De repente, con los años, un buen día te das
cuenta de que hay palabras que estás usando en un sentido que no te agrada, que
su acepción negativa está plenamente aceptada, que en algún momento que se
pierde en la noche de los tiempos adquirieron un tono peyorativo que caló hondo
e incluso los diccionarios sancionan como pertinente, pero has llegado a un
momento en que no compartes ese significado que trivializa, rebaja, oscurece,
transforma el vocablo original en algo insultante, le resta valor, le despoja
de sus virtudes, de su historia, de sus señas de identidad. Hay una estupenda
canción de La Lupe que, en realidad, hace eso y somos muchos los que la
tarareamos una y mil veces (porque es espléndida, porque se pega a la piel, al
corazón, porque nos reconocemos en el despecho, en el rencor, en el gustazo de
escupir nuestro dolor a la cara de quien nos lo provocó, porque uno se queda
como nuevo cuando consigue extirparse aquello que le genera angustia, miedo,
impotencia), somos muchos los que la utilizamos como bandera y modo de
presentación porque lo nuestro es puro teatro, es decir, lo amamos, lo
necesitamos, lo defendemos, lo buscamos, lo difundimos, lo apoyamos, lo
vivimos, nos sentimos parte de una comunidad, de una familia, pero el caso es
que La Lupe se lamenta porque “igual que en un escenario, finges tu dolor
barato” y, claro, ataca el famosísimo estribillo al grito de “teatro, lo tuyo
es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro” para concluir “hoy,
que me lloras de veras, recuerdo tu simulacro; perdona que no te crea: me
parece que es teatro”. Lamento si estoy destrozándole la canción a alguien,
puedo asegurar que a pesar de este análisis que sin duda es sesgado sigo
vibrando cada vez que la escucho (aunque acalle por un momento al espectador
impenitente que habita en mí, que ocupa todo mi cuerpo y rebosa al exterior),
pero el caso es que la adorada diva -convirtiendo en inmortal la letra
compuesta por Tite Curet Alonso- yerra de pleno cuando dice que no se lo cree
porque es teatro, sí, ya sé que entramos en el terreno de la octava acepción
del DRAE, que se refiere a una “acción fingida y exagerada”, a lo que antes se ha
considerado falsedad y simulacro, pero podemos matizar que, si está bien
ensayado y estudiado, no se percibe como tal, no se le ve el truco (como sucede
con la magia: funciona como tal, creemos en ella porque nos la juegan delante
de nuestras narices -el gran Tamariz con una baraja- y no nos damos cuenta de
nada) sino como real, por mucho que seamos conscientes de que cuando caiga el
telón esas personas que hay en escena llevan unas vidas diferentes, no se llaman
con los nombres que se dan sobre las tablas, deban quitarse prótesis,
maquillaje, máscaras, trajes, incluso voces y modos de hablar, para recuperarse
a sí mismas, como me hizo reflexionar el estupendo dramaturgo y director César
Augusto Cair cuando me enfrentó a uno de sus textos -Quinto aniversario- para que lo prologase (todo un honor,
generosidad y confianza máximas en alguien que sólo me conocía a través de este
blog), como tanto le gusta repetir al querido cómplice Mario, si me lo creo, si
lo experimento, si lo sufro, si lloro, si río, si me emociono, si me arrebata,
si me transporta, si me remueve, si se me queda dentro, si me admira es porque
ha cumplido su misión, porque es el fruto de un trabajo bien entendido y mejor
llevado a cabo, porque ha regalado vida, porque ha alimentado una pasión,
porque ha traspasado la batería, en definitiva, porque es teatro.
Cuando tuvimos el enorme placer de
entrevistar a Miguel Rellán para Destino:
Wonderland, en la época en que alternaba la gira de Ninette y un señor de Murcia con su brillante interpretación en Novecento, el maravilloso intérprete (al
que dentro de poco veremos junto a la deseada -por lo poco que se prodiga y lo
mucho que se la respeta- Julia Gutiérrez Caba en Cartas de amor) diseccionaba su oficio y nos explicaba por qué, a
su juicio, hablando desde su dilatada experiencia, el teatro mantiene vivas las
esencias de un arte que, en ocasiones (en demasiadas, diría uno), el cine y no
digamos la televisión no permiten desarrollar en las condiciones adecuadas:
resulta que todo el mundo sabe que va a ver una representación, nunca mejor
dicho, algo falso, es un juego, de hecho en inglés se emplea la misma palabra
para “jugar” y “actuar” -play-, pero cuando empieza la función, según la que
sea, hay risas, hay lágrimas, hay reacciones, “¿pero no habíamos quedado en que
era mentira?”, se/nos preguntaba Miguel Rellán con la satisfacción de quien
consigue que el público se carcajee, se conmueva, contenga la respiración, lo
que corresponda en cada momento. Y por eso es una ceremonia, hay que seguir el ritual
que en otras ocasiones se ha evocado aquí, es un alimento que se necesita
consumir cada poco, es una inyección estimulante, es una transfusión salvadora,
por eso uno lleva un tiempo procurando no utilizar “teatro” como algo negativo,
para acusar a los políticos que siguen procurando y buscando su interés, su
conveniencia, alimentando su ego, llenándose el bolsillo mientras se
encastillan en actitudes que embarrancan el país, esos son unos estafadores (y
de ahí para arriba: ya ven ustedes cómo andan de ocupados -aunque debieran
actuar con prontitud, eficacia e independencia-), unos trileros, unos
embaucadores, lo que se quiera, pero desde luego no hacen teatro, sí el
ridículo, si nos abochornan, si nos indignan (aunque no tanto como parece o
pregona: ahí está la abstención, ahí están los votos, ahí siguen los mismos al
frente cuando no consiguen los apoyos necesarios, cuando se diría que no inspiran
la necesaria confianza).
Y en este vicio (es como uno lo ve) por
utilizar palabras que se refieren a artes para vejar, menospreciar, reprobar a
alguien, también se ve afectado el circo y muy especialmente los payasos (y no
digamos de un tiempo a esta parte los titiriteros, sobre todo a raíz de cierto oscuro
incidente al que puso punto final la Audiencia Nacional archivando una causa
que no debió abrirse -y todos aquellos que salieron con teas, piedras y otras
armas siguen impunes en sus tribunas o sillas de tertuliano-), por mucho que en
ocasiones se añada la muletilla “con perdón de los payasos”, en cuanto se
quiere señalar que lo que hace o dice alguien nos parece tonto, estúpido o
similar se le acusa de estar “haciendo el payaso” (o de serlo, lo que es aún
peor), cuando ese es un arte noble y extremadamente difícil, una disciplina
compleja que puede desarrollarse en direcciones muy diferentes y que, en las
manos y el talento adecuados consigue unos resultados esplendorosos. Y así
podrán acreditarlo (y vivirlo) todos los que se animen a acudir a la Sala Roja
de los Teatros del Canal hasta el próximo 9 de octubre (o todos los que lo
hayan visto en anteriores oportunidades) para dejarse arrollar por la sensibilidad
que destila Slava´s snowshow (http://www.teatroscanal.com/espectaculo/slavas-snowshow-circo/#tabs1-info ), espectáculo que pude gozar hace unos años
en el Teatro Coliseum pero que aún recuerdo a flor de piel y latido de corazón
(y que pude reproducir en parte gracias a la espectacular presentación que se
hizo ante los medios de comunicación -para algunos, toda una re-presentación,
éramos viejos conocidos como cuento (otra palabra, por cierto, que se emplea
para designar algo feo, perdiendo sus virtudes literarias, sus capacidades
ensoñadoras)-). Reconocido como uno de los mejores clowns en activo, Slava
Polunin lleva unos veinte años recorriendo todo el mundo con esta maravilla que
deja corto cualquier adjetivo, una perfecta simbiosis entre poesía, parodia,
mímica, teatro, circo, una auténtica explosión de sensibilidad, de magia, de
humanidad, un espectáculo minimalista, elemental, con los elementos
imprescindibles pero magníficamente dosificados e imbricados para conseguir que
olvidemos las cortapisas, los corsés, lo políticamente correcto, la seriedad
impostada, para que saltemos de nuestra butaca y queramos jugar con esa gran
pelota que bota y rebota sobrevolando el patio de butacas, es imposible
resistirse a una invitación tan gratificante, vivificante, rejuvenecedora, es
tan agradable dejarse llevar, exponerse a la calidez de la nieve cuando la
convoca alguien como Slava, consentir que la energía que siempre contagia la Carmina Burana de Orff sea absorbida por
cada poro para vivir el estallido final, para dejarnos envolver por el vendaval
que se lleva lejos lo negativo, lo perverso, lo corrosivo, para revivir en
medio de la tormenta, refrescándonos con la nieve que (literalmente) invade e
inunda la platea (sí, son trozos de papel, pero puedo jurar que los recibí como
si fuese agua solidificada, como un baño catártico, feliz, pletórico, viviendo
la verdad del teatro, la verdad del circo).