Nunca pensé que llegaría el día en que
comenzaría un texto citando a Ana García-Siñeriz, y menos aún para estar de
acuerdo con ella (a pesar del inevitable alipori, no me resisto a leer su
columnita de los sábados en El País –“porque me divierto”, como afirmaría con
toda su rebaba y el colmillo bien retorcido Encarna Sánchez-, sita en esa página
plagada de pijerío, clasismo, supuestos estilo y glamour, elegancia impostada,
ese permanente canto al “quiero-y-no-puedo”, ese eterno mohín de supuesta
superioridad que derrochan ella y su antiguo compañero de televisión Boris
Izaguirre, quien también ocupa espacio ese día en el periódico, más en amor y compañía
que la que desprendían cuando compartían plató, allí está también él con sus
artículos sobre sí, en torno a sí y sus avatares en el proceloso mundo de aquel
que tiene por compromiso profesional, obligación y condena acudir a fiestas,
recepciones, estrenos y demás “realidades” de diseño, confort y privilegio -así
lo pregona en más de una ocasión, no sé para qué le convocan si no deja de
lamentarlo, de reconocerse aburrido y harto en cuanto tiene ocasión, aunque tan
frenética actividad le sirve como excusa para relajarse al sol como los
lagartos, para vacacionar mullida y casi permanentemente, es lo que hay que
colegir de sus artículos, le pagan por descansar y figurar mientras lamenta la
situación de su familia en Venezuela-), pero el caso es que no hace mucho la
antaño presentadora que ha recuperado recientemente esta ocupación se unía al
clamor casi general y en continua expansión que ha logrado la obra de una
autora fallecida en 2004 con motivo de la publicación en 2015 de una selección
muy amplia de sus relatos, transformándose, como decimos, en un auténtico
fenómeno mundial, una dignísima heredera del Cid, ganando todas las batallas y
sumando adeptos a velocidad de crucero en cuanto se abre un volumen que en
España publicó Alfaguara el pasado mes de marzo y que se titula Manual para mujeres de la limpieza. Y en
medio de sus habituales obviedades y frases hechas, García-Siñeriz se/nos
preguntaba “¿se acuerdan de la última vez que dosificaron un libro, cortando la
lectura para que durase más?”, y me reconozco en ello porque un servidor, tras
beberse de golpe los primeros relatos, empezó a rebajar el ritmo, a estar
algunos días sin abrir el volumen, a consumir dosis pequeñas (hay narraciones
muy breves, como Mi jockey que sólo
tiene cinco párrafos y apenas llena dos páginas), a vivir arrebatadores
reencuentros, auténticas epifanías, a sentir la euforia de que aún quedaba
mucho por leer, a experimentar sudores fríos ante la ansiedad generada porque,
implacablemente, el número de relatos a los que hincar el diente se iba
reduciendo, por eso mismo hace unas horas, justo al terminar el titulado Panteón de Dolores, cuando faltan doce
historias y unas 150 páginas decreto una tregua (que, por otro lado, intuyo frágil)
para que, así, aún queden bastantes provisiones Lucia Berlin (sí, soy
consciente de que no había escrito su nombre hasta este momento) para cubrir lo
que resta de año.
Es de esas ocasiones en que uno tiene mucho
que decir y no sabe por dónde empezar ni qué adjetivos emplear para hacer
justicia a esta escritora vigorosa, mordaz, emocionante, lacerante, visceral, incorrecta,
lapidaria, alguien que transformó su vida en literatura, sin paños calientes,
sin artificios, sin embellecimientos, sin miedo, sin tregua, sin concesiones,
capaz de cambiar el sentido de una frase con un cierre inesperado que congela
la sonrisa, maestra en elipsis que dejan sin aliento, sobrecogen, oprimen las
entrañas, detienen el corazón, anegan los ojos, un absoluto prodigio que, como
decía el maestro Cortázar, gana por K.O., sin remisión, provocando en el lector
un abanico inagotable de estados de ánimo, alterando la atmósfera creada con
una frase que, aparentemente, es inocente, está dicha como trámite, sin
intención, pero que convoca todo un vendaval, que invita a leer entre líneas, a
despeñarse por el peor infierno posible, el que alimentamos cada uno dentro de
nosotros y en el que nos abrasamos una y mil veces con empeño suicida, con
pertinacia masoquista, con crueldad irrefrenable, con delectación morbosa, ese
infierno ofrecido sin artificios, sin aditamentos, sin recrearse, que
constituye su cotidianeidad, su único horizonte, su “normalidad”, y narra en
toda su crudeza y, al mismo tiempo, con palmaria y por momentos desoladora
naturalidad, como algo inevitable que se asume y reconoce como propio (y, en
parte, ¿en gran parte?, se necesita), empujando al lector al abismo con
elegancia, sin precipitación, provocando que deseemos el empujón, que lo
propiciemos, que nos dejemos arrastrar por su sencillez, por su facilidad para
encontrar las palabras precisas y para que las que no quiere decir puedan
intuirse sin equívocos, para que el lector sea un elemento activo, para que se
espante, mueva la cabeza, esté a punto de dejar caer el libro ante el estupor
que le asalta, pero también para que sonría, para que descubra personas capaces
de amar por encima de cualquier circunstancia, echándose a la espalda
experiencias traumáticas, llagas en el ánimo que no cicatrizan, penas tan
aceptadas que no se recuerda cuándo brotaron, simplemente están ahí,
conformando ese mosaico llamado Lucia Berlin que, no obstante, aún queda a
medias, es inevitable que un halo misterioso se apodere de cada palabra, de
cada ruptura en la dirección tomada -capaz de resultar, al mismo tiempo, fluida
(por consecuente) y brusca (porque se lleva la historia a otra sensación, otro
ámbito, otro tiempo), de cada punto y seguido -o final- que en realidad deja
muchos suspensivos, de cada ambigüedad, de cada frase rotunda que, sin embargo,
esconde mucho en el subsuelo (y al que tenemos acceso gracias a una vibrante y
cuidada traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, todo un acierto que se ocupe
ella en solitario de la tarea para, así, mantener la unidad, la voz narrativa,
para que no se perturbe ni contamine con varias interpretaciones un texto que
puede leerse, si se quiere, de tirón, como si tuviese continuidad -porque, en
parte, al recorrer las vivencias de la autora, al salpicar las historias con
lugares, oficios, experiencias que se saben vividas en primera persona, al
utilizar casi todo el tiempo, al repetir nombres y personajes, al llamar a
muchos con el suyo, por momentos diríase que estamos ante una novela polifónica
que consiente nos movamos por sus páginas con la misma libertad que, de nuevo,
alentaba y exigía Cortázar en Rayuela-).
Gracias al prólogo de Lydia Davis (muy
revelador, una buena toma de contacto, no es largo, no se lo salten)
descubrimos que fue uno de sus hijos quien señaló que Lucia Berlin “escribía
historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco” y que
la propia autora hace decir a una de sus narradoras (o sea, en parte a ella
misma): “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de
hecho nunca miento”. Y es que resulta imposible mentir (aunque en esta ocasión
recurra a la tercera persona, aunque hable de “ella” se palpa, se siente el
conocimiento directo) cuando se desgrana con esa parsimonia y falta de
afectación, pero sin escatimar podredumbre y reconocida sumisión (aceptado
vasallaje) a la dependencia que la anula, cómo los efectos del naciente
síndrome de abstinencia se apoderan de la mujer alcoholizada que protagoniza Inmanejable, precisamente el relato cuya
primera frase aparece en la portada del libro como advertencia al lector de que
la explosión va a ser imparable (e inmanejable, el título viene de perlas) una
vez lo abra: “En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares
están cerrados”. Con semejante descripción, ante la constatación de que la peor
pesadilla del adicto se ha hecho realidad, ante sentencia tan rotunda que
destierra el más mínimo atisbo de esperanza, ¿cómo permanecer impasible y no
sentir un latigazo que, por otro lado, nos impele a seguir leyendo, a querer
saber más, a intentar comprender cómo se llega a emitir un juicio tan
inapelable? Y Lucia Berlin nos coloca al borde del delirium tremens, igual que
ese personaje que es sólo “la mujer”, tiene borrado hasta el nombre, sólo vive
pendiente de saciar su ansiedad, de calmar las ansias, de evitar que su cuerpo
pierda la partida (o lance el jaque mate definitivo): “El truco está en
aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo
posible hasta que consigas una botella. Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan
en los centros de desintoxicación. Temblaba tanto, sin embargo, que no podía
tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo varias inhalaciones profundas
tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no pienses en qué estado estás o
te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió calmar la respiración. Empezó
a leer títulos de los libros de la estantería. Concéntrate, léelos en voz alta.
Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te
saltes ninguno, ve más despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la
pared se encontraba mejor. Se levantó con esfuerzo. Sujetándose a la pared,
temblando tanto que a duras penas podía mover los pies, consiguió llegar a la
cocina. No quedaba vainilla. Extracto de limón. Le quemó la garganta y le dio
una arcada; apretó los labios para volver a tragárselo. Preparó té, con mucha
miel; lo tomó a pequeños sorbos en la oscuridad. A las seis, en dos horas, la
licorería Uptown de Oaklan le vendería un poco de vodka. En Berkeley tendría
que esperar hasta las siete. Ay, Dios, ¿tenía dinero?”.
Alternando frases muy cortas con otras más
extensas, intercalando breves comentarios que varían el significado, el tono,
que abren otras posibilidades, manejando los diálogos con soltura y brillantez,
con la autenticidad de quien los ha escuchado o pronunciado, con la sinceridad
de quien no tiene nada que perder ni esconder, provocando muchas risas, algunas
carcajadas que es capaz de congelar con las palabras justas, Lucia Berlin no da
tregua al lector, le implica, le hace partícipe, le obliga a posicionarse, le
hace profundizar (e incluso descubrir) en los recovecos peor iluminados,
perturba por honesta, por descripciones someras pero plagadas de detalles
reconocibles, porque no adorna, no idealiza ni sublima, ni en lo luminoso ni en
lo tremendo, sencillamente describe, da cuenta, deja constancia: “Con la señora
Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva
York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo
siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar
los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C.
Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún
jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque
querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y
además me obligaba a hacer la colada los jueves”. Así, un tanto al azar, recojo
algunas primeras frases de relatos para se compruebe cómo Lucia Berlin arroja
el anzuelo con un cebo que sólo puede antojarse como un manjar delicioso: “Normalmente
llevo bien envejecer”, “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he
aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace”, “Me
gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de
verdad, héroes”, “Una monja se quedaba junto a la puerta de cada aula, sus
hábitos negros flotando hacia el vacío con el viento”, “Esperen. Déjenme explicar…”,
“Nunca se oyen sirenas en la sala de urgencias; los conductores las apagan en
Webster Street”, “Las monjas pusieron mucho empeño en enseñarme a ser buena”, “El
centro de desintoxicación de Oakland Oeste antiguamente era un almacén”. Y no
puedo (ni quiero) dejar de señalar que, si tuviera que elegir un relato sobre
el resto, me quedaría con Dentelladas de
tigre, menos de veinte páginas en las que vivimos más lances que en muchas
novelas, una auténtica montaña rusa que nos zarandea, nos deja sin aliento, nos
anega la mirada, acelera y encoge nuestro corazón, una narración en la que
alguien dice “Lou, éramos felices como unos tortolitos. Juro que nadie ha
vivido nunca un amor tan tierno y dulce. ¿Por qué los tortolitos son felices,
por el amor de Dios?”, y uno no puede menos que asentir, revolverse contra ese
mundo de luz y color falso e inexistente en sí mismo, ese “fueron felices y
comieron perdices” que deja fuera la otra cara de la moneda, necesaria para
comprender y valorar qué o quién nos proporciona felicidad. Por el momento, un
servidor recibe una buena dosis de la misma al saber que aún quedan historias
de Lucia Berlin por leer.