La primera vez en que (¡Por fin!) pude
conversar con Natalia Figueroa (deseo largamente acariciado, aunque nunca se
han dado las circunstancias para mantener la entrevista reposada y extensa que
me hubiese gustado hacerle), la por tantas razones admirada acababa de publicar
un artículo en ABC defendiendo a su sobrina Marta Chávarri de no recuerdo
exactamente qué (para los que tengan ganas, curiosidad o memoria, diré que el
encuentro tuvo lugar durante la presentación del libro de memorias de Miliki
que se publicó a principios de diciembre de 1996); en una de las gradas del
Circo del Arte que en ese momento levantaba su carpa en Madrid (no podía
soñarse mejor lugar para vestir de largo un volumen que se titulaba, con toda
sencillez, Recuerdos), con la
inmediata cercanía que consiguen y regalan las personas verdaderamente grandes,
sin subterfugios ni salidas por la tangente, reafirmando las palabras escritas,
Natalia compartió con un servidor sensaciones íntimas y reconoció lo mucho que
le había costado ponerse a la tarea en lo meramente profesional puesto que,
aunque era un texto personal, su opinión, su manera de ver las cosas, no quería
dejarse llevar por la pasión y mantener la mesura, el equilibrio, la
ecuanimidad, razón principal por la que había rechazado en más de una ocasión
escribir las memorias de Raphael (que, por cierto, aparecieron casi dos años
después -¿Y mañana qué?, en teoría un
primer tomo que no tuvo continuación, y mira que hay material para un segundo-,
en esa ocasión también mantuve una breve y distendida pero jugosa charla con
Natalia en los jardines del Ritz), no es que no se viese capaz, en parte era un
reto apetecible y que sin duda le reportaría muchas alegrías, pero sentía que
no haría toda la justicia debida al personaje, que por más que aplicase la
ética periodística en algún momento dejaría ganar el pulso a la esposa, a la
compañera, a la implicada, a la madre, a la mujer que, aunque escribiese en tercera
persona (o en primera, transcribiendo la voz del cantante), estaría concernida,
cuando no presente, en cada palabra. Y así me siento hoy en parte, puesto que,
tras dilatarlo mucho tiempo (por más que le hice una entrevista en nuestro Destino: Wonderland con motivo del
estreno), creo que ha llegado el momento de escribir extensamente sobre La voz hermana, más allá de algunos
comentarios en Facebook en los que, vaya usted a saber por qué (por pudor, por
no caer en errores, vicios o pleitesías -cada cual que se quede con lo que
mejor le cuadre- que tantos llamados críticos van diseminando aquí y allá, corrompiendo
el género), me reprimo más de la cuenta impidiendo que la pasión me ciegue el
entendimiento, aunque pongo tanto celo en la tarea que, al final, me parece que
las palabras apenas reflejan lo brillante que me parece el trabajo de Pablo,
Pablo Vilaboy (con nombre y apellidos porque me refiero al autor, al escritor,
al creador, no a quien tengo a pocos metros de mí en estos momentos, no a aquel
con quien comparto cotidianidad, intimidad, hogar, amor), y creo que es de
justicia que, al igual que hago con otras funciones (que sólo conozco un día
concreto como espectador), exprese en voz alta lo que La voz hermana me sacude por dentro.
No voy a negar lo evidente, creo que los
fieles, los asiduos, los viejos conocidos saben que nunca he escrito o emitido
una crítica al dictado (excepto en aquella época en que sufrí el yugo de cierto
caballerete que, por fortuna, puso el Atlántico de por medio -algo que, en
cuanto pude, expliqué largo y tendido, al margen de que mis intervenciones
junto a Miguel Ángel Yáñez y Beatriz Pécker dejaban al descubierto el pastel:
en Vivir de cine sólo se decía lo que
el director considerase conveniente para medrar (él)-), sostengo mis pareceres
a lo largo del tiempo, justifico de la mejor forma que sé aquello que pienso,
es inevitable que el corazón se imponga en determinados momentos (y a veces esa
cercanía, ese latir al mismo ritmo, provoca que la verdad que contiene y
desprende el texto me arrase sin remisión, saber el origen de esas palabras aún
me hace valorarlas más y comprenderlas -y compartirlas- con temblores, lágrimas
y sobrecogimiento extra), pero quien me conoce, quien me importa, el propio
Pablo sabe que jamás haría público algo que no siento, que si alguna cosa no me
satisficiera me limitaría a guardar silencio y lo hablaría con él, que no le
regalaría los oídos porque sí, esa es la sinceridad que rige nuestra relación,
tal vez es uno de los pilares en que se sustentan catorce años de vida en
común. En diferentes ocasiones sí me he referido a 24 horas de un periodista desesperado, su primera novela publicada
(aún no puedo decir más, pero habrá novedades en este sentido dentro de poco
-es decir, se puede hablar de una primera porque existirá una segunda-), esa de la que tan
orgulloso me siento porque fue capaz de extraer literatura de sucesos cuando
menos tristes (por no utilizar adjetivos a los que ya he recurrido más de una
vez), aplicó la ironía, la sátira, el esperpento, mezcló todo con grandes dosis
de humor sano cuando hubiese podido ser descarnado, mucho más mordaz e
incisivo, no permitió que el inevitable y comprensible rencor matase la
historia, transformó una venganza en un relato veraz (mucho más de lo que a
muchos les gustaría, unos por verse retratados, otros porque ojalá el panorama
periodístico fuese diferente), con momentos para la reflexión, propiciador de
carcajadas y de compunción nostálgica, también de ese dolor que nos atenaza y
asalta a la menor oportunidad, ese que nace por la pérdida y ausencia de los
seres queridos, algo siempre presente en la literatura de Pablo. Hay quien
piensa, hay quien mantiene, hay quien advirtió (no diré amenazó para suavizar
su actitud), hay quien utilizó esta novela como arma para considerarme desleal,
perverso, traidor, incluso idiota, muchos piensan que la firmó Pablo porque yo
no me atreví a hacerlo, que participé en su redacción, qué poco nos conocen a
ambos; como mucho, le presté algunos hechos de mi vida, otros los protagonizó
él, el resto los tomó de la realidad, algunos los recreó, otros los moldeó
dejando trabajar a la literatura, incluso algunas páginas son pura ficción,
todo armonizado con mimo para que la estructura fuese sólida y sostuviese el
conjunto. Sólo por cómo 24 horas de un
periodista desesperado abatió ciertas máscaras, sólo por cómo se
revolvieron aquellos que reconocieron sus desmanes y se encontraron con ellos
negro sobre blanco, sólo por cómo molestó, inquietó, sorprendió (esto,
paradójicamente, fue lo más sorprendente, esos que alegaban no entender nada y
llegaron a hablar de suicidio profesional), sólo por cómo alzó la voz ante lo
que es tónica habitual en los medios de comunicación (la prueba es que así lo
reconocieron gentes que no han trabajado en los mismos sitios), sólo, repito,
por ser capaz de ofrecer una obra sólidamente armada trabajando con la ponzoña
más hedionda, salir airoso del envite y dignificar lo indigno, hay muchas
razones por las que agradeceré a Pablo que escribiese esa novela (que, por
cierto, gustó mucho a gente que no conocía las interioridades ni las
identidades de los personajes reales y que, sencillamente, se dejaron llevar
por la prosa cuidada y cálida, marca de la casa Vilaboy -por ahí quedan algunas
críticas de los pocos que no tuvieron reparos ni sufrieron o ejercieron censura para evitar publicitar un
libro que se quiso vender como enemigo del periodismo cuando es todo lo contrario-).
Y, aunque retratando una realidad que le es
ajena (la reasignación de género, el drama de aquellas personas que se sienten
atrapadas en un cuerpo que no reconocen como propio, prisioneras de unos
genitales que su cerebro rechaza), en La
voz hermana hay mucho de Pablo, así lo decía con lágrimas en los ojos
Mónica, una querida amiga, al terminar una de las representaciones: “¡Hay
partes de Aquello era la felicidad!”;
hacía referencia a un libro que Pablo autoeditó hace poco más de un año, un
conjunto de reflexiones, vivencias, homenajes que le sirven para ir trazando un
itinerario vital y emocional, un diálogo íntimo y casi susurrado en que
compartir con el lector sensaciones, recuerdos, añoranzas, películas, poemas,
retratos de personas o momentos que le dejaron una huella muy profunda, ahí
está, por ejemplo, Nidos de gaviotas,
el estremecedor relato de los últimos meses de vida de su madre, un texto que
me permitió estrenar en el micrófono años antes de que apareciese publicado (y
que tuve que ensayar muchas veces para controlar las lágrimas y el temblor de
la voz, que a pesar de todo aparecieron), un latigazo incontenible que siempre
encuentra un jirón de carne que arrancar, una lectura que, sin embargo, uno
termina reconfortado por el amor compartido, por el ejemplo recibido, por las
enseñanzas ejemplificadas en alguien que, así puede afirmarse, falleció con la
palabra “feliz” en los labios (y en el corazón y en el alma). Y no es que Pablo
se plagie a sí mismo en La voz hermana,
lo que Mónica estaba identificando es parte de aquello que Pablo despliega como
escritor, da igual el género, su atención a lo más profundo, a lo más
desgarrador, a lo más fieramente humano (una vez más se lo robo a Blas de
Otero), a los valores más sólidamente anclados, a aquello que, aunque vivido
por cada cual a su modo, nos iguala; eso es lo que espectadores muy diferentes
están apreciando y aplaudiendo, es lo que alaban al terminar (al margen, por
supuesto, de la impresionante interpretación de Alejandro Dorado que hace suyos
esos sentimientos e incorpora su sensibilidad para que el viaje emocional sea
completo), Natalia habla de miedos que todos podemos sentir, de carencias que a
cualquiera pueden sacudir y hasta hundir, cuenta la relación con su familia, su
lucha para poder expresarse como quiere sin que nadie la insulte, la golpee, la
zahiera, sea por los motivos que sea, no importa el contexto concreto, el
desamor golpea de un modo similar, lo de menos en ocasiones es quién lanza el
zarpazo, hay peajes que la vida (esa ingrata, como la llamaba Jardiel Poncela)
obliga a pagar, portazgos onerosos que satisfacer (y no una única vez). Pero,
por encima de todo ello, como herencia de su madre, tomando como ejemplo unas
palabras de Katharine Hepburn, evocando a la gran Joan Didion, Pablo siempre
deja abierta una ventana (como decían en Sonrisas
y lágrimas, uno de sus -nuestros- musicales favoritos), porque “eso es
continuidad… Avance… Vida, en definitiva… Y la vida es el motor de todo
pensamiento mágico. Únicamente con esa magia podemos convertir en pasado lo que
una vez nos devastó”. En La voz hermana hay
tiempo para lo divertido, para lo absurdo que se hace presente en lo cotidiano,
para reírnos de lo estúpidos que somos cuando nos toca vivir el primer amor, hay
un equilibrio perfecto entre los diferentes tonos para conformar una realidad,
para resumir una vida, para que no nos aflijamos aunque nada pueda devolvernos
la hora del esplendor en la hierba, al fin y al cabo la belleza perdura en el
recuerdo (así lo aprendimos cuando Natalie Wood recitaba a Wordsworth en la
película de Elia Kazan, también marcó a la protagonista del monólogo -cáigase
en la cuenta de que se llama Natalia-), y aunque la fatalidad nos atrape
siempre podemos darle la espalda e ignorarla, nuestra verdad merece ser amada y
yo tengo la fortuna de vivirlo cada día en lo privado, de reafirmarlo tras cada
representación cuando reconozco en los espectadores que se acercan a hablar con
Pablo y Alejandro temblores, suspiros, emociones, cuando es indudable que La voz hermana les ha conmocionado, les
ha llegado, los ha convertido en cómplices. Por supuesto, como ya dije, conozco
el sedimento de las palabras, estoy muy involucrado con muchas de ellas,
percibo guiños que otros no pueden captar, pero sé que, si no conociese de nada
a Pablo Vilaboy, esta función me impactaría y removería del mismo modo, al
menos de uno muy similar (y, eso sí, mi vida sería muy diferente, menos
fructífera y menos digna de ser llamada tal).