes ocupaba el jergón instalado a la izquierda del espacio
escénico, creo que entonces aún me turbé más, las palpitaciones de mis entrañas
eran auténticos redobles, se me erizó el vello al evocar a familiares que
hubieron de salir para Francia casi con lo puesto -y algunos niños pequeños-
para no perder la vida, cómo el padre de la tía Carmen había estado dos años en
prisión sólo por llevar el mismo apellido que el huido -su hermano- hasta que
un día un abogado que hacía su trabajo sin atender a filiaciones políticas sino
a delitos cometidos y probados abrió su expediente y lo encontró vacío -nada le
acusaba de nada, pero se apellidaba Orihuel, no es raro que aquella
espeluznante secuencia de Un lugar en el
mundo en que una escalofriante Cecilia Roth narra lo que sucedió cuando los
militares acudieron a buscarla al hogar familiar y ella no estaba siempre me
provoque lágrimas, las mismas que durante mucho tiempo la tía vertió o contuvo
cuando el dolor reaparecía-, pero tomé aire y me dispuse a participar en ese
constante ejercicio de reivindicación, de libertad, de emoción (sea del signo
que sea, el teatro es la vida y, por lo tanto, nada puede quedar fuera, la
catarsis es necesaria, hay quien se reconforta llorando, soltando lastre, una
carcajada bien provocada es el mejor reconstituyente), gracias al modo en que
Pablo Messiez y su equipo recibían al público era muy sencillo irrumpir en la
función, ¡qué gran trabajo sin necesidad de que sucediese algo más! Ese puede
ser mi mayor reparo a la hora de esperar el regreso de La piedra oscura a Madrid, no sé cómo se dispondrán los elementos
en el Teatro Galileo donde podrá verse la función a partir del próximo 9 de
septiembre, es fantástico que la sala tenga más capacidad, que más público
pueda acercarse a lo que, con toda justicia, hay que calificar de hito, pero
puede que un espacio más amplio haga que esas sensaciones que ahora evocaba se
diluyan, no puedan reproducirse, de lo que no cabe ninguna duda es de que en
cuanto comience la representación los espectadores empezarán a vibrar con el
buenísimo hacer de los intérpretes (si el bolsillo lo permite, intentaré
repetir para que Pablo pueda verla, si no puedo conversar, analizar, discrepar,
si no podemos hablar los dos sobre películas, obras y libros me falta algo, se
me queda cojo mi parecer, es como si no tuviera validez).
Y La
piedra oscura me dio la oportunidad de conocer a Daniel Grao, actor cada
vez más consolidado y afamado, alguien que en la distancia corta es cercano,
accesible, naturalísimo, nada endiosado (si no hago el comentario más frívolo,
habrá quien se extrañe -y quien no me lo perdone, porque bien que preguntan por
el asunto en cuanto su nombre aparece en la conversación-, porque añadiré que,
sí, es mucho más guapo visto de cerca, porque la mirada es la suya, lo mismo
pasa con la sonrisa, no está interpretando, está mostrándose como es, una
persona muy agradable y amistosa, lo que potencia su atractivo-), alguien de
quien muchos deberían tomar ejemplo, alguien que atiende las peticiones que le
llegan, que no se escuda en nadie para dar negativas, que colabora, que hace
fácil el trabajo de los demás, alguien a quien, habiendo compartido tan sólo la
entrevista que reproduciré a continuación, aceptó venir hasta el estudio para
ser otro de esos invitados tan generosos que tenemos la fortuna de encontrar en
Destino: Wonderland, y todo en medio
de la vorágine de la última edición de los Max (en la que La piedra oscura fue coronada como el acontecimiento que había
sido, que sigue siendo), de la presentación en Málaga de Acantilado, del entonces reciente estreno de Julieta de Almodóvar y poco antes de irse a Cannes (para los
interesados, aquí está el link con el programa http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/cultura-lgtb/20152274-daniel-grao-chico-almodovar).
Y se presenta un otoño calentito, dentro de poco llegará a TVE La sonata del silencio, está rodando la
esperadísima adaptación de La catedral
del mar y continúa paseando La piedra
oscura, no sé si habrá más plazas tras este segundo regreso a Madrid, sea
como sea, ya han hecho historia en el ambiente teatral. Y ahora, como otras
veces, recupero aquella entrevista cuyo espacio natural siempre debió ser el de
este blog, el de este diario de espectador, sólo hay que volver a decir,
contextualizar, que Daniel Grao y un servidor conversamos a finales de enero de
2015, cuando todo empezaba a rodar, ese destino inapelable que las piedras del
camino nos recuerdan una y mil veces.
DANIEL
GRAO: “Conseguir la unanimidad entre crítica y público da cierto vértigo”
Sin prisas pero sin pausas, con pasos medidos
pero firmes, el actor catalán se ha convertido en una presencia constante de la
pequeña pantalla, mientras va labrándose todo un nombre en la escena
encadenando productos de calidad que reciben el aplauso del público. En estos
días estrena Los nuestros en Tele 5,
dentro de un mes podrá vérsele en la segunda y esperada temporada de Sin identidad en Antena 3 y continuará
con las representaciones de La piedra
oscura, éxito incontestable de la temporada teatral.
La expectación era máxima, el texto era
conocido por la profesión y por algunos críticos, incluso había sido editado aunque
se mantuviese inédito (Ediciones Antígona, 2013), se escuchaban tantos elogios,
tantas ganas había por ver sobre las tablas La
piedra oscura de Alberto Conejero que las entradas se agotaron tres días
después del estreno y, ante la imparable demanda, el CDN anunció hace unas
semanas que la función regresará a la Sala de la Princesa del María Guerrero en
septiembre. Es comprensible que Daniel Grao, uno de sus intérpretes, esté
exultante ante la situación y, aunque no se deja llevar fácilmente por el entusiasmo
ni los cantos de sirena, no pueda evitar que la satisfacción tiña sus palabras
y que la sonrisa no abandone su rostro.
PREGUNTA.- Y, de repente, un éxito, un
triunfo, alabanzas sin fin, llenos diarios…
RESPUESTA.- ¡Es para no creérselo! Podría
decirse que hemos sido un poco los Rolling, jajaja: ¡Todo vendido en sólo tres
días! Es cierto que la sala es pequeña, pero tal y como están las cosas es para
celebrarlo.
P.- Hay locales que están vacíos y tienen
menos butacas, por lo tanto, enhorabuena y, además, tan imparable ha sido la
reacción del público que ya están a la venta las entradas para la próxima
temporada…
R.-
Se está dando la suerte de conectar con todo el mundo, hay algo como
unánime, que es lo más bonito que puede pasar: vienen institutos, por ejemplo,
que entran con el jolgorio típico pero cuando empieza la función quedan
atrapados y se ponen en pie a aplaudir, se emocionan, lloran. Y luego están
esas fantásticas señoras, espectadoras teatrales habituales, que también se
impactan, yo creo que por la sencillez, porque el montaje va a la esencia, al
final da un tanto igual de quiénes habla, las referencias históricas: lo que
importa es esa esencia, ese encuentro entre dos seres humanos que sucede ahí
mismo, delante de las narices del espectador, por eso se conecta de esa manera.
P.- Sin duda, la puesta en escena, la
ambientación de la sala, la iluminación, el modo en que Pablo Messiez y su
equipo han plasmado el texto es parte fundamental de la conmoción que provoca
el espectáculo…
R.- Lo que Pablo ha hecho es muy valiente,
es muy generoso con la propia función, siempre trabaja a favor de obra. Él
siempre que se propone que “los cuerpos que vienen a vernos”, que es como llama
al público, salgan modificados, les pase algo, que más allá del criterio de
cada quien y de lo que se prefiera se reciba algo que interese, que remueva, y
creo que ha conseguido su objetivo, como tantas otras veces. Y le llamo
valiente porque no carga las tintas en una de las cosas, porque no se empeña en
ser trepidante o tal o cual, atraviesa cada momento; es valiente con las
pausas, ya que por momentos la obra es tan sólo la espera y se invita al
espectador a que la haga, a que viva esa madrugada que puede ser eterna
emocionalmente hablando.
P.- Lo fundamental, como debería serlo
siempre, es lo que se dice y quién lo dice y parece que Pablo lo tiene muy
claro…
R.- Sí, es cierto: sabe lo que quiere
ofrecer, lo que debe potenciar, es un director muy generoso con los actores y
lo hace como beneficio hacia la función y hacia nuestro trabajo, quedándose en
la sombra cuando es preciso. Él es actor también y sabe que se necesita un
espacio para ser y que no todo ha de estar pautado o marcado, porque a veces
sólo se trata de ser, de estar, de vivir el momento. En mi caso concreto, Pablo
me ha dado libertad para manejar el tiempo, para digerir la noticia que me dan,
para ser receptivo; hay zonas en las que, no es que nos deje improvisar, pero
nos deja respirar la función y ejecutar según lo que esté pasando esa noche en
concreto.
Las dimensiones de la Sala de la Princesa
aportan el marco necesario para que el espectador sienta la claustrofobia, la
agonía, el lento discurrir de las horas, la amenaza que se va cerniendo sin
remisión sobre Rafael [Rodríguez Rapún, el último amante de Federico García
Lorca], el personaje que encarna Daniel Grao, y también sobre Sebastián, el
joven carcelero que le custodia, interpretado por Nacho Sánchez: “Es
maravilloso tener un compañero como él porque en algo que es tan pequeño y tan
de alma o sintonizas del modo que lo hacemos en escena o todo se desmorona. Su
mirada es el mejor apoyo que puedo encontrar cada noche para que las emociones
se desgranen del modo en que lo hacen”.
R.- La premisa fundamental del montaje, el
código que Pablo marcó desde los primeros ensayos fue no ir a marca, a tono o a
gesto, sino transitar lo que hubiera que transitar y que fuera sucediendo lo
que debiese, lo inevitable. Y así aparece esa magia que pasa aunque no la
pretendas: yo me parto emocionalmente todas las noches, surge, tal vez si lo
buscase no sucedería, pero de repente aflojas, el personaje te posee y ahí
está, no siempre en el mismo punto, y eso aporta una mayor veracidad. Y ese ha
sido el código que Pablo ha marcado desde los primeros ensayos.
P.- Y al tener al público tan cerca todo se
agudiza, no hay posibilidad de esconderse…
R.- Cuando empezamos a marcar en el suelo
dónde iba a estar la primera fila recuerdo que me sobrecogí un poco, que me
impactaba sentir su respiración, me echaba un poco para atrás… Pero una vez
empiezas ni te enteras de que están ahí sentados y ahora agradezco la
proximidad porque aún me invita más a no ser nada técnico, no hay que pensar en
la fila 20: puedo ser muy íntimo y al público le llega, es fantástico. Imagino
que en la gira habrá que hacer variaciones según dónde actuemos, pero será
interesante seguir trabajando con la función para mantenerla viva.
P.- ¿Dónde radica el impacto básico de la
obra? ¿Podías prever una repercusión de este calibre?
R.-
Intuyes que algo puede pasar y que puede generarse una inercia potente cuando
la primera lectura, ya con todo el equipo, los de escenografía, vestuario, no
faltaba nadie, es tan emocionante como lo fue y ahí sí se notó que la obra iba
directa al corazón. ¡Pero esa unanimidad en la crítica y que el público
responda así! Eso da cierto vértigo, porque no hay distinciones, como te decía
se ponen en pie chavales que no han leído a Lorca y personas que tal vez no
gusten de sus ideas pero ese es en realidad el espíritu de la función: dejar ya
a un lado lo de los dos bandos, unirnos, dialogar, que puedas compadecerte,
como en este caso, de ambos personajes. Yo lo resumiría en que es necesario
arrinconar los egos y fusionar las almas.
Su rostro se ha convertido en habitual y
familiar gracias a la televisión (Acusados,
Sin tetas no hay paraíso, Prim, el asesinato de la calle del Turco), si
bien es cierto que su capacidad camaleónica y versatilidad ponen muy difícil el
encasillamiento e impiden una rápida identificación: “En eso colaboran ángeles
de la guarda como Salvador Calvo que me ofreció ser Mario Conde y luego un
yonqui en Hermanos y, así, puedo
jugar al despiste”.
P.- Podría decirse que estás en un gran
momento aunque llevas un tiempo fraguándolo en realidad…
R.- Lo cierto es que mi carrera se va
desarrollando de manera sólida, sin fuegos artificiales pero sin parones y,
además, me llega a una edad estupenda en la que me siento muy protegido, muy
agradecido y en la que no me creo nada que no deba creer.
P.- Fernando Fernán Gómez decía que su forma
de construir su carrera fue decir que sí a lo que le ofrecían, Carlos Hipólito
y otros grandes también afirman lo mismo: que no se puede elegir y es cuestión
de buena fortuna. ¿En tu caso es igual?
R.- Bueno, a veces, armándome de valor, he
dicho que no a algún proyecto, para no bajar ciertos escalones en lo que a
calidad del producto se refiere; a veces no te queda otra, claro, hay que
trabajar, pero en lo que he tenido suerte hasta ahora es no tener que hacer
algo porque no me quedaba más remedio y que un trabajo me haya llevado a otro
de la misma raza, siempre ha habido algún elemento que me ha ayudado a seguir
jugando en esa liga, sea en el medio que sea. En teatro, especialmente, he
tenido gran fortuna: La avería con
Blanca [Portillo], después de estar con ella en Acusados y luego conseguir Emilia
de Claudio Tolcachir y ahora esto… ¡No va a ser fácil mantenerse, jajajaja! En
televisión tal vez puedo decir que sí porque me interese lo que es la historia,
algún compañero, la oportunidad, pero en teatro tengo que enamorarme hasta las
trancas, no es que lo otro lo vaya a hacer a medias o con desgana pero ahí
puedes focalizar y centrarte en tu cometido, mientras que lo que implica una
función, ponerme en pelotas emocionalmente cada noche, creo que no podría
hacerlo si no me gustase en un cien por cien.
Y sobre los escenarios seguiremos viéndole
(por el momento en La piedra oscura,
espectáculo en gira al margen de su regreso a la Sala de la Princesa), también
en la pequeña pantalla y en la grande (“Tengo el cine un poco abandonado y
viceversa: quiero ponerle remedio”), puesto que forma parte del reparto de Palmeras en la nieve, un título muy
promocionado que se estrenará a finales de 2015.