Voy acumulando sin parar lecturas
pendientes, sin perder la ingenuidad voy colocando en la parrilla de salida los
libros en los que quiero zambullirse sin premura, cuando bien sé, por
continuada experiencia, que algunos estarán años ahí esperando su momento,
porque pronto aparecerá alguna sorpresita en forma de regalo de Pablo, habrá compromisos
profesionales para hacer una entrevista, llegarán nuevas adquisiciones, noticias
que otorguen actualidad y pertinencia a determinados títulos, flechazos irresistibles
(bien con alguna novedad, bien con un volumen que, de repente, salta a tus
manos en casa), mil avatares concurrirán para que, como digo, algunos de esos
elegidos vayan acumulando polvo en la mesilla (es la frase hecha, una bobada
romanticona de escritor torpe, que nadie piense que no se limpia -aunque el
polvo que acumulan los libros es parte de su esencia, de su atractivo, del
permanente amor que despiertan-). En estos momentos, y cuando acabo de rescatar
La forma del agua, el primer título
de la serie del comisario Montalbano (Andrea Camilleri cumplió 90 años en 2015,
ya es hora de que establezcamos contacto), conviven en perfecta armonía (no les
queda otra, algunos llevan mucho tiempo compartiendo espacio) el fantástico volumen
con todos los relatos que Chesterton publicó con el padre Brown como eje
central e incluso alguno que quedó inédito (de vez en cuando regreso a sus
páginas y leo alguna historia), La
presencia de Mercedes Salisachs, anunciada como “su mejor novela” en la
portada (pero terminé recientemente otra de la misma autora, la utilizaré como
excusa para un texto, por el momento seguirá esperando), Los bravos de Jesús Fernández-Santos (poco a poco estoy releyendo y
completando su producción, ha heredado el lugar que ocuparon Extramuros y Libro de las memorias de las cosas, cuando sea leído cederá su
hueco a Los jinetes del alba), una de
las novelas del comisario Maigret (siempre tengo un Simenon a mano), El extranjero de Albert Camus (me
propuse leerlo ahora, enfrentarme al recuerdo y el poso que me dejó en mis años
universitarios) y Gilead de Marilynne
Robinson (tengo verdaderas ganas de conocer su obra, no dejo de leer parabienes
y críticas entusiastas, pero por todo lo dicho antes y por alguna otra razón,
ahí sigue, inédita, paciente, ambos sabemos que llegará el momento idóneo). Y
el caso es que en una entrevista publicada hace ya unos meses, Robinson contaba
algo que anoté porque coincidió con el tiempo en que leí Evangelia, una novela que Alfaguara publicó en España el pasado
marzo, fue entonces cuando tuve el placer de charlar con su autor, David
Toscana, y me pareció que las palabras de la escritora podían ser el punto de
partida ideal para dar testimonio de una conversación sobre la que debería
haber escrito mucho antes (de nuevo, a quien corresponda, perdón y gracias por
la paciencia). Como docente del Iowa Writers´ Workshop, Robinson cuenta que
imparte un curso sobre el Antiguo Testamento porque “los [alumnos] que tienen
una educación religiosa conocen los Diez Mandamientos y esas cosas, pero en
términos de cómo funciona el relato bíblico como texto literario, para ellos es
una revelación”, y cuando el entrevistador (Marc Bassets, ¡qué gran trabajo!)
se interesa por si lo hace desde el punto de vista del estilo, ella responde
afirmativamente y añade “y en la forma. La Biblia es muy autorreferencial. Con frecuencia
toma prestado lenguaje de escritores anteriores. Es muy interesante para los
escritores” y cita, por ejemplo, la influencia directa y notoria que el libro
de Job tuvo en Herman Melville mientras redactaba Moby Dick (“Cuando lees el libro de Job, y ves la poesía en el
contexto al que alude Melville, lo entiendes con una profundidad que de otra
manera no podrías entender”).
El escritor mexicano David Toscana también
habla de este interés por la Biblia como texto literario, como aglutinante de
estilos, como prosa que alcanza cotas impresionantes de musicalidad y capacidad
evocadora, como influencia muy directa a la que no fue capaz de resistirse, fue
con ese ánimo con el que empezó a trabajar en Evangelia, más allá de la ocurrencia inicial sobre la que fue
armando el relato, por eso su novela se acompasa a la perfección con el tono de
aquello que leíamos en la catequesis: “Siempre he tendido a la literatura
bíblica, me ha marcado esa prosa igual que reconozco influencias de Cervantes o
de otros muchos escritores; asumo que un ocho por ciento o así de la novela se
ha limitado a copiar y pegar, necesitaba armonizar mi prosa con el tono general
que requería la obra porque si sonaban voces distintas iba a ser un tanto
desconcertante y el resultado hubiese estado muy alejado de lo que quería
plantear. He tomado la versión de 1960 de la Reina-Valera, porque es la única que me merece la pena como
literatura pura y dura, las versiones más contemporáneas se fijan mucho en el
sentido de las cosas y hay malas traducciones, excesivamente literales,
interpretando las metáforas, no permitiendo que el lector se haga su propio
mundo, como debe ser. Dos mil años de traducción bíblica provocan que una
metáfora sólo pueda significar algo muy particular y esa supuesta claridad no
me interesaba lo más mínimo, se trata de desentrañar”. Y demuestra su erudición
sobre el asunto, su concienzudo estudio, su deseo porque las palabras tengan la
vida que merecen, al añadir: “Es curioso que prácticamente nada de los
Evangelios está escrito en la lengua que debió hablar Cristo, apenas hay cuatro
frases pronunciadas en arameo, sólo cuando resucita a una niña o clama desde la
Cruz. Todo está en griego, ese fue el idioma en el que los evangelistas
conocieron el Antiguo Testamento, lo que dio cabida a un error que lo cambia
todo: se traduce “muchacha”, que en hebreo se pronuncia “almah”, como “virgen”,
que es “parthenos” en griego. Por lo tanto, los evangelistas, especialmente
Mateo que se empeñó en escribir su Evangelio respetando al máximo las
profecías, se encontraron con que el Mesías debía nacer de una virgen y hubo
que justificarlo todo; puede decirse que, si no fuera por este error de
traducción, María no existiría tal y como hoy la conocemos”. Es por este motivo
por el que el Dios que dibuja Toscana está muy preocupado por lo que algunos
van a escribir, por lo que otros van a escribir, actúa como implacable crítico
literario porque es consciente de que lo que quedará para la posteridad será
una versión, una (mala) interpretación, no sus intenciones, no su obra tal
cual, no los hechos concretos, no el Libro que Él quiso escribir: “Los
creyentes tienen que creer, valga la redundancia, que Dios inspiró las
Escrituras, es una verdad dogmática; prácticamente las dictó, por eso se dice al
terminar la lectura durante la Misa lo de “es palabra de Dios”. Siempre insisto
a los que se reconocen como católicos que tienen que leer la Biblia, no
conviene olvidar que Dios es un autor que tiene un ego del tamaño del mundo,
cuando cada uno llegue al Cielo Él va a preguntar si leyeron el Libro y cuando
se encuentre con una respuesta negativa va a mandar al Infierno a quien la dé.
Por eso, cuando hay quien me dice que yo arderé allí por haber escrito esta
novela, respondo que será todo lo contrario, ya que podré demostrar a Dios que
me he leído lo que escribió, que eso me inspiró una novela, y nos pondremos a
hablar sobre literatura”.
David Toscana pone en solfa, sin
irreverencia pero sin rebajar la ironía y lo punzante de su prosa, la
omnisciencia de Dios, tanto se pregunta sobre su infalibilidad que, rizando el
rizo, llega a la conclusión de que comete errores (hizo al hombre a su imagen y
semejanza, o eso se nos dice siempre), le incorpora unos rasgos y características
que nos hacen imaginarle como aquel anciano en zapatillas que crease el genial
José Luis Martín para El Jueves, nos hace comprenderle: “Siempre me ha llamado
la atención el asunto de la omnisciencia, porque, por más que lo leas y lo
analices, te das cuenta que Dios no sabía mucho más que los pastores de aquel
entonces: nunca dijo que bastaba con hervir el agua para matar microbios, no
supo cómo evitar la lepra, no proporcionaba ninguna información valiosa, no
dijo dónde estaba el Arca de la Alianza, tiene que enviar a unos espías a
Sodoma y Gomorra para que averigüen si hay algunos justos. Dios impone unas
normas a cumplir, pero no porque ame a los hombres, sino porque castiga al que
no cumple: abre la tierra, envía maldiciones, usa a Job como ejemplo y se ceba
con él, mata a un montón de inocentes…”. Ahí me atrevo a recordarle algo que
escribió Jardiel Poncela en La tournée de
Dios: cuando le reclaman que impida que la gente se golpee y aplaste en la
turbamulta que se organiza tras su llegada al Cerro de los Ángeles, Dios tan
sólo responde que lean bien la Biblia porque el que amaba al prójimo era su
Hijo, Él se dedicaba a mandar plagas; Toscana asiente y se ríe, comprende que
haya más gente que haga ese mismo análisis, y recuerda, tal y como cuenta en Evangelia, que la crueldad y
ensañamiento de Dios también son proverbiales, puesto que cuando condena a
muerte a los primogénitos egipcios sólo ejecuta la maldición sobre los de corta
edad “cuando habría algunos adultos que también serían primogénitos, ¿no?”. Y
así es cómo imagina que Dios se equivoca, que no tiene todo bajo control, que
cuando María da a luz nace una niña, llamada Emanuel, que todos sus planes se
desbaratan por una simple cuestión de sexo, y así es cómo hay que borrar todo
rastro de la muchacha, hay que repetir la Encarnación (y el resto de
acontecimientos), hay que convertir a Jesús en el Hijo de Dios, la narración
conocida se desdobla con ingenio y osadía entre lo que aparece en los
Evangelios y esta Evangelia, crónica
en femenino que reproduce muchos de los episodios que tantas veces hemos leído
o contemplado en pinturas, esculturas y otras manifestaciones artísticas, una
continua sorpresa para el lector que conozca eso que antes se explicaba como
Historia Sagrada: “Hubo episodios que no conseguí encajar y los dejé en el
camino, jajaja, pero había otros muchos que tenían que estar necesariamente,
son los emblemáticos: el perdón a la adúltera, cuando se enfrenta los espíritus
que son Legión, pero tuve que distanciarme de lo que escribió Saramago [El Evangelio según Jesucristo], se
trataba de no repetirme, al margen de que mi tono es muy diferente al empleado
por él. Quise contar de ese modo lo de los mercaderes del templo porque siempre
lo encontré absurdo: no estaban vendiendo figuras paganas, sino animales para
el sacrificio, y estaban los cambistas porque los peregrinos llegaban de todas
partes, pero Dios sólo aceptaba la moneda del Templo, y es por eso por lo que
hay que tener “lo que es de Dios”, su moneda”.
Al igual que hiciese Saramago (no tiene más
que palabras elogiosas para la novela citada y su autor), Toscana da mucha
relevancia a personajes que en los Evangelios apenas merecen atención, “son los
que más te aportan como novelista”, por eso concede protagonismo a José y lo
empareja con Gabriel, “un auténtico ángel caído porque se ha quedado sin ocupación,
no hay nada que anunciar”, por eso Pedro aparece en tantas páginas: “Pedro es
muy interesante porque es el más humano: duda, cuestiona, tiene
contradicciones, saca la espada para defender a Jesús, parece que es el único
que se da cuenta de que verdaderamente conoce y está junto al Hijo de Dios,
incluso en los últimos momentos, porque es cierto que niega, pero sólo él puede
hacerlo porque está cerca: los otros han huido”. En la duplicidad que el
mexicano plantea, Emanuel reúne unas discípulas mientras que su hermano Jesús
hace lo propio con los llamados Apóstoles, por lo tanto Pedro pertenece, podría
decirse, a un grupo contrario, pero siendo el más consciente de lo que está
sucediendo, percibe el aura divina de Emanuel y se siente atraído por ella,
espiritual y físicamente, quedando en el aire una posible relación, pero
Toscana no ha querido llegar a más, conteniéndose como hace durante toda la
novela, precisamente el guiño surte más efecto y la hilaridad que experimenta
el lector es más acusada porque es él quien añade la pimienta final, el autor a
veces sólo insinúa: “El humor hay que manejarlo, hay que controlar las riendas,
no te puedes dejar llevar por el chiste, hay que procurar que no se desboque:
en muchas ocasiones, el humor no tiene que venir con la risa, sino con la
reflexión”. Pero hay muchos que aceptan el dogma tal cual les viene, lo
sancionan como tal, no se preocupan de por qué, no quieren pensar, asienten y
consienten, se revisten de una espiritualidad ajena: “En cuestiones de fe,
cualquier desviación es peligrosa, cualquier pensamiento crítico, hacerse
preguntas, es algo que no suele gustar. Yo empecé a separarme de la Iglesia
cuando, siendo adolescente, tuve la oportunidad de hablar con un sacerdote que
había estudiado Teología en Roma y le planteé algo que no entendía: si Padre,
Hijo y Espíritu Santo son la misma persona, ¿por qué Cristo dijo que se podía
perdonar la blasfemia contra los dos primeros pero no contra el tercero? Él
sólo me dijo “¿Está complicado, verdad?” y se dio media vuelta. Y ahí empecé a
interesarme por ir más allá, por razonar; además, era de acudir a la Iglesia
con asiduidad, pero un día rifaron un pastel antes de dar la Comunión y en ese
momento no pude sostener la fe. Pero siempre he querido, y esta novela es una
mínima contribución, que la religión sea algo intelectualmente estimulante, no
una mera repetición de cosas, no miedo ante lo que no se entiende, hay
científicos, médicos, mentes brillantes y racionales que creen, pero hay que
saber en qué se cree, entender por qué Cristo es “engendrado, no creado”, es un
matiz de las propias palabras”. Y coincide con Marilynne Robinson en que, más
allá de las creencias íntimas y concretas de cada uno, no se puede dejar a un
lado la tradición cultural, las historias que aún se siguen contando, los mitos
insertados en nuestra cotidianidad, la inevitable (y en algunos aspectos
necesaria) presencia de lo religioso en la vida y en el arte: “No comparto los
discursos ateístas que dicen que sólo creen mentes inferiores, en absoluto: hay
mucha filosofía, Historia, la música de Bach, hay una gran riqueza artística,
social, y no todo es heterodoxo ni dañino”.